Francisco Fernández-Carvajal 03 de marzo de
2020
@hablarcondios
— La Confesión, un
encuentro con Cristo.
— Al sacramento de la
Penitencia vamos a pedir perdón por nuestros pecados. Cualidades de una buena
Confesión: «concisa, concreta, clara y completa».
— Luces y gracias que
recibimos en este sacramento. Importancia de las disposiciones interiores.
I. Recuerda,
Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas1,
leemos en la Antífona de entrada de la Misa.
La Cuaresma es un tiempo oportuno para cuidar muy bien
el modo de recibir el sacramento de la Penitencia, ese encuentro con Cristo,
que se hace presente en el sacerdote; encuentro siempre único, y siempre
distinto. Allí nos acoge como Buen Pastor, nos cura, nos limpia, nos fortalece.
Se cumple en este sacramento lo que el Señor había prometido a través de los
Profetas: Yo mismo apacentaré a mis ovejas y yo mismo las llevaré a la
majada. Buscaré a la oveja perdida, traeré la extraviada, vendaré a la herida y
curaré la enferma, y guardaré las gordas y robustas2.
Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar
ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental. Y la gloria y
el amor a Dios han de contar más que nuestros pecados. Se trata de mirar mucho
más a Jesús que a nosotros mismos; más a su bondad que a nuestra miseria, pues
la vida interior es un diálogo de amor en el que Dios es siempre el punto de
referencia.
El hijo pródigo que vuelve –eso somos nosotros cuando
decidimos confesarnos– inicia el camino del retorno movido por la triste situación
en la que se encuentra, sin perder nunca la conciencia de su pecado: No
soy digno de ser llamado hijo tuyo; pero conforme se acerca a la casa
paterna va reconociendo con cariño todas las cosas del hogar propio, del hogar
de siempre. Y ve en la lejanía la figura inconfundible de su padre que se
dirige hacia él. Esto es lo importante: el encuentro. Cada Confesión contrita
es «un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro en la propia
verdad interior, turbada y transformada por el pecado, una liberación en lo más
profundo de sí mismo, y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la
alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo han
dejado de gustar»3.
Nosotros hemos de procurar que sientan, que experimenten esa nostalgia de Dios
y se acerquen a Él, que les espera.
Debemos sentir deseos de encontrarnos a solas con el
Señor lo antes posible, como lo desearían sus discípulos después de unos días
de ausencia, para descargar en Él todo el dolor experimentado al comprobar las
flaquezas, los errores, las imperfecciones, los pecados, tanto al desempeñar
nuestros deberes profesionales como en la relación con los demás, en la actividad
apostólica, en la misma vida de piedad.
Este empeño por centrar la Confesión en Cristo es
importante para no caer en la rutina, para sacar del fondo del alma aquellas
cosas que son las que más pesan y que solo saldrán a la superficie a la luz del
amor a Dios. Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son
eternas.
II. Misericordia,
Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo
mi delito, limpia mi pecado4.
Muchas veces a lo largo de nuestra vida hemos pedido
perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Al finalizar cada día, cuando
hacemos recuento de nuestras obras, podríamos decir: Misericordia, Dios
mío... Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia
divina.
Así acudimos a la Confesión: a pedir la absolución de
nuestras culpas como una limosna que estamos lejos de merecer. Pero vamos con
confianza, fiados no en nuestros méritos, sino en Su misericordia, que es
eterna e infinita, siempre dispuesta al perdón: Señor, Tú no desprecias
un corazón quebrantado y humillado5. Cor
contritum et humiliatum, Deus, non despicies.
Él solo nos pide que reconozcamos nuestras culpas con
humildad y sencillez, que reconozcamos nuestra deuda. Por eso, a la Confesión
vamos, en primer lugar, a que nos perdone quien está en lugar de Dios y
haciendo sus veces. No tanto a que nos comprendan, a que nos alienten. Vamos a
pedir perdón. Por eso, la acusación de los pecados no consiste en la
simple declaración de los mismos, porque no se trata de un relato histórico
de las propias faltas, sino de una verdadera acusación de ellas: Yo me
acuso de... Es, a la vez, una acusación dolorida de algo que
desearíamos que no hubiese ocurrido nunca, y en la que no caben las disculpas
con las que disimular las propias faltas o disminuir la responsabilidad
personal. Señor..., por tu inmensa compasión, borra mi culpa; lava del
todo mi delito, limpia mi pecado.
San Josemaría Escrivá, con criterio sencillo y
práctico, aconsejaba que la Confesión fuese concisa, concreta, clara y
completa.
