MARIO VARGAS LLOSA 17 NOV 2013
La orden del presidente
Maduro fue entendida como una carta blanca para el saqueo. Al tiempo que
derrotaba la inflación de un puñetazo, se aseguraba gobernar al modo de los
dictadores
Como el desabastecimiento y la
carestía estaban haciendo estragos en Venezuela y aumentando el descontento
popular, el presidente Nicolás Maduro, que no sabrá mucho de economía pero es
hombre de pelo en pecho y bravuconerías, decidió resolver el problema en un dos
por tres. Explicó a su pueblo que la alta inflación que padece el país (57%, la
más alta de América Latina) es producto de una conjura maquinada por los
Estados Unidos, los empresarios y comerciantes acaparadores y los partidos de
oposición para destruir la revolución bolivariana o “el socialismo del siglo
XXI”. Y, de un plumazo, ordenó bajar los precios de los alimentos y productos
electrodomésticos en 50 y hasta 70%, a la vez que mandaba soldados y cuerpos de
choque a ocupar los establecimientos comerciales y enviaba a la cárcel a buen
número de “conspiradores”, es decir, los dueños de tiendas y almacenes.
La campaña fue lanzada por el
presidente Maduro con la consigna de: “¡Vacíen los anaqueles!”. La orden fue
entendida por buen número de despistados como una carta blanca para el saqueo
y, sobre todo en Valencia, pero también en Caracas y otras ciudades, se produjeron
asaltos y pillajes en medio de una soberbia confusión. Era patético escuchar a
las sufridas amas de casa venezolanas, explicando a los reporteros de la
televisión oficial lo felices que estaban con esas espectaculares rebajas que
les permitirían, en adelante, renovar sus neveras y cocinas y asegurar dos
comidas diarias para la familia.
Al mismo tiempo que derrotaba la
inflación de un puñetazo en la mesa, es decir, subastando y confiscando cadenas
de productos alimenticios y electrodomésticos, el presidente Maduro, mediante
la aprobación de la Ley Habilitante, se aseguraba los poderes absolutos que
durante un año le permitirán gobernar sin leyes, de la manera cómoda y
expeditiva de los dictadores. Para conseguir este atributo, la Asamblea Nacional
Venezolana procedió a retirarle la inmunidad a una diputada de la oposición,
María Mercedes Aranguren, y a reemplazarla por su suplente, el diputado Carlos
Flores, quien, de la noche a la mañana (y mediante generosas prebendas) se
volvió chavista y votó a favor de la ley de marras.
En suma, pasada la ilusión que estas
operaciones han creado en una opinión pública desesperada por la corrupción, el
empobrecimiento y la anarquía creciente que vive Venezuela, el precio que el
país tendrá que pagar por la demagogia irresponsable de estos días será muy
alto. Sin duda, contrariamente a los cálculos del Gobierno, se traducirá en una
nueva y más aplastante derrota del Gobierno en las próximas elecciones del 8 de
diciembre, lo que obligará a aquél, al igual que en las presidenciales, a un
nuevo fraude monumental a fin de mantenerse en el poder pese a su descrédito y
a la ruina a la que precipita cada día más a su desdichado país.
Venezuela nunca tuvo una agricultura
floreciente, a la altura de las enormes posibilidades agrícolas con que cuenta;
pero con el chavismo, sus expropiaciones e invasiones, las tomas arbitrarias de
fincas y la asfixiante burocratización imperante, la producción agraria en
ciertas regiones se redujo a mínimos y en otras simplemente desapareció. El
resultado de todo ello es que el país debe importar casi el 95% de lo que
consume, algo que en la época del apogeo del petróleo, apenas se advertía. Pero
el control revolucionario implantado por Chávez y Maduro en la industria ha
rebajado la producción petrolera venezolana de manera radical, a la vez que la
política de control de divisas, una de las fuentes más prósperas de la corrupción,
ha convertido la obtención de dólares para los comerciantes y empresarios que
necesitan importar materias primas y productos del extranjero en una verdadera
pesadilla. Sólo los enchufados en el Gobierno consiguen divisas, o los que
están dispuestos a pagar por ellas comisiones millonarias. Los otros deben
obtener las divisas en el mercado negro, donde el dólar vale diez veces el
precio oficial.
