Francisco Fernández-Carvajal 01 de junio de 2022
@hablarcondios
—
El temor servil y el santo temor de Dios. Consecuencias de
este don en el alma.
— El
santo temor de Dios y el empeño por rechazar todo pecado.
—
Relaciones de este don con las virtudes de la humildad y de la templanza.
Delicadeza de alma y sentido del pecado.
I. Dice
Santa Teresa que ante tantas tentaciones y pruebas que hemos de padecer, el
Señor nos otorga dos remedios: «amor y temor». «El amor nos hará
apresurar los pasos, y el temor nos hará ir mirando adónde ponemos los pies
para no caer»1.
Pero no todo temor es bueno. Existe el temor mundano2, propio de quienes temen sobre todo el mal físico o las desventajas sociales que pueden afectarles en esta vida. Huyen de las incomodidades de aquí abajo, mostrándose dispuestos a abandonar a Cristo y a su Iglesia en cuanto prevén que la fidelidad a la vida cristiana puede causarles alguna contrariedad. De ese temor se originan los «respetos humanos», y es fuente de incontables capitulaciones y el origen de la misma infidelidad.
Es muy
diferente el llamado temor servil, que aparta del pecado por miedo
a las penas del infierno o por cualquier otro motivo interesado de orden
sobrenatural. Es un temor bueno, pues para muchos que están alejados de Dios
puede ser el primer paso hacia su conversión y el comienzo del amor3.
No debe ser este el motivo principal del cristiano, pero en muchos casos será
una gran defensa contra la tentación y los atractivos con que se reviste el
mal.
El que
teme no es perfecto en la caridad4 –nos
dejó escrito el Apóstol San Juan–, porque el cristiano verdadero se mueve por
amor y está hecho para amar. El santo temor de Dios, don del
Espíritu Santo, es el que reposó, con los demás dones, en el Alma santísima de
Cristo, el que llenó también a la Santísima Virgen; el que tuvieron las almas
santas, el que permanece para siempre en el Cielo y lleva a los
bienaventurados, junto a los ángeles, a dar una alabanza continua a la
Santísima Trinidad. Santo Tomás enseña que este don es consecuencia del don de
sabiduría y como su manifestación externa5.
Este
temor filial, propio de hijos que se sienten amparados por su Padre, a quien no
desean ofender, tiene dos efectos principales. El más importante, puesto que es
el único que se dio en Cristo y en la Santísima Virgen, es un respeto inmenso
por la majestad de Dios, un hondo sentido de lo sagrado y una complacencia sin
límites en su bondad de Padre. En virtud de este don las almas santas han
reconocido su nada delante de Dios. También nosotros podemos repetir con
frecuencia, reconociendo nuestra nulidad, y quizá a modo de jaculatoria,
aquello que con tanta frecuencia repetía San Josemaría Escrivá: no
valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada, ¡nada!6,
a la vez que reconocía la grandeza inconmensurable de sentirse y de ser hijo
de Dios.
Durante
la vida terrena, se da otro efecto de este don: un gran horror al pecado y, si
se tiene la desgracia de cometerlo, una vivísima contrición. Con la luz de la
fe, esclarecida por los resplandores de los demás dones, el alma comprende algo
de la trascendencia de Dios, de la distancia infinita y del abismo que abre el
pecado entre el hombre y Dios.
El don
de temor nos ilumina para entender que «en la raíz de los males morales que
dividen y desgarran la sociedad está el pecado»7.
Y el don de temor nos lleva a aborrecer también el pecado venial deliberado, a
reaccionar con energía contra los primeros síntomas de la tibieza, la dejadez o
el aburguesamiento. En determinadas ocasiones de nuestra vida quizá nos veamos
necesitados de repetir con energía, como una oración urgente: «¡No quiero
tibieza!: “confige timore tuo carnes meas!” —¡dame, Dios mío, un temor filial,
que me haga reaccionar!»8.
II. Amor
y temor. Con este bagaje hemos de hacer el camino. «Cuando el amor llega a
eliminar del todo el temor, el mismo temor se transforma en amor»9.
Es el temor del hijo que ama a su Padre con todo su ser y que no quiere
separarse de Él por nada del mundo. Entonces, el alma comprende mejor la
distancia infinita que la separa de Dios, y a la vez su condición de hijo.
Nunca como hasta ese momento ha tratado a Dios con más confianza, nunca tampoco
le ha tratado con más respeto y veneración. Cuando se pierde el temor santo de Dios,
se diluye o se pierde el sentido del pecado y entra con facilidad la tibieza en
las almas. Se pierde el sentido del poder, de la Majestad de Dios y del honor
que se le debe.
Nuestro
acercamiento al mundo sobrenatural no lo podemos llevar a cabo intentando
inútilmente eliminar la trascendencia de Dios, sino a través de esa
divinización que produce la gracia en nosotros, mediante la humildad y el amor,
que se expresa en la lucha por desterrar todo pecado de nuestra vida.
«El
primer requisito para desterrar ese mal (...), es procurar conducirse con la
disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con
sinceridad, hemos de sentir –en el corazón y en la cabeza– horror al pecado
grave. Y también ha de ser nuestra actitud, hondamente arraigada, de abominar
del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la
gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega»10.
