ANÍBAL ROMERO 13 de marzo de 2016
Cuando
fue publicada en 1986 la primera edición de mi libro La miseria del populismo,
se hablaba constantemente en Venezuela de “crisis”, tal como ocurre ahora. Se
trataba desde luego de una situación diferente, aunque mostraba algunas analogías
con relación a lo que hoy experimenta nuestra sociedad.
En esa
obra intenté diagnosticar tres males que continúan afectando al país: el
primero, el de nuestra dependencia petrolera y monoproductora. El segundo, el
del populismo, que allí describí como un modelo y como un estilo de hacer
política. El modelo es el de la alianza de élites vinculada a la economía
estatista, orientada a redistribuir la renta del petróleo. El estilo es el de
la irresponsabilidad sistemática hacia las masas, a las que nunca se enfrenta
con sus verdaderos desafíos pero a las que se conforta con las dádivas de
gobiernos miopes.
En
tercer lugar, quise profundizar sobre un rasgo del alma nacional, que permanece
sembrado en lo más hondo de nuestro ser y que nos lleva de manera recurrente a
confundir nuestra situación en el mundo, así como nuestra capacidad para
influir más allá de nuestras fronteras. Califiqué esa tendencia como el
mesianismo bolivariano, una propensión que entonces nos hizo creer que podíamos
edificar un nuevo orden económico internacional, y que hoy sigue mareándonos
con los sueños de transformarnos en país-potencia, eufemismo tras el cual los
actuales gobernantes procuran ocultar la desnudez de su fracaso.
La
miseria del populismo constituyó por encima de todo una inclemente andanada
crítica, dirigida contra las actuaciones del primer gobierno de Carlos Andrés
Pérez entre 1974 y 1979, período que, visto en perspectiva, representó un punto
de inflexión hondamente negativo para el sistema democrático-populista establecido
a raíz del 23 de enero de 1958.
Dos
años después de que apareció la primera edición del libro y durante la reñida
campaña electoral de 1988, tiempos durante los que proseguía mi batalla contra
Pérez a través de la prensa, la radio y la televisión, este último –a través de
los buenos oficios de nuestro amigo común Alfredo Baldó Casanova– me invitó a
desayunar y conversamos largamente. En esa oportunidad el presidente Pérez y mi
persona, con cortesía no exenta de soterrada tensión, discutimos sobre diversos
temas, y afirmo con toda veracidad que me dijo (palabras más, palabras menos):
“Romero, yo ya no soy el mismo hombre, el mismo político, que usted dibuja en
su libro. Leí su obra. Yo he cambiado, y voy a hacer un gobierno muy distinto,
pues entiendo que las circunstancias del país son ahora muy diferentes”.
Al
relatar esta historia, en modo alguno pretendo sostener que las nuevas ideas a
las que Pérez se refería las sacó de mi libro; no tengo esa presunción, aunque
tal lectura pudo haberle resultado útil, junto a otras. En todo caso ese día
aprendí lo siguiente sobre Pérez: 1) Fue un personaje político con sentido de
Estado, es decir, con una comprensión razonable de su posición en la historia y
ante el país. 2) Fue un personaje que poseyó capacidad de aprendizaje, sin
dogmatismos, con la flexibilidad mental y anímica necesarias para reconocer
errores y tratar de enmendarlos. 3) Pérez respetaba las instituciones.
Lamentablemente, erró en sus cálculos sobre la magnitud de la brecha entre, de
un lado, las razones por las que el pueblo venezolano se disponía a elegirle de
nuevo presidente, y del otro, el impacto adverso que podían generar sus planes
de cambio hacia una dirección reformista y antipopulista en lo económico y lo
político.
Ofrezco
mi palabra de honor, a quien desee aceptarla, de que al final de la reunión le
advertí al presidente Pérez acerca de ese abismo entre, por una parte, la
imagen de un pueblo que veía en él un retorno inmediato a los tiempos
atolondrados de la “Gran Venezuela”, de los ríos de dinero corriendo por las
calles, y por otra parte las implicaciones de un nuevo modelo que no había sido
anunciado ni explicado a las masas. Sin ser tan explícito, le sugerí que de él
no se esperaba sino un regreso a la bonanza de su primer gobierno. No pareció
inquietarse por ello. Como se evidenció más tarde, Pérez se sobreestimó a sí
mismo y al pueblo venezolano.
Nuestra
reunión culminó donde había comenzado. Agradecí a Pérez su deferencia y le
ratifiqué que seguiría la misma línea crítica de antes. Él me refrendó su
voluntad de hacer un gobierno distinto y cambiar la Venezuela rentista por una
Venezuela productiva. Lo que vino después de su apoteósica reelección es bien
conocido.
Los
delirios de la “Gran Venezuela”, sin embargo, son poca cosa comparados con la
pesadilla que hoy vive el país. Entonces, al menos nuestra sociedad vivió una
bonanza, que como todas culminó en amargura; pero actualmente no hay bonanza
sino solo amargura. Pérez pudo creer con alguna base que el petróleo, unido a la
coyuntura internacional vigente, presentaba realmente a Venezuela la ocasión de
jugar un papel transformador a escala global, a pesar de nuestras obvias
vulnerabilidades como país, de nuestra dependencia importadora, del bajo nivel
educativo de la población y de nuestra orfandad en los campos del avance
científico y tecnológico.
La
actual contradicción entre las ambiciones debocadas del mesianismo y la cruda
realidad de un país en quiebra, endeudado hasta los tuétanos, cuyo gobierno
liquida haberes y compromete los recursos de la nación; de un pueblo
empobrecido que mendiga su alimentación y los servicios esenciales de la vida
civilizada, cuyo gobierno se arrodilla con sumisión frente a los deseos del
despotismo castrista; esa contradicción –repito– se ha convertido en una
realidad asfixiante y demoledora bajo el “socialismo del siglo XXI”, que no es
más que el paroxismo del populismo.
Me
asombra, al releer hoy algunas páginas de ese libro de 1986, la relativa
confianza que todavía albergaba acerca de la solidez institucional del sistema
democrático. Abrigaba serias dudas, ciertamente, pero no percibí entonces la
extensión de la precariedad que le carcomía por dentro. Y es necesario
reconocerlo, la razón por la cual las instituciones de 1958 se derrumbaron tan
estrepitosamente es que, en verdad, nunca tuvieron la fortaleza que en mejores
momentos les atribuimos.
Cabe
por último preguntarse: ¿qué hemos aprendido como sociedad de las experiencias
de años recientes? ¿Entiende de forma más clara la mayoría de la población las
razones que nos trajeron al punto en que nos hallamos? ¿Existe hoy acaso una
conciencia más lúcida, de parte de los diversos sectores sociales, sobre la
verdadera dimensión del fracaso a que nos condujeron las recetas populistas, y
acerca del esfuerzo y sacrificios que será imperativo llevar a cabo para
encaminar a Venezuela por un camino de prosperidad y convivencia?
Carezco
de respuesta a esas interrogantes. La experiencia me impide ser optimista, pero
el apego al país, a lo positivo que atesoro, me apartan de un total pesimismo.
Tengo una postura más bien escéptica, sujeta no obstante al acoso constante de
renovadas esperanzas.

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