Esa es la explicación de la subida
desmedida de los precios y del desabastecimiento generalizado. Las valientes
rebajas impuestas manu militari por Maduro sólo servirán para
acelerar el desabastecimiento generalizado —los anaqueles se quedarán vacíos,
en efecto—, y el mercado negro, que crecerá de manera elefantiásica, estará
sólo al alcance de los privilegiados, es decir, los favorecidos por el régimen
o por la vertiginosa corrupción generada por la política intervencionista en la
economía. En otras palabras, la política del socialismo chavista habrá
contribuido a agravar las diferencias económicas y sociales que se proponía
abolir.
Al mismo tiempo que ocurrían estas
cosas en Venezuela, en Pekín, el Comité Central del Partido Comunista Chino,
anunciaba una nueva política económica, ampliando los mercados libres ya
existentes para asegurar una mejor distribución de los recursos y permitir una
participación de empresas privadas, tanto chinas como extranjeras, en las
industrias de Estado. (Advertía también, eso sí, que esta apertura económica no
tendría su correspondencia política, pues el Partido Comunista seguirá siendo
el árbitro supremo de la vida social). Es improbable que el Partido Comunista
chino adopte estas medidas de inequívoco sesgo capitalista por una conversión
ideológica y que las emprenda con felicidad. No, se resigna a ellas porque,
fiel al pragmatismo tradicional de su cultura, ha comprendido que el
colectivismo y el estatismo económico llevan a la ruina a los países y, además
de empobrecerlos y atrasarlos, multiplican las injusticias sociales, creando
una distancia creciente entre los funcionarios privilegiados de la
nomenclatura, y los ciudadanos comunes y corrientes que, además de padecer la
inseguridad y el temor, viven haciendo colas, ganando salarios miserables y sin
la menor igualdad de oportunidades. Estas verdades elementales, que ya llegaron
a la Unión Soviética antes de su desplome, y que empiezan a apuntar, aunque muy
tímidamente todavía, en Cuba, parecen fuera del alcance intelectual y del
olfato político del presidente Maduro y sus asesores económicos.
No es difícil prever, por eso, lo que
depara el futuro inmediato a Venezuela, un país que dada su cuantiosa
abundancia de recursos debía tener los más altos niveles de vida de América
Latina. En vista de que el desabastecimiento y la carestía —que obedecen a
leyes económicas y no a ucases políticos— se agravarán, el siguiente paso del
régimen será proceder a la estatización progresiva de las tiendas y comercios
que “conspiran” contra la revolución, especulando y hambreando al pueblo. Los
pequeños espacios de economía privada se irán cerrando hasta desaparecer y caer
en manos de una burocracia inepta y corrompida, de modo que la racionalización
de los productos de la canasta familiar, que en buena parte ya existe, se irá
extendiendo como una hidra por todos los resquicios de la economía hasta hacer
de Venezuela un país tan estatizado como Cuba o Corea del Norte. Corolario
inevitable de esta hegemonía estatal: la desaparición de los escasos medios de
comunicación independientes que a costa de enormes sacrificios y valentía
resisten todavía el acoso gubernamental.
¿Habrá valido la pena todo lo que ha
significado en ilusiones, esfuerzos y violencias la revolución chavista? Es
verdad que la democracia que ella trajo era ineficiente, derrochadora,
demagógica y bastante insensible a los grandes problemas sociales. Y había
generado por eso un gran descontento en un pueblo que ingenuamente vio —una vez
más en la desgraciada historia de América Latina— en un caudillo carismático y
lenguaraz a su salvador. El resultado está a la vista: una Venezuela
empobrecida, enconada, devastada por la demagogia y la corrupción, llena de
nuevos ricos mal habidos, que, una vez que recupere la libertad y la sensatez,
tardará muchos años en recuperar todo lo que perdió con el desplome de su
democracia.
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