Humberto García Larralde 07 de enero de 2023
El año
que comienza encierra un formidable desafío para los venezolanos demócratas:
construir una fuerza política lo suficientemente amplia, incluyente y enraizada
en las aspiraciones de las amplias mayorías que asegure su confianza, requisito
para forjar una victoria electoral en 2024, y poner así fin a lo que ha sido,
sin duda, el peor gobierno de Venezuela desde que los proventos del petróleo
permitieron la consolidación del Estado nacional.
Elemento importante habrá de ser, desde luego, la culminación exitosa del proceso de primarias entre las fuerzas opositoras para escoger un candidato unitario que pueda encarnar las esperanzas de esas mayorías. Habrá de resultar, necesariamente, de una conducción certera del liderazgo político, capaz de capitalizar las ventajas inherentes a la propuesta de cambio y reducir las vulnerabilidades que ha permitido a la dictadura prolongar su poder.
Lamentablemente,
el año arranca con mal pie. Una representación mayoritaria de la Asamblea
Nacional electa en 2015, conformada por los partidos AD, Primero Justicia y Un
Nuevo Tiempo, acordó cesar la Presidencia Interina (PI), obviando la
importancia de conservar la legitimidad constitucional frente al régimen de
facto. Al violentar el ordenamiento de nuestra Carta Magna, éste se convirtió
en dictadura.
Recuperar
la democracia implica, por tanto, apelar a la Constitución para rescatar las
instituciones que fundamentan los derechos que le dan contenido. Dado el fraude
electoral de 2018, la fórmula residió, como sabemos, en su artículo 233.
Establece el nombramiento provisional del presidente de la Asamblea Nacional en
ese cargo ante la inexistencia de un presidente (legítimo).
Por
tanto, como han reiterado meritorios juristas, el interinato que recayó en Juan
Guaidó no deriva de las atribuciones de la Asamblea Nacional, sino de la
Constitución. No corresponde a aquella cesarlo si aún persisten las condiciones
que le dieron origen. Es inconsistente, además, que una Asamblea que argumenta
legitimidad en términos similares al de la PI –alegando que la elección de la
Asamblea madurista no fue válida (constitucionalmente)— ignore tal
fundamentación cuando se trata de deshacerse de la PI. Peor aún, en su decisión
crea un Consejo de Administración y Protección de Activos que pretende
arrogarse potestades de resguardo y ejecución de activos nacionales mantenidos
en el extranjero, propias del poder Ejecutivo. Al quebrantar el
precepto básico de la división y autonomía de poderes, viola de nuevo la
Constitución. ¿Ante quién rendirá cuentas este consejo, quién lo
controlará?
Para
superar de manera expedita el problema del deterioro percibido en la legitimidad
política de Guaidó en la PI, los tres partidos deciden acabar con uno
de los elementos decisivos que deben distinguir la opción opositora ante el
gobierno de facto de Maduro: su legitimidad constitucional. No
pretenden estas líneas hacer un balance del interinato. Coincido, con muchos,
en que se cometieron graves errores que terminaron atrincherando más a Maduro.
En retrospectiva, es relativamente fácil señalarlos.
Está
el caso del pretendido alzamiento del 30 de abril de 2019 sin contar con las
condiciones que asegurasen su éxito. Se entiende que una acción de esta
naturaleza no puede someterse a la consulta democrática, ¿Pero fue una decisión
exclusivamente personal? Porque es también fácil olvidarse, interesadamente,
del entusiasmo y apoyo que, en sus comienzos, suscitaron muchas de las posturas
asumidas desde la PI. Al asumirse como poder legislativo legítimo, la Asamblea
electa en 2015 debía haber evaluado y controlado la acción de la PI para
reducir su vulnerabilidad ante el asedio antidemocrático. Por ejemplo, los
señalamientos en torno a la gestión de Monómeros –nunca bien aclarados–, no dio
lugar a medidas. Se evidencia, por ende, que la pérdida de legitimidad política
se extiende a la oposición en general.
Repito,
es fácil, en retrospectiva, señalar yerros, más cuando se comenta desde la
distancia. Pero ello no impide exigir un mínimo de consistencia cuando se tome
una decisión de trascendencia política, como la tomada por los tres partidos en
cuestión, en vez de echarle todo el muerto a Juan Guaidó.
