Francisco Fernández-Carvajal 14 de junio de 2022
@hablarcondios
—
Necesidad y frutos.
—
La oración preparatoria. Ponerse en presencia de Dios.
— La
ayuda de la Comunión de los Santos.
I. El
Evangelio de la Misa de hoy1 es
una llamada a la oración personal. Cuando oréis -nos dice
Jesús-, no seáis como los hipócritas, que son amigos de orar de pie en
las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse delante de los
hombres... Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento
y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo oculto...
El Señor, que nos da esta enseñanza acerca de la oración, la practicó en su vida en la tierra. El Santo Evangelio nos refiere las muchas veces que se retiraba Él solo para orar2. Y este mismo ejemplo lo siguieron los Apóstoles y los primeros cristianos, y después todos aquellos que han querido seguir de cerca al Maestro. «El sendero, que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso»3.
La
oración diaria nos mantiene vigilantes ante el enemigo que acecha
continuamente, nos hace firmes ante pruebas y dificultades, aprendemos en ella
a servir a los demás, es el faro de luz intensa que ilumina el camino y ayuda a
ver con claridad los obstáculos. La oración personal nos mueve a realizar mejor
el trabajo, a cumplir los deberes con la propia familia y con la sociedad, y
tiene una influencia decisiva en las relaciones con los demás. Pero, sobre
todo, nos enseña a tratar al Maestro y a crecer en el amor. «¡No dejéis de
orar! –nos aconseja el Papa Juan Pablo II–. ¡La oración es un deber, pero
también es una gran alegría, porque es un diálogo con Dios por medio de
Jesucristo!»4.
En la
oración estamos con Jesús; eso nos debe bastar. Vamos a entregarnos, a
conocerle, a aprender a amar. El modo de hacerla depende de muchas
circunstancias: del momento que pasamos, de las alegrías que hemos recibido, de
las penas... que se convierten en gozo cerca de Cristo. En muchas ocasiones
traemos a la consideración algún pasaje del Evangelio y contemplamos la
Santísima Humanidad de Jesús, y aprendemos a quererle (no se ama sino lo que se
conoce bien); examinamos otras veces si estamos santificando el trabajo, si nos
acerca a Dios; cómo es el trato con aquellas personas entre las que transcurre
nuestra vida: la familia, los amigos...; quizá al hilo de la lectura de algún
libro –como el que tienes entre las manos–, convirtiendo en tema personal aquello
que leemos, diciendo al Señor con el corazón esa jaculatoria que se nos
propone, continuando con un afecto que el Espíritu Santo ha sugerido en lo
hondo del alma, recogiendo un pequeño propósito para llevarlo a cabo en ese día
o avivando otro que habíamos formulado...
La
oración mental es una tarea que exige poner en juego, con la ayuda de la
gracia, la inteligencia y la voluntad, dispuestos a luchar decididamente contra
las distracciones, no admitiéndolas nunca voluntariamente, y poniendo empeño en
dialogar con el Señor, que es la esencia de toda oración: hablarle con el
corazón, mirarle, escuchar su voz en lo íntimo del alma. Y siempre debemos
tener la firme determinación de dedicar a Dios, a estar con Él a solas, el
tiempo que hayamos previsto, aunque sintamos gran aridez y nos parezca que no
conseguimos nada. «No importa si no se puede hacer más que permanecer de
rodillas durante este tiempo, y combatir con absoluta falta de éxito contra las
distracciones: no se está malgastando el tiempo»5.
La oración siempre es fructuosa si hay empeño por sacarla adelante, a pesar de
las distracciones y de los momentos de aridez. Nunca nos deja Jesús sin
abundantes gracias para todo el día. Él «agradece» siempre con mucha
generosidad el rato en que Le hemos acompañado.
II. Es
de particular importancia ponernos en presencia de Aquel con quien deseamos
hablar. Con frecuencia, el resto de la oración puede depender de estos primeros
minutos en los que ponemos empeño en estar cerca de Quien sabemos nos ama y
espera nuestra súplica, un acto de amor, que consideremos junto a Él un asunto
que nos preocupa..., o sencillamente que permanezcamos en su presencia
mirándole y sabiendo que nos mira. Si cuidamos con esmero, con amor, estos
primeros momentos, si nos situamos de verdad delante de Cristo, una buena parte
de la aridez y de las dificultades para hablar con Él desaparecen..., porque
eran simplemente disipación, falta de recogimiento interior.
Para
ponernos en presencia de Dios al comenzar la oración mental, debemos hacernos
algunas consideraciones, que nos ayuden a alejar de nuestra mente otras
preocupaciones. Le podemos decir a Jesús: «Señor mío y Dios mío, creo
firmemente que estás aquí, para escucharme. Está en el Tabernáculo, realmente
presente bajo las especies sacramentales, con su Cuerpo, su Sangre, Alma y
Divinidad; y está presente en nuestra alma por la gracia, siendo el motor de
nuestros pensamientos, afectos, deseos y obras sobrenaturales (...): ¡que me
ves, que me oyes!
»Enseguida
–nos sigue diciendo San Josemaría Escrivá–, el saludo, como se acostumbra a
hacer cuando conversamos con una persona en la tierra. A Dios se le saluda
adorándole: ¡te adoro con profunda reverencia! Y si a esa persona la hemos
ofendido alguna vez, si la hemos tratado mal, le pedimos perdón. Pues, a Dios
Nuestro Señor, lo mismo: te pido perdón de mis pecados, y gracia para hacer
bien, con fruto, este rato de conversación contigo. Y ya estamos haciendo oración,
ya nos encontramos en la intimidad de Dios.
»Pero,
además, ¿qué haríamos si esa persona principal, con la que queremos charlar,
tiene madre, y una madre que nos ama? ¡Iríamos a buscar su recomendación, una
palabra suya en favor nuestro! Pues a la Madre de Dios, que es también Madre
nuestra y nos quiere tanto, hemos de invocarla: ¡Madre mía Inmaculada! Y acudir
a San José, el padre nutricio de Jesús, que también puede mucho en la presencia
de Dios: ¡San José, mi Padre y Señor! Y al Ángel de la Guarda, ese príncipe del
Cielo que nos ayuda y nos protege... ¡Interceded por mí!
»Una
vez hecha la oración preparatoria, con esas presentaciones que son de rigor
entre personas bien educadas en la tierra, ya podemos hablar con Dios. ¿De qué?
De nuestras alegrías y nuestras penas, de nuestros trabajos, de nuestros deseos
y nuestros entusiasmos... ¡De todo!
»También
podemos decirle, sencillamente: Señor, aquí estoy hecho un bobo, sin saber qué
contarte... Querría hablar contigo, hacer oración, meterme en la intimidad de
tu Hijo Jesús. Sé que estoy junto a Ti, y no sé decirte dos palabras. Si
estuviera con mi madre, con aquella persona querida, les hablaría de esto y de
lo otro; contigo no se me ocurre nada.
»¡Esto
es oración (...)! Permaneced delante del Sagrario, como un perrito a los pies
de su amo, durante todo el tiempo fijado de antemano. ¡Señor, aquí estoy! ¡Me
cuesta! Me marcharía por ahí, pero aquí sigo, por amor, porque sé que me estás
viendo, que me estás escuchando, que me estás sonriendo»6.
Y
junto a Él, incluso cuando no sabemos muy bien qué decirle, nos llenamos de
paz, recuperamos las fuerzas para sacar adelante nuestros deberes, y la cruz se
torna liviana porque ya no es solo nuestra: Cristo nos ayuda a llevarla.
III.
Junto a Cristo en el Sagrario, o allí donde nos encontremos haciendo el rato de
oración mental, perseveraremos por amor, cuando estemos gozosos y cuando nos
resulte difícil y nos parezca que aprovechamos poco. Nos ayudará en muchas
ocasiones el sabernos unidos a la Iglesia orante en todas las partes del mundo.
Nuestra voz se une al clamor que, en cada momento, se dirige a Dios Padre, por
el Hijo, en el Espíritu Santo. «A la hora de la oración mental, y también
durante el día –nos continúa diciendo San Josemaría Escrivá–, recordad que
nunca estamos solos, aunque quizá materialmente nos encontremos aislados. En
nuestra vida (...) permanecemos siempre unidos a los Santos del Paraíso, a las
almas que se purifican en el Purgatorio y a todos nuestros hermanos que pelean
aún en la tierra. Además, y esto es un gran consuelo para mí, porque es una
muestra admirable de la continuidad de la Iglesia Santa, os podéis unir a la
oración de todos los cristianos de cualquier época: los que nos han precedido,
los que viven ahora, los que vendrán en los siglos futuros. Así, sintiendo esta
maravilla de la Comunión de los Santos, que es un canto inacabable de alabanza
a Dios, aunque no tengáis ganas o aunque os sintáis con dificultades –¡secos!–,
rezaréis con esfuerzo, pero con más confianza.
»Llenaos
de alegría, pensando que nuestra oración se une a la de aquellos que
convivieron con Jesucristo, a la incesante plegaria de la Iglesia triunfante,
purgante y militante, y a la de todos los cristianos que vendrán. Por tanto
(...), cuando te encuentres árido en la oración, esfuérzate y di al Señor: Dios
mío, yo no quiero que falte mi voz en este coro de alabanza permanente dirigida
a Ti y que no cesará nunca»7.
En la
diaria oración se encuentra el origen de todo progreso espiritual y una fuente
continua de alegría, si ponemos empeño y vamos decididos a estar «a solas con
quien sabemos nos ama»8.
La vida interior progresa al compás de la oración, y repercute en las acciones
de la persona, en su trabajo, en su apostolado, en su mortificación...
Acudamos
con frecuencia a Santa María para que nos enseñe a tratar a su Hijo, pues
ninguna persona en el mundo supo dirigirse a Cristo como lo hizo su Madre. Y
junto a Ella, San José, que tantas veces habló con Jesús, mientras trabajaba,
en el descanso, durante un viaje, mientras paseaban por los alrededores de
Nazaret... Después de María, José fue quien más horas pasó junto al Hijo de
Dios. Él nos enseñará a tratar al Maestro y, si se lo pedimos, nos ayudará cada
día a sacar propósitos firmes, concretos y claros que nos ayudarán a mejorar el
trabajo, a limar las asperezas del carácter, a ser más serviciales, a estar
alegres por encima de todas las contradicciones que pueden sobrevenir...
Sancte
Ioseph, ora pro eis, ora pro me! San José, ruega por ellos (aquí
podemos fijar nuestra atención en las personas concretas por las que deseamos
pedir con particular intensidad), ruega por mí.
1 Mt 6,
1-6; 16-18. —
2 Cfr. Mt 14,
23; Mc 1, 35; Lc 5, 6; etc. —
3 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 295. —
4 Juan
Pablo II, Alocución, 14-III-1979. —
5 E.
Boylan, El amor supremo, Rialp, Madrid 1954, vol. II, p.
141. —
6 San
Josemaría Escrivá, Registro Histórico del Fundador, 20165,
p. 1410. —
7 Ibídem,
20165, p. 1411. —
8 Santa
Teresa, Vida, 8, 2.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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