SOLEDAD MORILLO BELLOSO viernes 22 de noviembre de 2013
Cuando todo se derrumbe,
redactores y jefes no busquen escudarse tras el "a mí me lo dijo..."
Hace algunos años escribía para la
reputada revista norteamericana The New Republican un joven
periodista cuyos textos, maravillosamente escritos, causaban sensación y de
alguna manera se convirtieron en ejemplo de la disciplina. Para esa revista,
Stephen Class escribió unas cien notas sobre temas de impacto. Lo llamaban
"el monitor" pues observaba la escena y descubría asuntos que
parecían no estar en la agenda y que a la postre acababan teniendo enorme
relevancia.
Class escribía con estilo propio; su pluma cautivaba al lector, sus notas hacían que la gente se forjara una opinión sobre el tópico que trataba. Pero una nota sobre un tema del "hackerismo" despertó la rabia del editor de una revista digital, quien le reclamó a su jefe de información el no haber cubierto esa noticia. El periodista se sorprendió ante el regaño y procedió a revisar en detalle el texto de su colega. Revisar significó averiguar cada dato mencionado, cada organización o persona citada. Para su asombró encontró que los datos eran inexactos, que los encuentros a los cuales aludía no habían ocurrido, que las fuentes citadas no existían. Todo era una gigantesca pero muy creíble mentira, una fabricación, un montaje. Así se destapó uno de los más lamentables escándalos del mundo periodístico cuando finalmente se supo que Class llevaba años inventando casi todo lo que escribía. Es decir, había defraudado a la revista, al periodismo y a sus lectores. Terminó, como es de imaginarse, botado a patadas y nunca pudo volver a ejercer el periodismo. Su caso, que se estudia hoy en las aulas y del cual se produjo una película -si la memoria no me falla se titula El fabulista-, se conoce hoy como el Síndrome Class.
Class escribía con estilo propio; su pluma cautivaba al lector, sus notas hacían que la gente se forjara una opinión sobre el tópico que trataba. Pero una nota sobre un tema del "hackerismo" despertó la rabia del editor de una revista digital, quien le reclamó a su jefe de información el no haber cubierto esa noticia. El periodista se sorprendió ante el regaño y procedió a revisar en detalle el texto de su colega. Revisar significó averiguar cada dato mencionado, cada organización o persona citada. Para su asombró encontró que los datos eran inexactos, que los encuentros a los cuales aludía no habían ocurrido, que las fuentes citadas no existían. Todo era una gigantesca pero muy creíble mentira, una fabricación, un montaje. Así se destapó uno de los más lamentables escándalos del mundo periodístico cuando finalmente se supo que Class llevaba años inventando casi todo lo que escribía. Es decir, había defraudado a la revista, al periodismo y a sus lectores. Terminó, como es de imaginarse, botado a patadas y nunca pudo volver a ejercer el periodismo. Su caso, que se estudia hoy en las aulas y del cual se produjo una película -si la memoria no me falla se titula El fabulista-, se conoce hoy como el Síndrome Class.
Los cientos de medios que conforman eso que llaman el Sistema Nacional de Medios Públicos, totalmente oficialista y cuyo multimillonario presupuesto pagamos los venezolanos, están fundamentalmente habitados por gente que pareciera padecer el síndrome Class. Uno los escucha o lee y sorprende cómo su información, además de descaradamente parcializada y carente de la más mínima objetividad, está plagada de informaciones falsas, datos que no pueden ser contrastados y cuyas fuentes o son cuestionables o simplemente no existen. Eso -es bueno que lo sepan ellos, sus jefes y sus lectores- es un delito y una violación a las más elementales normas éticas del ejercicio del periodismo. Lo digo para que mañana, cuando todo esto se derrumbe y se produzca el destape, no pretendan escudarse estos redactores y jefes de información tras el "es que a mí me lo dijo Fulano y yo lo creí". La responsabilidad de un periodista es personalísima. Harán bien entonces en entender que el periodismo serio no es la simple repetición cual loritos amaestrados de lo que declara un vocero, por muy encumbrada que sea su posición. Que algo sea dicho por un funcionario no lo convierte en dogma de fe y por seguro requiere confirmación, por cierto las tres veces que la sana práctica profesional aconseja. Al fin y al cabo el único compromiso de un periodista es con la búsqueda de la verdad.
Tomado de: http://www.eluniversal.com/opinion/131122/el-sindrome-class
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