Si la
Asamblea electa en 2015 se considera legítima, es porque reclama el derecho a
asumir las responsabilidades que conciernen al poder legislativo, a pesar del
desconocimiento del gobierno de facto. Entre éstas estaría designar un nuevo
presidente (de la Asamblea) y, por tanto, a quien le toca ejercer la PI, o
fijar límites claros a su gestión, sujetos a la rendición adecuada de cuentas.
La caída en la aceptación popular de todas las fuerzas opositoras, no obstante,
el hecho de que la inmensa mayoría sigue rechazando al gobierno de facto, es
señal clara de que comparten la pérdida de legitimidad política. Se perciben
incapaces de conectarse con las aspiraciones y problemas reales de la gente.
Inspiran poca confianza. Y menos ahora cuando su incapacidad de procesar
diferencias políticas en su seno sin desestimar el orden constitucional, dejan
entrever la prevalencia de intereses subalternos.
Las
fuerzas democráticas enfrentan a un régimen que abdicó de su legitimidad al
conculcar, con la complicidad de un tsj írrito, las potestades del Poder
Legislativo electo en 2015 y al pretender perpetuarse con procesos electorales
amañados que niegan la alternabilidad. Este atropello a la institucionalidad
democrática fue acompañado de un despliegue de acciones represivas ante la
protesta ciudadana, con saldo de muertes, torturas y persecuciones. Este
irrespeto abierto a los derechos humanos ahondó aún más su ilegitimidad, ahora
también en términos éticos y de justicia.
Finalmente,
la ausencia de contrapesos y la anuencia de un poder judicial cómplice les
allanó el camino a muchos «revolucionarios» para entrarle a saco a las arcas
públicas, destruyendo los servicios básicos a la población y condenando a las
mayorías a niveles de miseria impensadas en un país con los recursos petroleros
de Venezuela. La «tapa del frasco» dictatorial ha sido al atropello o cierre de
medios de comunicación independientes, más de 100 radiodifusoras en los últimos
meses.
La
violación abierta del orden constitucional por parte del régimen de facto de
Maduro ha provocado su rechazo por parte de gobiernos democráticos de Europa y
América. Ello se ha concretado, entre otras cosas, en sanciones a quienes han
sido señalados como violadores de derechos humanos y de atentar contra la
democracia, o de estar incursos en lavados de dinero o tráfico de drogas. Pero
también en negarle a la actual gestión de Maduro, en atención a su ilegitimidad,
el manejo de recursos de la nación ubicados en algunos de esos países. La
legitimidad constitucional de una representación nacional alterna, la de la PI,
ha sido factor tomado en cuenta para esta determinación.
Es
obvio que los países desarrollados tienen sus propios intereses, pero también
–al menos entre las democracias más importantes—que la defensa de valores y
principios liberales de convivencia y respeto a los derechos humanos
constituyen un activo que aprecian, pues aumenta su ascendencia (softpower)
ante aquellas naciones que buscan, de ellas, liderazgo e inspiración. No
siempre logran conciliar ambos aspectos, pero en el caso venezolano, el apego a
la Constitución por parte de las fuerzas democráticas les facilitó asumir una
postura consistente con la defensa de los activos de nuestra nación en el
exterior ante la voracidad de los apetitos expoliadores de quienes controlan el
poder. Limó en algo el alcance de la acusación de injerencia parcializada proferida
por parte de regímenes dictatoriales amigos de Maduro.
Ahora
que las circunstancias internacionales se han alterado por la invasión rusa a
Ucrania y por la amenaza percibida por algunos en el empoderamiento de China,
cabe preguntarse si, ante los avatares de la lucha democrática en un país de
menor importancia, seguirán prevaleciendo decisiones que amparen los bienes
nacionales de la voracidad chavo-madurista o se impondrán cambios en razón de
otros intereses estratégicos en EE.UU. y la UE. Estamos hablando de Citgo, del
oro de las reservas venezolanas custodiado por el Banco de Inglaterra y de
otros activos.
No
ayuda en nada reclamar soberanía sobre estos activos a partir de un
ente que consume la violación del ordenamiento constitucional, como es
el Consejo de Administración y Protección de Activos. Tampoco la
pretensión de superar las incomodidades e insuficiencias de una PI poco presta
a una gestión consensuada, recurriendo a procedimientos reminiscentes de la
politiquería que tanto daño causó a nuestra democracia en el pasado. ¿Así se
construye la unidad que desplazar al fascismo?
Humberto
García Larralde
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