Fernando Mires 18 de marzo de 2016
Idiota
es una persona a la que si mostramos el sol con el dedo se queda mirando al
dedo. Un idiota, luego, es alguien que no piensa más allá de lo que ve.
Definición que no contrasta con la etimología de la palabra.
Según
los antiguos griegos, idiotas eran todos aquellos que no sabían pensar
políticamente. No se trata entonces de que los idiotas sean tontos. Pueden ser
incluso muy inteligentes cuando analizan lo que ven. Lo que no pueden hacer es
avanzar con el pensamiento más allá de lo visible. En otras palabras, no saben
trascender. Hecho que en política suele ser muy grave pues la política se hace
de acuerdo a las tres dimensiones del tiempo humano: recordando el pasado,
pensando desde el presente y mirando hacia el futuro.
La
reflexión acerca del idiotismo político de una gran parte de la derecha
latinoamericana puede ser oportuna si consideramos la gran cantidad de ataques
a que ha sido sometido Barack Obama de parte de diversos columnistas de derecha
con motivo de su visita a Cuba. Según esas críticas, Obama viajará a Cuba a
legitimar a la dictadura de los Castro, pasando por alto las violaciones a los
derechos humanos, y con ello traicionado a los principios democráticos que
dignifican su investidura.
La
visita de Obama a Cuba nos es así presentada como una capitulación de un
presidente populista frente a una tiranía familiar. A pocos de esos
idiotas –reitero, no es un insulto- se
les pasa por la mente considerar el hecho de que la política internacional de
los EE UU no es el resultado de decisiones puramente personales.
El
presidente norteamericano es máximo portavoz en un sistema presidencialista.
Pero decisiones tan gravitantes como son las que inciden en la regulación de
espacios hemisféricos obedecen a razones muy diferentes al humor con el que
cada día despierta Obama. Lo contrario sería pensar –es lo que imaginan los
perfectos idiotas de la derecha- que la historia universal ha sido forjada por
semidioses, héroes y villanos. Pero si así fuera no habríamos avanzado nada
desde que Homero escribió La Iliada.
La
política de Obama hacia Cuba –es elemental, pero hay que decirlo- ha sido
configurada después de consultas, reuniones de expertos políticos y militares,
incluyendo en ellas a connotados miembros del partido republicano.
En EE
UU, a diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos, la política
internacional es en primera línea, materia de Estado. Entiéndase bien: de
Estado y no de gobierno. Así se explica por qué el mismo Donald Trump no ha
puesto el tema de las relaciones con Cuba en el centro de su rabiosa campaña
electoral.
La
política de Obama con respecto a Cuba continuará después de Obama del mismo
modo como la política de Nixon con respecto a China continuó después de Nixon.
La
pregunta correcta entonces es ¿qué buscan los EE UU –y no solo Obama- en Cuba?
La
respuesta no puede ser otra: lo mismo que buscó Nixon a través de Kissinger en
Pekín: un medio para estabilizar un espacio internacional. En el caso de Nixon
en el Sudeste Asiático y en el caso de Obama en América Latina. Eso quiere
decir que la política de los EE UU con respecto a Cuba no terminará en Cuba. Su
objetivo hay que mirarlo más allá del dedo de Obama.
Es por
lo tanto conveniente tomar en cuenta que la normalización de las relaciones con
Cuba tiene lugar sobre la base de un contexto internacional muy diferente al
tiempo en el cual ocurrió la ruptura de esas relaciones. Del mismo modo cabe
convenir en que aunque la Guerra Fría ha finalizado, las amenazas en contra de
la seguridad exterior de los EE UU continúan vigentes.
En el
Medio Oriente el terrorismo islamista ocupa vastos territorios. En el horizonte
político ya se dibuja un conflicto militar entre Irán y Arabia Saudita. Si
Putin continúa avanzando, un choque entre Turquía y Rusia está programado. Por
si fuera poco, Putin no oculta sus deseos de desestabilizar a Europa tejiendo
alianzas con los populistas de la más extrema derecha.
En
todos esos conflictos EE UU deberá ocupar nuevas posiciones.
