PEDRO BENÍTEZ 03 de marzo de 2024
El 25
de febrero de 1990 ocurrieron las primeras elecciones más o menos libres que ha
habido en la historia de Nicaragua. Violeta Barrios de Chamorro, candidata de
la Unión Nacional Opositora (UNO), una coalición de 14 partidos, derrotó contra
todo pronóstico a Daniel Ortega, aspirante a la reelección presidencial y
abanderado del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
Luego de la revolución de 1979 que culminó con el derrocamiento de Anastasio Somoza, y después de haber sobrevivido a la guerra civil y al asedio de la administración Reagan durante los años ochenta, que había de hecho de ese país uno de los dos campos de batalla en la etapa final de la Guerra Fría, los sandinistas estaban convencidos de que ganarían esa elección. Las encuestas, así como el multitudinario cierre de campaña del Frente, que congregó alrededor de medio millón de personas, validaban aquel convencimiento. El Congreso de Estados Unidos había cerrado el financiamiento a la Contra en 1986, pero Nicaragua perdió el respaldo económico y militar que, por medio de Cuba, recibía de la Unión Soviético. Por eso, el gobierno sandinista permitió esa elección.
Sin
embargo, ocurrieron dos sorpresas. El FSLN perdió los comicios y Daniel Ortega
reconoció públicamente la derrota. A partir de allí se inició un complicado
proceso de negociación en el que el entonces presidente venezolano, Carlos
Andrés Pérez, cumplió un papel muy importante al persuadir a Violeta Chamorro
de llegar a un arreglo con los sandinistas. Para asegurar el traspaso de
gobierno se firmó el Protocolo de Transición que, entre otras cosas,
contemplaba ratificar como comandante del Ejército a Humberto Ortega, hermano
de Daniel.
Los
planes de Daniel Ortega
En ese
momento dentro del Frente Sandinista se pensó que lo lógica debía ser la
democratización del movimiento. Era la tesis de Sergio Ramírez, entonces
vicepresidente de Ortega (hoy en el exilio). Que girara hacia la
socialdemocracia, siguiendo los ejemplos que por aquellos días daban los ex
partidos comunistas de Europa oriental, y se transformara en una alternativa
claramente democrática para Nicaragua. Pero Daniel Ortega tenía otros planes.
Con el
respaldo financiero del líder libio Muamar Gadafi se las arregló para mantener
el control absoluto sobre el aparato político del FSLN, a pesar de ser
derrotado en tres elecciones presidenciales sucesivas (1990, 1996 y 2001). Con
ese dinero construyó su propia clientela política y apartó a todos los rivales
y críticos internos. Primero impuso su dictadura personal en el sandinismo que,
pese a todo, seguía siendo una referencia histórica para los nicaragüenses y la
primera organización política de ese país.
Eso le
permitió ser un fuerte aspirante presidencial. Durante los 16 años que estuvo
en la oposición, Ortega impidió cualquier tipo de renovación y purgó a todo el
que no le fuera absolutamente leal. El Frente no se democratizó internamente ni
se renovó ideológicamente. Todo contrario, involucionó hacia el cuestionado
estilo de los caudillismos latinoamericanos; sus cambios fueron guiados por el
más puro pragmatismo y con una fuerte carga populista.
Todo
el objetivo del FSLN era una solo: que Daniel volviera a ser presidente. Una
vez que eso se logró continuó el pragmatismo.
El
pragmatismo de Ortega en Nicaragua
Desde
que retornó al poder, en enero de 2007, no ha tocado los fundamentos económicos
instaurados en Nicaragua desde 1990. Todo lo contrario, ha sido el gobernante
que más se ha beneficiado de ello. Pese a haber sido un feroz crítico del
tratado de libre comercio que el gobierno que le antecedió firmó en 2006 con
Estados Unidos (el viejo enemigo), no ha hecho nada para revertirlo. Tampoco ha
prohibido la libre circulación de dólares. Se cuidó de mantener muy buenas
relaciones con el sector empresarial, que en la etapa previa a 1990 lo
enfrentó. Si en su primera etapa de gobierno (1979-1990) el modelo económico
fue la Cuba socialista, en esta segunda han sido Vietnam, China y Rusia.
Ese
pragmatismo, combinado con el auge económico latinoamericano de la segunda
década del siglo que corre, así como el subsidio petrolero venezolano le dieron
una nueva popularidad.
Al
apoyo financiero de Gadafi se sumó el del ex presidente venezolano Hugo Chávez
a través de Petrocaribe, una vez que Ortega consiguió regresar al poder por la
vía electoral.
El
ensayista y exembajador de Nicaragua en España en el primer gobierno sandinista
de los años ochenta, Edmundo Jarquín, señala en el libro El régimen de
Ortega (octubre de 2016) cómo este y sus allegados inmediatos hicieron
uso del petróleo venezolano para: “constituirse en un poderoso grupo
empresarial, probablemente el que maneja mayor liquidez en Centroamérica (…)
Una consecuencia inmediata ha sido (…) la compra de numerosos medios de
comunicación al extremo que sobreviven muy escasos medios independientes”.