Muchos parecen hoy haber perdido el santo temor de Dios. Olvidan quién es Dios
y quiénes somos nosotros, olvidan la Justicia divina y así se animan a seguir
adelante en sus desvaríos11.
La meditación del fin último, de los Novísimos, de aquella realidad que veremos
dentro quizá de no mucho tiempo: el encuentro definitivo con Dios, nos dispone
para que el Espíritu Santo nos conceda con más amplitud ese don que tan cerca
está del amor.
III. De
muchas formas nos dice el Señor que a nada debemos tener miedo, excepto al
pecado, que nos quita la amistad con Dios. Ante cualquier dificultad, ante el
ambiente, ante un futuro incierto... no debemos temer, debemos ser fuertes y
valerosos, como corresponde a hijos de Dios. Un cristiano no puede vivir
atemorizado, pero sí debe llevar en el corazón un santo temor de Dios, al que
por otra parte ama con locura.
A lo
largo del Evangelio, «Cristo repite varias veces: No tengáis miedo...
no temáis. Y a la vez, junto a estas llamadas a la fortaleza, resuena la
exhortación: Temed, temed más bien al que puede enviar el cuerpo y el
alma al infierno (Mt 10, 28). Somos llamados a la
fortaleza y, a la vez, al temor de Dios, y este debe ser temor de amor, temor
filial. Y solamente cuando este temor penetre en nuestros corazones, podremos
ser realmente fuertes con la fortaleza de los Apóstoles, de los mártires, de
los confesores»12.
Entre
los efectos principales que causa en el alma el temor de Dios está el
desprendimiento de las cosas creadas y una actitud interior de vigilia para
evitar las menores ocasiones de pecado. Deja en el alma una particular
sensibilidad para detectar todo aquello que puede contristar al
Espíritu Santo13.
El don
de temor se halla en la raíz de la humildad, en cuanto da al alma la conciencia
de su fragilidad y la necesidad de tener la voluntad en fiel y amorosa sumisión
a la infinita Majestad de Dios, situándonos siempre en nuestro lugar, sin
querer ocupar el lugar de Dios, sin recibir honores que son para la gloria de
Dios. Una de las manifestaciones de la soberbia es el desconocimiento del temor
de Dios.
Junto
a la humildad, tiene el don de temor de Dios una singular afinidad con la
virtud de la templanza, que lleva a usar con moderación de las cosas humanas
subordinándolas al fin sobrenatural. La raíz más frecuente del pecado se
encuentra precisamente en la búsqueda desordenada de los placeres sensibles o
de las cosas materiales, y ahí actúa este don, purificando el corazón y
conservándolo entero para Dios.
El don
de temor es por excelencia el de la lucha contra el pecado. Todos los demás
dones le ayudan en esta misión particular: las luces de los dones de
entendimiento y de sabiduría le descubren la grandeza de Dios y la verdadera
significación del pecado; las directrices prácticas del don de consejo le
mantienen en la admiración de Dios; el don de fortaleza le sostiene en una
lucha sin desfallecimientos contra el mal14.
Este
don, que fue infundido con los demás en el Bautismo, aumenta en la medida en
que somos fieles a las gracias que nos otorga el Espíritu Santo; y de modo
específico, cuando consideramos la grandeza y majestad de Dios, cuando hacemos
con profundidad el examen de conciencia, descubriendo y dando la importancia
que tiene a nuestras faltas y pecados. El santo temor de Dios nos llevará con
facilidad a la contrición, al arrepentimiento por amor filial: «amor y temor de
Dios. Son dos castillos fuertes, desde donde se da guerra al mundo y a los
demonios»15.
El
santo temor de Dios nos conducirá con suavidad a una prudente desconfianza de
nosotros mismos, a huir con rapidez de las ocasiones de pecado; y nos inclinará
a una mayor delicadeza con Dios y con todo lo que a Él se refiere. Pidamos al
Espíritu Santo que nos ayude mediante este don a reconocer sinceramente
nuestras faltas y a dolernos verdaderamente de ellas. Que nos haga reaccionar
como el salmista: ríos de lágrimas derramaron mis ojos, porque no
observaron tu ley16.
Pidámosle que, con delicadeza de alma, tengamos muy a flor de piel el sentido
del pecado.
1 Santa
Teresa, Camino de perfección, 40, 1. —
2 Cfr. M.
M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid
1983, p. 325. —
3 Eclo 25,
16. —
4 Jn 4,
18. —
5 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 45, a. 1, ad 3. —
6 Citado
por A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei,
Rialp, Madrid 1933, p. 383. —
7 Juan
Pablo II, Carta de presentación del «Instrumentum laboris» para
el VI Sínodo de Obispos, 25-I-1983. —
8 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 326. —
9 San
Gregorio de Nisa, Homilía 15. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 243. —
11 Cfr. ídem, Camino,
n. 747. —
12 Juan
Pablo II, Discurso a los nuevos cardenales, 30-VI-1979.
—
13 Ef 4,
30. —
14 Cfr. M. M. Philipon, o.
c., p. 332. —
15 Santa
Teresa, o. c., 40, 2. —
16 Sal 118,
136.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico