Francisco Fernández-Carvajal 06 de junio de 2022
@hablarcondios
— La
tibieza.
— La
verdadera piedad, los sentimientos y la aridez espiritual.
—
Hemos de ser sal de la tierra. Necesidad de la vida interior.
I. El
Señor dice a sus discípulos que son la sal de la tierra1; realizan
en el mundo lo que la sal en los alimentos: los preserva de la corrupción y los
hace agradables y sabrosos al paladar. Pero la sal se puede desvirtuar o
corromper. Entonces es un estorbo. Es, junto al pecado, lo más triste que le
puede ocurrir a un cristiano: estar para dar luz a muchos y ser oscuridad; ser
un indicador del camino y estar tirado en el suelo; estar puesto para ser
fortaleza de muchos y no tener sino debilidad.
La tibieza es una enfermedad del alma que afecta a la inteligencia y a la voluntad, y deja al cristiano sin fuerza apostólica y con una interioridad triste y empobrecida. Comienza esta enfermedad por una voluntad debilitada, a causa de frecuentes faltas y dejaciones culpables; entonces, la inteligencia no ve con claridad a Cristo en el horizonte de su vida: queda lejano por tanto descuido en detalles de amor. La vida interior va sufriendo un cambio profundo: no tiene ya como centro a Jesucristo; las prácticas de piedad quedan vacías de contenido, sin alma y sin amor. Se hacen por rutina o costumbre, no por amor.
En
este estado se pierde la prontitud y la alegría en lo que a Dios se refiere,
que son características de un alma enamorada. Un cristiano tibio «está de
vuelta», es un «alma cansada» en el empeño por mejorar; Cristo está desdibujado
en el horizonte de su vida. El alma ve al Señor, en todo caso, como una figura
lejana, inconcreta, de rasgos poco definidos, quizá indiferente; y ya no
realiza las afirmaciones de generosidad de otros tiempos: se conforma con menos2.
Santo
Tomás señala como característico de este estado «una cierta tristeza, por la
que el hombre se vuelve tardo para realizar actos espirituales a causa del
esfuerzo que comportan»3.
Las normas de piedad y de devoción son más una carga mal soportada que un motor
que empuja y ayuda a vencer las dificultades.
Son
muchos los cristianos sumidos en la tibieza, existe mucha sal
desvirtuada. Pensemos hoy en la oración si caminamos nosotros con la
firmeza que Jesús nos pide, si cuidamos la oración como el tesoro que permite
que la vida interior no se pare, si alimentamos nuestro amor. Pensemos si, ante
las flaquezas y faltas de correspondencia a la gracia, nacen con prontitud los
actos de contrición que reparan la brecha que había abierto el enemigo.
II. No
se puede confundir el estado del alma tibia con la aridez en los actos de
piedad producida a veces por el cansancio o la enfermedad, o por la pérdida del
entusiasmo sensible. En estos casos, a pesar de la sequedad, la voluntad está
firme en el bien. El alma sabe que se encamina directamente a Cristo, aunque
esté pasando por un pedregal en el que no encuentra una sola fuente y las
piedras dañan sus piernas. Pero sabe dónde está la cima, y se dirige
derechamente allí, a pesar del cansancio y de la sed y del mal terreno que
pisa.
En
la aridez, aunque el alma no tenga ningún sentimiento y parezca
trabajoso el trato con Dios, permanece la verdadera devoción, que Santo Tomás
de Aquino define como la «voluntad decidida para entregarse a todo lo que
pertenece al servicio de Dios»4.
Esta «voluntad decidida» se vuelve débil en el estado de tibieza: tengo
contra ti –dice el Señor– que has perdido el fervor de la
primera caridad5,
que has aflojado, que ya no me quieres como antes. La persona que mantiene con
empeño la oración aun en época de aridez, de falta de sentimientos, se
encuentra quizá como quien saca agua de un pozo, cubo a cubo: una jaculatoria y
otra, un acto de desagravio... Es trabajoso y cuesta esfuerzo, pero saca agua.
En la tibieza, por el contrario, la imaginación anda suelta, no se rechazan con
empeño las distracciones voluntarias y prácticamente se abandona la oración con
la excusa de que no se saca fruto de ella. Sin embargo, el verdadero trato con
Dios, aun con aridez, si así el Señor lo permite, siempre está
lleno de frutos, en cualquier circunstancia, si existe una voluntad recta y
decidida de estar con Él.
Hemos
de recordar ahora, en la presencia de Dios, que la verdadera piedad no es
cuestión de sentimiento, aunque los afectos sensibles son buenos y pueden ser
de gran ayuda en la oración, y en toda la vida interior, porque son parte
importante de la naturaleza humana, tal como Dios la creó. Pero no deben ocupar
el primer lugar en la piedad; no son la parte principal de nuestras relaciones
con el Señor. El sentimiento es ayuda y nada más, porque la esencia de la
piedad no es el sentimiento, sino la voluntad decidida de servir a Dios, con
independencia de los estados del ánimo, ¡tan cambiante!, y de cualquier otra
circunstancia. En la piedad no debemos dejarnos llevar por el sentimiento sino
por la inteligencia, iluminada y ayudada por la fe. «Guiarme por el sentimiento
es dar la dirección de la casa al criado y hacer abdicar al dueño. No es malo
el sentimiento, sino la importancia que se le señala...»6.