Poder
económico discrecional
En
otro capítulo de ese mismo texto, el economista y diputado opositor a la
Asamblea Nacional nicaragüense, Enrique Sáenz explica que el primer acto de
gobierno de Daniel Ortega fue incorporar a Nicaragua a la Alianza Bolivariana
para las Américas (ALBA) y a Petrocaribe. En el marco de esos acuerdos PDVSA se
comprometía a cubrir todas las necesidades de combustible del país a precios
subsidiados. Para la aplicación del convenio se optó por una curiosa modalidad:
la estatal venezolana mediante transacción privada entregaba el 50% de ese
suministro petrolero a la Caja Rural Nacional (Caruna), una cooperativa
controlada por el Frente Sandinista. Esto le otorgó a Ortega un poder económico
discrecional inmenso para financiar sus políticas sociales y su maquinaria
electoral. Los petrodólares venezolanos le permitieron crear una red de
clientelismo político, mientras manejaba la economía con prudencia y en
cooperación con los empresarios privados.
Observara
el amable lector esta ironía del destino. Con dinero venezolano se contribuyó a
la transición a la democracia de Nicaragua y con (mucho más) dinero venezolano
se contribuyó a imponerle una dictadura.
Ex
dirigentes históricos del sandinismo tienen años alertando sobre la deriva
autoritaria de su antiguo compañero de causa. Ortega, secundado por su esposa
Rosario Murillo, no ha impuesto un régimen revolucionario como en Cuba; se ha
inspirado en el modelo político chavista.
Similitudes
De
hecho, la respuesta que le dio a las protestas estudiantiles de 2018 fue una
copia calcada del manejo que el gobierno de Nicolás Maduro les dio a las
manifestaciones que en Venezuela se efectuaron en su contra en 2014 y 2017.
Violencia policial, ataques de bandas paramilitares, caos y terror, con el
relato oficial criminalizando la protesta cívica y la asistencia mediática de
Telesur y el canal ruso RT. El resultado fueron 127 asesinatos por la represión
en dos meses y seis días, en un país 6,8 millones de habitantes.
En
Venezuela en 2017 ocurrieron 129 asesinatos en 4 meses, en un contexto de 30
millones de habitantes. Proporcionalmente la represión de Ortega fue
mayor. El estado de terror que creó fue de tal magnitud que provocó una crisis
migratoria hacia Costa Rica.
En los
dos casos, los aparatos de comunicación oficiales describieron los sucesos como
un conflicto entre dos facciones producto de la polarización política y no del
terrorismo de Estado contra manifestantes desarmados. Incluso, repitiendo la
coartada del supuesto “golpe suave”. Pero esa cruda y brutal represión contra
una movilización ciudadana desarmada no lo sacó del poder. Luego de tres
reelecciones presidenciales sucesivas por medio de cuestionables maniobras
institucionales, Ortega consideró que ese era el momento crítico para
consolidar su continuidad quebrando la voluntad de lucha de la población por
medio del cansancio y la represión.
Las
similitudes (que no son casuales) no se quedan allí. Previamente,
mediante un pacto corrupto con el expresidente Arnoldo Alemán, Daniel Ortega
reformó las normas electorales, le puso la mano al Tribunal Supremo y con ese
control institucional impidió que el Partido Conservador y el Movimiento de
Renovación Sandinista participaran en las elecciones de 2008 (los judicializó).
Luego abolió el artículo 147 de la Constitución que prohibía la reelección
presidencial e intervino al principal partido opositor, el Liberal
Independiente (PLI), desplazando a su líder y, de paso, destituyendo del
legislativo a sus 16 diputados.
Max Jerez:
“En Nicaragua hay una dictadura”
El 21
de diciembre de 2020 hizo aprobar en la Asamblea Nacional la “Ley de defensa de
los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación
para la paz” que impedía a los acusados de promover protestas sociales, o de
solicitar sanciones internacionales contra su gobierno, la participación en las
elecciones generales de noviembre de 2021. Los nicaragüenses la llaman “Ley
1055” o, simplemente, “Ley Guillotina”. Todo opositor considerado “golpista” o
“traidor a la patria” queda inhabilitado de optar a cualquier cargo de
elección popular. ¿Quién determina eso? Por supuesto, Daniel Ortega.
En
resumen, oponerse a su régimen es ilegal. Se considera como un acto de traición
a la patria. Ese año también hizo aprobar la prisión perpetua por “crímenes de
odio”, un ataque directo a la libertad de expresión.
No
obstante, ese cuadro, la oposición se mostraba decidida a aceptar el reto de
esas elecciones teniendo todas las instituciones en contra. En una entrevista a
Alnavio el dirigente estudiantil Max Jerez lo dejaba claro: “En Nicaragua hay
una dictadura, pero la única manera de que esto cambie es organizarnos y
participar en el proceso electoral”. El 17 de febrero de 2021 los cuatro
principales aspirantes opositores a la presidencia firmaron un acuerdo para
someterse a un proceso de elección primaria, respetar los resultados y apoyar
al ganador, con el objetivo de enfrentar unidos a Ortega.
