Opus Dei 04 de mayo de 2024
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Comentario
al Evangelio del domingo de la 6° semana de Pascua.“Que os améis los unos a los
otros como yo os he amado”. Solo en Cristo aprendemos lo que es el amor de verdad
y solo de él obtenemos la capacitación para amarnos los unos a los otros.
Permanecer en Cristo es abrirnos a él por la fe y modelar nuestra vida según la
suya.
Evangelio
(Jn 15,9-17)
Como
el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de
mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi alegría esté en
vosotros y vuestra alegría sea completa. Éste es mi mandamiento: que os améis
los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de
dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os
mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a
vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os
lo he hecho conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he
elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro
fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo
conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros.
Comentario al Evangelio
En el
contexto de la Última Cena, Jesús profundiza en su enseñanza sobre la
naturaleza del amor, al que, una y otra vez, pone en relación con la vida y la
alegría. El pasaje de la misa de hoy está precedido por el de la vid y los sarmientos:
estos, unidos a la vid, reciben de ella la vida y la capacidad de dar fruto.
Quien pone en movimiento todo ese proceso es el labrador, que es el Padre. En
Cristo, los sarmientos se unen al Padre y reciben del Padre. Estar unidos a la
vid es estar unidos a Cristo, permanecer en él. Y permanecer en él significa
permanecer en sus palabras: escucharlas activamente y hacerlas vida propia. De
ahí surgirá un fruto abundante, motivo de alegría para el Padre, para el Hijo y
para los unidos a Cristo; en todo ello será glorificado el Padre: el mundo
podrá presenciarlo como amor y como vida.
¿Y
cómo permanecemos unidos a Jesucristo? Por la fe y el amor. ¿Y qué pone en
movimiento nuestro amor? El amor recibido. El que no ha sido amado no sabe qué
es el amor, aunque ese amor esté en su interior, porque solo se despierta ante
la experiencia del amor recibido. Del amor dirigido “a mí”. En Jesús vemos cómo
ese amor de Dios, ya experimentado de algún modo en la naturaleza y en la
historia de Israel, por ejemplo, aunque como un amor “más abstracto”, dirigido
a toda la humanidad o a un pueblo concreto, ahora viene “a mí”. Cuando oramos
con la vida de Jesús, experimentamos ese amor personal, ese amor
extraordinario, que se acerca a todos y cada uno de nosotros, que se acerca a
mí en concreto. Experimentamos su mirada amorosa. Así lo expresa San Pablo:
“Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora
en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí
mismo por mí” (Ga 2,20).
Ese
amor es un cierto conocimiento, porque abre de par en par nuestro ser a la
comprensión de que solo en él nos unimos a la fuente de la vida que es el
Padre. Cristo, el Hijo, permanece en el amor del Padre, y no puede ser de otro
modo, por la total apertura, aceptación y entrega –identificación de su
voluntad–, que tiene con el Padre. En Cristo vemos que identificarse con la
voluntad del Padre –amar al Padre– no es algo ajeno a lo que somos, sino que es
precisamente el camino para ser realmente nosotros, para alcanzar nuestra
plenitud. Las palabras de Jesús que nos ofrece el evangelio de hoy nos están
diciendo que los mandamientos del Padre no son algo ajeno a nosotros, algo que
viene de fuera, sino que son como nuestro ADN espiritual: nos recuerdan quiénes
somos, de qué estamos hechos, aquello a lo que aspiramos.
En el
corazón de ese ADN espiritual está el mandamiento del amor mutuo, pero de un
amor cuya medida solo podemos captar mirando a Cristo. Hoy día se usa la
palabra amor para muchas cosas y, en cierto modo, su sentido ha quedado
diluido. El amor que hemos conocido y experimentado en Cristo es amor dádiva,
amor don, amor entrega, amor servicio. Jesús nos ha mirado como el Padre nos
mira, nos ha amado como el Padre nos ama. Nos ha llamado “amigos”. Ojalá
tuviéramos ilusión por mirar así a quienes nos rodean, ilusión por profundizar
en lo que significa esa “amistad”. Jesús quiere compartir con nosotros lo que
él comparte con el Padre. Nos abre su corazón para derramar en el nuestro sus
gracias. Como hace el Padre, él ha puesto su mirada en nosotros antes de que
nosotros la hayamos puesto en él. Esto es un “amor primero”. Amor que se ha
afincado en nuestros corazones por el bautismo.
¿Qué
significa que él nos ha elegido? Significa que él se ha acercado a nosotros
cuando nosotros estábamos lejos. Significa que ha venido a sanar nuestro
corazón y a abrir lo que estaba cerrado. Éramos como una semilla incapaz de
abrirse, de morir para dar paso a la planta e iniciar así un proceso de vida
que ya no deja de crecer y expandirse. Para iniciar algo que permanece. Sólo en
Cristo somos capaces de aprender lo que es el amor y de amarnos unos a otros,
porque en él hemos tenido una luz que nos ha iluminado, nos ha abierto, nos ha
empujado a ir, como él, al encuentro de los demás. Todo cristiano está llamado
a ser emisario de ese amor primero, el amor de Cristo, para los que le rodean.
Somos eslabón de la instauración del Reino de Dios en los corazones.
Tomado
de: https://opusdei.org/es/gospel/
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