La
tibieza es estéril, la sal desvirtuada no vale sino para tirarla fuera
y que la pisotee la gente7.
Por el contrario, la aridez puede ser señal positiva de que el
Señor desea purificar a ese alma.
III. Los
hombres podemos ser causa de alegría o de tristeza, luz u oscuridad, fuente de
paz o de inquietud, fermento que esponja o peso muerto que retrasa el camino de
otros. Nuestro paso por la tierra no es indiferente: ayudamos a otros a encontrar
a Cristo o los separamos de Él; enriquecemos o empobrecemos. Y nos encontramos
a tantos amigos, compañeros de profesión, familiares, vecinos..., que parecen
ir como ciegos detrás de los bienes materiales, que los alejan del verdadero
Bien, Jesucristo. Van como perdidos. Y para que el guía de ciegos no sea
también ciego8 no basta saber de oídas, por referencias; para ayudar a
quienes tratamos no basta un vago y superficial conocimiento del camino. Es
necesario andarlo, conocer los obstáculos... Es preciso tener vida interior,
trato personal diario con Jesús, ir conociendo cada vez con más profundidad su
doctrina, luchar con empeño por superar los propios defectos. El apostolado
nace de un gran amor a Cristo.
Los
primeros cristianos fueron verdadera sal de la tierra, y
preservaron de la corrupción a personas e instituciones, a la sociedad entera.
¿Qué ha ocurrido en muchas naciones para que los cristianos den esa triste
impresión de incapacidad para frenar la ola de corrupción que irrumpe contra la
familia, la escuela, las instituciones...? Porque la fe sigue siendo la misma.
Y Cristo vive entre nosotros como antes, y su poder sigue siendo infinito,
divino. «Solo la tibieza de tantos miles, millones de cristianos, explica que
podamos ofrecer al mundo el espectáculo de una cristiandad que consiente en su
propio seno que se propale todo tipo de herejías y barbaridades. La tibieza
quita la fuerza y la fortaleza de la fe y es amiga, en lo personal y lo
colectivo, de las componendas y de los caminos cómodos»9.
Existen muchas realidades, en el terreno personal y en el público, que se hacen
difíciles de explicar si no tenemos en cuenta que la fe se ha dormido en muchos
que tenían que estar bien despiertos, vigilantes y atentos; y el amor se ha
apagado en tantos y tantos. En muchos ambientes, lo «normal cristiano» es lo
tibio y mediocre. En los primeros cristianos lo «normal» era lo «heroico de
cada día» y, cuando se presentaba, el martirio: la entrega de la propia vida en
defensa de su fe.
Cuando
el amor se enfría y la fe se adormece, la sal se desvirtúa y ya no sirve para
nada, es un verdadero estorbo. ¡Qué pena si un cristiano fuera un estorbo! La
tibieza es con frecuencia la causa de la ineficacia apostólica, pues entonces
lo poco que se realiza se convierte en una tarea sin garbo humano ni
sobrenatural, sin espíritu de sacrificio. Una fe apagada y con poco amor ni
convence ni encuentra la palabra oportuna que arrastra a los demás a un trato
más profundo e íntimo con Cristo.
Pidamos
fervientemente al Señor esa fuerza para reaccionar. Seremos sal de la
tierra si mantenemos diariamente un trato personal con el Señor, si
nos acercamos cada vez con más fe y amor a la Sagrada Eucaristía. El amor ha
sido, y es, el motor de la vida de los santos. Es la razón de ser de toda vida
entregada a Dios. El amor da alas para superar cualquier obstáculo personal o
del ambiente. El amor nos hace inconmovibles ante las contrariedades. La
tibieza se detiene ante la más pequeña dificultad (una carta que debemos
escribir, una llamada, una visita, una conversación, la carencia de algunos
medios...): hace una montaña de un grano de arena. El amor de Dios, por el
contrario, hace un grano de arena de una montaña, transforma el alma, le da
nuevas luces y le abre horizontes nuevos, la hace capaz de más altos empeños y
de capacidades desconocidas. El amor no regatea esfuerzos, ni le falta la
alegría al llevarlos a cabo.
Al
terminar nuestra meditación, acudamos confiadamente a la Santísima Virgen,
modelo perfecto de la correspondencia amorosa a la vocación cristiana, para que
aparte eficazmente de nuestra alma toda sombra de tibieza. Y le pedimos también
a los Ángeles Custodios que nos hagan ser diligentes en el servicio de Dios.
1 Mt 5,
13. —
2 Cfr. F.
Fernández Carvajal, La tibieza, Palabra, 12ª ed., Madrid
2001, —
3 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 63, a. 2. —
4 Santo
Tomás, o. c., 2-2, q. 82, a. 1. —
5 Apoc 2,
4. —
6 J.
Tissot, La vida interior, p. 100. —
7 Mt 5,
13. —
8 Cfr. Mt 15,
14. —
9 P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, p. 142.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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