Confesión concisa, de no muchas palabras:
las precisas, las necesarias para decir con humildad lo que se ha hecho u
omitido, sin extenderse innecesariamente, sin adornos. La abundancia de
palabras denota, en ocasiones, el deseo, inconsciente o no, de huir de la
sinceridad directa y plena; para evitarlo, hay que hacer bien el examen de
conciencia.
Confesión concreta, sin divagaciones, sin
generalidades. El penitente «indicará oportunamente su situación y también el
tiempo de su última confesión, sus dificultades para llevar una vida cristiana»6,
declara sus pecados y el conjunto de circunstancias que hacen resaltar sus
faltas para que el confesor pueda juzgar, absolver y curar7.
Confesión clara, para que nos entiendan,
declarando la entidad precisa de la falta, poniendo de manifiesto nuestra
miseria con la modestia y delicadeza necesarias.
Confesión completa, íntegra. Sin dejar de
decir nada por falsa vergüenza, por «no quedar mal» ante el confesor.
Revisemos si al prepararnos, en cada ocasión, para
recibir este sacramento procuramos que lo que vamos a decir al confesor tenga
estas características anteriormente descritas.
III. «La
Cuaresma es un tiempo particularmente adecuado para despertar y educar la
conciencia. La Iglesia nos recuerda precisamente en este período la necesidad
inderogable de la Confesión sacramental, para que todos podamos vivir la
resurrección de Cristo no solo en la liturgia, sino también en nuestra propia
alma»8.
La Confesión nos hace participar en la Pasión de
Cristo y, por sus merecimientos, en su Resurrección. Cada vez que recibimos
este sacramento con las debidas disposiciones se opera en nuestra alma un
renacimiento a la vida de la gracia. La Sangre de Cristo, amorosamente
derramada, purifica y santifica el alma, y por su virtud el sacramento confiere
la gracia –si se hubiera perdido– o la aumenta, aunque en grados diferentes,
según las disposiciones del penitente. «La intensidad del arrepentimiento es, a
veces, proporcionada a una mayor gracia que aquella de la que cayó por el
pecado; a veces, igual; a veces, menor. Y por lo mismo, el penitente se levanta
en unas ocasiones con mayor gracia de la que tenía antes; otras, con igual
gracia; y a veces, con menor. Y lo mismo hay que decir de las virtudes que
dependen y siguen a la gracia»9.
En la Confesión, el alma recibe mayores luces de Dios
y un aumento de sus fuerzas –gracias particulares para combatir las
inclinaciones confesadas, para evitar las ocasiones de pecar, para no reincidir
en las faltas cometidas...– para su lucha diaria. «Mira qué bueno es Dios y qué
fácilmente perdona los pecados; no solo devuelve lo perdonado sino que concede
cosas inesperadas»10 ¡Cuántas
veces las mayores gracias las hemos recibido después de una Confesión, después
de haberle dicho al Señor que nos hemos portado mal con Él! Jesús da siempre
bien por mal, para animarnos a ser fieles. El castigo que merecemos por
nuestros pecados –como el que merecían los habitantes de Nínive, que hoy se nos
narra en la Primera lectura de la Misa11–
es borrado por Dios cuando ve nuestro arrepentimiento y nuestras obras de
penitencia y desagravio.
La Confesión sincera de nuestras culpas deja siempre
en el alma una gran paz y una gran alegría. La tristeza del pecado o de la
falta de correspondencia a la gracia se torna gozo. «Quizá los momentos de una
Confesión sincera figuran entre los más dulces, más confortantes y más
decisivos de la vida»12.
«Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y
te llenas de dolor: ¡qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones
pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar!
»Bien. Pero no olvides que el espíritu de penitencia
está principalmente en cumplir, cueste lo que cueste, el deber de cada
instante»13.
1 Antífona
de entrada. Sal 24, 6. —
2 Ez,
34, 15-16. —
3 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 31, III. —
4 Salmo
responsorial. Sal 50, 4. —
5 ídem. —
6 Pablo
VI, Ordo Paenitentiae, 16. —
7 Cfr. Ibídem.
—
8 Juan
Pablo II, Carta a los fieles de Roma, 28-II-1979. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 89, a. 2c. —
10 San
Ambrosio, Trat. sobre el Evangelio de San Lucas, 2, 73.
—
11 Primera
lectura, Jon 3, 1-10. —
12 Pablo
VI, Alocución, 27-II-1975. —
13 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, Rialp, Madrid 1981, IX, 5.
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