Ortega
cierra el camino electoral de los opositores
Pero
Ortega no les dio chance efectuar esa consulta ciudadana; arrestó a siete
precandidatos presidenciales e inhabilitó a otros once. La primera detenida fue
la hija de la ex presidenta Violeta Barrios de Chamorro, favorita en las
encuestas; la acusó de lavado de dinero. En el lote de presos políticos también
cayeron algunos antiguos aliados: el presidente del Consejo Superior de la
Empresa Privada, José Adán Aguerri, el presidente ejecutivo del grupo
financiero centroamericano Banpro, Luis Rivas Anduray, uno de los empresarios
más importantes de Centroamérica.
Dora
María Téllez, la única mujer que participó del asalto al Palacio Nacional en
Managua en 1978 en la época de la lucha armada contra Somoza, la recluyeron 605
días en el penal de El Chipote. En junio de 2021 aparecieron unas declaraciones
suyas en el diario La Jornada de México; al día siguiente 60 policías entraron
a su casa, le propinaron varios golpes y se la llevaron detenida. Hugo Torres,
ex guerrillero sandinista, fue el primer preso político que falleció en manos
de la Policía Nacional de su antiguo compañero de causa.
La
represión no se detuvo luego del cuestionado proceso electoral. Siguió siendo
implacable, afectando a todos los sectores. Empresarios, líderes campesinos,
periodistas, ex candidatos presidenciales, activistas estudiantiles, religiosos
e históricos militantes sandinistas. El obispo Rolando Álvarez fue detenido
violentamente en la sede de la diócesis de Matagalpa en agosto de 2022; como se
negó al ostracismo lo tuvieron un año en aislamiento en la cárcel La Modelo. En
todos los casos se aplicó una nueva modalidad: juicios exprés por medio de
videoconferencias en la que al acusado se le niega la posibilidad de tener
abogado defensor.
No
pasa una semana sin que los medios centroamericanos no informen acerca de
alguna nueva detención arbitraria.
Represión
que no se detiene en Nicaragua
El
gobierno de Ortega ordenó el año pasado el cierre y confiscación de bienes de
la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua, acusándola de funcionar como
“un centro de terrorismo”. Ella se suma al cierre de la Academia de Ciencias de
Nicaragua y a la cancelación de la personería jurídica de 29 universidades
privadas desde 2021. Las comunidades indígenas de la Costa Caribe nicaragüense
han denunciado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el
cierre de sus emisoras de radio por parte del Gobierno y de ataques de grupos
armados. El partido indígena Yatama fue despojado de su personalidad
jurídica y dos de sus diputados detenidos. Una vez puesta en marcha, la
maquinaria represiva no se detiene.
El
orteguismo ha intentado imponer un cerco que impida el ingreso de periodistas
extranjeros que reporten la situación del país, aunque no siempre con éxito.
Según un reportaje de la televisión australiana, en estos
momentos prácticamente todos los periodistas nicaragüenses se encuentran en la
cárcel o en el exilio.
Superándose
a si mismo Ortega hizo algo de lo que no tenemos antecedentes, en febrero de
2023 sacó de sus cárceles a 222 de los 245 presos políticos, los reunió a todos
en el aeropuerto de Managua y allí los embarcó en un avión Boeing rumbo a la
ciudad de Washington. En el viaje despojó a todos de su nacionalidad.
Nicolás
Maduro es Daniel Ortega
Luego
de este recuento, es pertinente apuntar dos cuestiones; por un lado, Ortega ha
contado a lo largo de todos estos años con una importante base de apoyo social,
alrededor del 40% histórico del sandinismo que lo tiene como su caudillo
indiscutible; por el otro, con el consentimiento de los empresarios privados
que prefirieron ignorar su deriva autoritaria a cambio de la estabilidad
económica. A la larga, todo el mundo, como se habrá podido apreciar, ha sido
victima de la naturaleza del régimen. Justos y pecadores por igual.
Toda
la estrategia de Daniel Ortega se resume en una frase que Tomás Borge, ex
comandante del FSLN, le dijo a Telesur en julio de 2009, y que Jarquín recoge
en el libro que hemos citado más arriba:
“Todo
puede pasar aquí menos que el Frente Sandinista pierda el poder…Yo le decía a
Daniel: hombre podemos pagar cualquier precio, digan lo que digan…hagamos lo
que tengamos que hacer…el precio más elevado es perder el poder”.
Ese es
el escenario Nicaragua. El ejercicio de una dictadura feroz, desaforadamente
depredadora de todos los recursos nacionales, dedicada a una represión
sistemática, donde no hay otra cosa que ofrecer que no sea el miedo. Eso sí, ni
el PSUV es el Frente Sandinista, ni Nicolás Maduro es Daniel Ortega.
PEDRO
BENÍTEZ
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