Si somos coherentes con la celebración de la Semana Santa, y aunque estemos tratando de descansar y relajarnos de tantos problemas, penurias y penalidades, deberíamos apartar un tiempo para asomarnos a la hondura del amor y la entrega de Jesús, que llevó hasta las últimas consecuencias su proyecto de construir un mundo de justicia y fraternidad.
La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos en el que celebramos el triunfo de un Jesús humilde y sencillo que entró en Jerusalén montado en un burrito como los campesinos y no en un brioso caballo como los conquistadores. No hay tambores ni trompetas gloriosas, arcos de triunfo, grandes séquitos, cuerpos de seguridad ni multitudes tarifadas, obligadas a gritar y a aplaudir o funcionarios y arribistas que buscan disfrutar de los beneficios y lujos que manan del poder: sólo unos pocos pueblerinos que reconocieron en Jesús al poeta de la misericordia, al amigo de los pobres y menesterosos, blandiendo sus ramas de olivo. El triunfo de Jesús va a consistir en la fidelidad a su misión de construir el reino, una sociedad justa y fraternal, que le llevará hasta a dar su vida.
La cruz es expresión del amor hasta las últimas consecuencias. La cruz nos manifiesta la ternura insondable de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte, incluso en las situaciones más terribles. La muerte en cruz fue una consecuencia lógica del modo amoroso en que Jesús vivió su vida, fiel a su misión hasta el extremo. Frente a lo que han pretendido hacernos creer ciertas teologías del sacrificio, el Padre no quiere la cruz, la sangre, el dolor. La quieren los violentos que rechazan a Jesús y no aceptan su propuesta de un mundo donde reine la justicia, la verdad, la fraternidad, el perdón, el amor.
A Jesús lo mató y lo sigue matando en tantas víctimas inocentes la maldad de los hombres. Lo mataron porque se atrevió a poner de cabeza todos los valores del mundo: en vez del poder, propuso el servicio; en vez del egoísmo, la solidaridad; en vez de la ostentación, la sencillez; en vez de la violencia, la mansedumbre; en vez de la venganza, el perdón; en vez del odio, el amor.
Seguir a Jesús es, en definitiva, entregar la vida para que todos tengan vida; oponerse a todo lo que traiga injusticia, dolor, maltrato, explotación; ayudar a bajar de la cruz a tantos que hoy son crucificados por la injusticia, la explotación, la venganza, las guerras, la miseria, sin ignorar que si lo hacemos, correremos el riesgo de ser calumniados, perseguidos, maltratados, como lo fue Jesús.
La escena es muy conocida: Un niño judío se estremece con los estertores de la muerte, colgado de una horca en un patio del campo de exterminio de Auschwitz. De pronto se escucha el grito desesperado de un presidiario: “¿Dónde está Dios?”. Otro compañero de prisión responde susurrando: “Ahí, en esa horca”. Esta es la fe de los que creemos en un Dios crucificado. Dios no está nunca con los violentos, con los que causan las guerras, con los que pisotean la justicia para imponer sus deseos de dominación o venganza. Dios está siempre con las víctimas, con los que sufren injustamente, con los que siguen siendo crucificados por la ambición o por el poder; está con los que se solidarizan con el dolor de los inocentes; está con las víctimas de cualquier tipo de violencia y trabajan para erradicarla.
Semana Santa: Tiempo para entregar la vida a impedir que se crucifique a inocentes, para bajar de la cruz a tantas víctimas del odio, la represión y la violencia.
https://www.eluniversal.com/el-universal/177980/hoy-se-sigue-crucificando-a-jesus
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