Opus Dei 28 de marzo de 2024
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Comentario
del Viernes Santo. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Las palabras
de Jesucristo en la cruz nos invitan a la confianza y al amor de los hijos de
Dios llenos del Espíritu Santo.
Evangelio
1. Lc
23,33: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.”
2. Lc
23, 43: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.”
3. Jn
19,26-27: “ Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba
allí, le dijo a su madre: – Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le
dice al discípulo: – Aquí tienes a tu madre.”
4. Mt
27,46: “Hacia la hora nona Jesús clamó con fuerte voz: – Elí, Elí, ¿lemá
sabacthaní? – es decir, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
5. Jn
19,28: “Tengo sed”.
6. Jn
19,30: “Todo está consumado.”
7. Lc
23,46. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Comentario
Los
evangelistas refieren siete palabras de Cristo en la cruz. Descubrimos en ellas
cuanto Dios Padre nos amó hasta librar a su Hijo a la muerte para hacernos
hijos en Él.
1.
“Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.” (Lc 23,34). El Señor pide
perdón por nuestros pecados. “Subiendo al madero, él mismo llevó nuestros
pecados en su cuerpo para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia”
(1 P 2, 24). Cristo muere para salvarnos. Nos invita a obrar el bien y a
soportar el sufrimiento. El secreto del perdón es la caridad que comprende la
debilidad de los demás, porque uno se sabe lleno del amor de Dios.
2. “En
verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43). El perdón de
nuevo. El buen ladrón se arrepiente y oye una promesa de salvación. La palabra
“paraíso”, de origen persa, evoca un jardín de felicidad, como lo fue el primer
jardín en la creación. Jesús hace ver que la felicidad es estar con él. Como
dice Gregorio Nacianceno, “si estás crucificado con él como un ladrón, como el
buen ladrón confía en tu Dios”.
3.
“Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le
dijo a su madre: – Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo:
– Aquí tienes a tu madre” (Jn 19,25-28). La Virgen María está “consintiendo con
amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma”. No tiene otro
hijo que Jesús. Al aceptar su muerte en la cruz, nos recibe a todos como hijas
e hijos suyos en san Juan: es Madre de la Iglesia.
4.
Toda la tierra se cubrió de tinieblas. Jesús clamó con fuerte voz “Elí, Elí,
¿lemá sabacthaní? – es decir, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” (Mt 27,46). Son palabras del Salmo Ps 22(21) que acaban llenas de
confianza en la bondad de Dios Padre y en la futura expansión de la Iglesia:
“Se acordarán y se convertirán al Señor los enteros confines de la tierra; se
postrarán en su presencia todas las familias de las naciones” (v. 28). El
sufrimiento de Cristo en la Cruz coexistía con la visión inmediata de Dios. A
la vez, como dice san Agustín, en la cruz estábamos también nosotros, porque
somos su cuerpo, que es la Iglesia: Cristo hablaba por cada uno de nosotros.
5.
“Tengo sed” (Jn19,28). Ese grito manifiesta la humanidad del Señor en medio de
tremendos sufrimientos, pues se asfixia en la cruz. Tiene también sed de
nuestro amor, que puede aliviar el dolor de su corazón. Su gloria, la
irradiación de su amor, es nuestra participación en la vida divina. “Más que la
fatiga del cuerpo, le consume la sed de almas”. Desde la Cruz, mira a cada uno,
a cada una, en el amor eterno del Padre. Tiene sed de nuestra sed. Y tiene una
tremenda sed de enviarnos al Espíritu Santo.
6. “Todo
está consumado” (Jn 19,30). Es el cumplimiento. Jesús amó obedeciendo hasta el
extremo (cf. Jn 3,34; 13,1). Con la plenitud del Espíritu, su ofrenda al Padre
es sin medida. Ha cumplido la voluntad del Padre. A la vez, está consumido,
exprimido, agotado. Contemplamos un misterio de Amor antes que de dolor. En la
Cruz está sobre todo el amor de Jesús al Padre y al mundo. Manifiesta hasta las
últimas consecuencias lo que significa ser plenamente Hijo de Dios.
7.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). A la luz de Jn 19,30 –
“Entregó el espíritu”–, la Iglesia ve aquí el don del Espíritu Santo. Cristo
muere por amor a Dios, adhesión a su designio de salvación, amor a nosotros.
Muere “una vez para siempre” (1 P 3,18). Su alma humana se separa del cuerpo,
que ya no tiene principio de animación. Ha muerto como hombre, voluntariamente,
del mismo modo que se sufre una pena para apartarla de otra persona. Una muerte
que el amor vencerá. Queda la divinidad unida al santo cuerpo que espera la
resurrección. Lo velamos con dolor y esperanza.
En las
siete palabras de Cristo encontramos el perdón de nuestros pecados, la promesa
de estar con Jesús, el don que nos hace de la Virgen como Madre, la oración
llena de confianza, la petición, el cumplimiento y el don del Espíritu. “Dar la
vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una
misma cosa con Él”. Pues “ya sólo hay un único modo de vivir en la tierra:
morir con Cristo para resucitar con El, hasta que podamos decir con el Apóstol: no
soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal 2,20)”. Podemos
afirmar: “Ya somos hijos de Dios”; y de Santa María.
Tomado
de: https://opusdei.org/es/gospel/
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