Jorge Castañeda 24 de marzo de 2024
Hasta
ahora, los mexicanos nos habíamos abstenido de exportar una de nuestras
mercancías más reconocidas en el mundo y más competitivas: la corrupción.
Ciertamente, de vez en cuando un empresario, un embajador, un narco o un
académico incurría en el extranjero en nuestras prácticas preferidas, pero eran
pocos y esporádicos los casos. Gracias al acuerdo de López Obrador con la
dictadura de Maduro en Venezuela, ya nos adentramos en las grandes ligas.
Estamos exportando ese producto mexicano por excelencia: la mordida.
Según anunció la Secretaría de Relaciones Exteriores, México entregará 11.000 pesos mensuales durante 6 meses a cada venezolano que acepte ser repatriado -más bien, deportado- a su país en vuelos procedentes de México. La prensa oficial celebró el convenio; incluso Reforma, ya posiblemente en proceso de pravdazicación, publica una foto en primera plana de ciudadanos de Venezuela a bordo de un avión (lleno a la mitad) sonrientes y felices de volver a su patria. Patria donde de nuevo impera una inflación galopante, donde los esbirros del régimen represivo acaban de detener al jefe de campaña de la candidata opositora, que a su vez ha sido inhabilitada, y donde los 3.800 dólares de mordida regalados por López Obrador pueden ayudarles a comprar algo de comer, si lo encuentran.
La
foto de la felicidad es importante, porque mucho estriba en el carácter
“voluntario” de la repatriación. De ser coercitiva, México estaría nuevamente
violando el principio fundamental de los derechos humanos, a saber, el non-refoulement o
no devolución. Este principio se plasmó en la Convención sobre el Estatuto
de los Refugiados de 1951 y de su protocolo de 1967, de los que México es
parte. Significa que no se puede devolver a una persona a un país de donde huyó cuando
existen bases para creer que se encontraría en riesgo de un daño irreparable al
volver, incluyendo la persecución, tortura, maltrato o alguna otra seria
violación de derechos humanos. Es imposible sostener que en Venezuela no existe
ese riesgo hoy.
A tal
grado existe, que Estados Unidos, que negoció un complejo proceso de
acercamiento con la dictadura de Maduro para poder reiniciar los vuelos desde
ese país a Caracas a finales del año pasado (los acuerdos de Barbados), no ha
podido llenar los aviones. Despegan pocos vuelos, y van medio vacíos.
Obviamente no hay voluntarios, y el sistema jurídico norteamericano no
contempla las mordidas públicas (las privadas abundan). México envió quizás un
par de aviones a Venezuela en diciembre, y algunos más a Cuba, pero no ha sido
fácil cumplirle a Estados Unidos. Durante enero y febrero no hubo vuelos a
Venezuela, parece.
¿Por
qué pensar que le estamos cumpliendo a Washington? Por una razón muy sencilla:
los venezolanos actualmente en la frontera norte -entre 4.000 y 5.000
según Reuters– sólo esperan una oportunidad para pasarse con o sin
autorización al otro lado. Es lo último que quiere Biden. Y es cierto que el
gobierno de López Obrador ha cometido barbaridad y media para quedar bien con
Biden en materia migratoria, incluyendo la incineración de 40 detenidos,
incluidos venezolanos, en Ciudad Juárez hace un año. Hoy sabemos, gracias a una
investigación publicada en The Guardian, que los guardias en el
centro de detención sí estaban en posesión de las llaves de las puertas, y
decidieron no abrirlas para permitir la salida, y la sobrevivencia, de los
migrantes.
Pero
que hayamos hecho cosas peores, y que este lamentable acuerdo sea únicamente un
caso adicional de violaciones mexicanas de los derechos humanos y del derecho
internacional de los mismos, no justifica esta última aberración. ¿Quién va a
decidir si la repatriación es voluntaria? ¿Francisco Garduño y sus salvajes del
Inami? ¿Se vale sobornar a los deportados para que se vayan sonrientes al
infierno caraqueño? ¿En serio piensan que van a encontrar a decenas de miles de
venezolanos que acepten la mordida? ¿Vale la pena esta vergüenza para unos
cuantos miles, si resulta que sólo son ellos? Nadie debiera aceptar tal
ignominia.
Jorge
Castañeda
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