Ahora,
si pensamos seriamente más allá de Cuba, comprenderemos por qué al gobierno de
los EEUU no interesa intensificar las tensiones con sus vecinos del sur. La
política de Obama hacia Cuba debe, por lo tanto, ser considerada como una
política de distensión: un acto simbólico, un gesto, una prueba de que las
relaciones imperiales entre los EE UU y América Latina están llegando a su fin.
O
dicho de otro modo: EE UU busca desactivar, en lo posible, el antiimperialismo
ideológico sobre el cual se sustenta la llamada izquierda populista
latinoamericana. En cierta medida lo está logrando.
Las
derrotas electorales de los populistas en Argentina, Venezuela y Bolivia no son
por cierto un producto directo de la nueva política de los EE UU hacia Cuba.
Pero difícil será negar que los gobernantes pro-castristas han sido
descolocados con el acercamiento de Obama al “bastión del anti-imperialismo”.
Tanto Ortega como Morales, tanto Correa como Maduro, han perdido parte de la
legitimidad simbólica de su poder frente a Obama. Gracias, entre otras cosas,
al acercamiento de los EE UU a Cuba.
Porque
por más vueltas que den al tema los idiotas de la derecha, en la historia
quedará constatado el hecho de que la derrota del populismo de izquierda latinoamericano
comenzó bajo, y en cierto punto, gracias, a la política del gobierno de Barack
Obama con respecto a Cuba.
¿Significa
entonces que Cuba es para los EE UU solo una ficha destinada a ser jugada en el
tablero del ajedrez político? No necesariamente. Si bien el objetivo de los EE
UU no es -no puede ser tampoco- la inmediata democratización de Cuba, es
evidente que con la normalización de las relaciones internacionales el gobierno
norteamericano intenta crear condiciones para que en un determinado futuro
dicha democratización sea posible. De acuerdo a ese propósito no es errado
pensar que tales condiciones serán factibles en un medio latinoamericano más
democrático, menos populista y por supuesto menos anti-norteamericano de lo que
es hoy día.
En cierto
modo el gobierno estadounidense actúa de acuerdo a una hipótesis, la que como
tal solo podrá ser comprobada a través del tiempo.
El
futuro, solo porque es futuro, es siempre hipotético. Una hipótesis es, por lo
mismo, una apuesta, y como toda apuesta, puede perderse. Pero peor todavía que
perder una apuesta, es no apostar. Al hipódromo de la política se va a apostar
o no se va. Ir solo a mirar como corren los caballos es cosa de idiotas.
Idiotas:
el lector avisado sabe que me he estoy refiriendo de modo tácito a “El manual
del perfecto idiota latinoamericano” (1996), un libro que causó revuelo en la
América Latina de fin de siglo. Sus autores, Álvaro Vargas Llosa, Carlos
Alberto Montaner y Plinio Apuleyo Mendoza, lograron describir al izquierdista clásico
de América Latina, aunque al precio de hacer omisión de sus notorios
equivalentes en la derecha. Dicha omisión ya no se justifica más. Estos
últimos, los de la derecha, han resultado ser tan idiotas, o más, que los de la
propia izquierda. Y eso ya es demasiado.
Los
idiotas de izquierda existen todavía e incluso, bajo el amparo de los
populismos del siglo XXl, tienden a reproducirse de modo exponencial. Son los
que piensan que todo lo que sucede en América Latina es y ha sido el resultado
de las conspiraciones del imperio; son los que rinden pleitesía a su supuesta y
permanente condición de víctimas; son los que creen que las dictaduras de
izquierda son “buenas” y, no por último, son los que imaginan que en nombre del
socialismo y de la revolución les está permitido violar a todos los derechos
humanos habidos y por haber.
El
presente artículo no postula en consecuencia la sustitución de los idiotas de
la izquierda por los idiotas de la derecha. Los idiotas de la derecha, los
mismos que no han ahorrado tinta para injuriar a Obama por su visita a Cuba, no
son sustitutivos, pero sí son sumativos con respecto a los de la izquierda.
Razones
suficientes para pensar que el idiotismo político es un fenómeno
definitivamente universal.
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