CLAUDIO NAZOA 11 DE NOVIEMBRE 2013
Se puede ser relativamente feliz
olvidando las penas; también se puede vivir en felicidad o llegar a ser
completamente feliz. Lo que no se puede hacer es decretar la felicidad.
La felicidad personal es un hecho
individual, y la colectiva depende de la sumatoria de las individuales. La
felicidad no es una utopía inalcanzable, está en las cosas más sencillas y a
veces en las intangibles. Hay situaciones que nos hacen felices, por ejemplo,
saber que nuestra familia tiene techo, comida, salud y educación asegurada. En
teoría, eso es felicidad aunque, fíjese, aun cuando su familia esté muy bien,
usted, individualmente, podría ser infeliz por otras causas.
Aquiles Nazoa dijo: “Mi infancia fue
pobre, más nunca fue triste”, es decir, mi padre, a pesar de ser un hombre muy
humilde, fue feliz. Soy un ejemplo de lo anterior; mi familia nunca tuvo
dinero; sin embargo, crecí con la sensación de que éramos muy ricos.
Recuerdo una infancia llena de
aprietos económicos graves, con un padre perseguido político y exiliado en
Bolivia durante tres años; pero, a pesar de esas vicisitudes, no recuerdo
momentos de infelicidad en mi niñez. La felicidad está ligada a una manera filosófica
y positiva de ver la vida.
No se puede decretar ser feliz, pero
sí podemos hacer infelices a otros con las consecuencias de nuestros actos.
Digamos que yo (Dios me salve) sea
partidario de esta cosa infeliz que nos gobierna; por más fanático que fuera me
sentiría igual de infeliz tratando de conseguir, infructuosamente, aun teniendo
el dinero, las cosas mínimas que siempre hemos tenido ricos y pobres cuando
mandaban adecos y copeyanos.
Yo nunca fui adeco ni copeyano, pero
siempre en mi casa había papel tualé, harina PAN, pollo, etc. No me gustaban
esos gobiernos por muchas razones, pero sin darme cuenta era feliz cada vez que
iba al baño, le ponía azúcar al café, me comía una arepa o un pollo. Nunca hice
colas humillantes para comprar nada, y, ojo, tampoco tuve dinero en exceso:
vivía de mi sueldo de profesor.
Antes, si uno quería ir a Margarita o
a Mérida, se acercaba a una agencia de viajes, y compraba su pasaje y… no me lo
van a creer: ¡siempre había! Existían ferrys que flotaban; todos estudiábamos
en las universidades, y, aun siendo comunistas, conseguíamos empleo con los
adecos y los copeyanos.
Los artistas podíamos presentarnos en
cualquier teatro y nadie nos censuraba. En la época de los adecos y los
copeyanos se inauguraron maravillosas autopistas y los mejores hospitales que
se han construido en Venezuela; se construyó el Teatro Teresa Carreño, el
Poliedro…
En diciembre, Rafael Salazar, Pedro
León Zapata, Cecilia Todd, Laureano Márquez, los Robertos (Montoya y
Hernández), Aníbal Nazoa, Iván Pérez Rossi y este servidor, entre otros, éramos
pregoneros de la Navidad de los gobiernos adecos y copeyanos. Momento que
siempre aprovechábamos para criticarlos y caricaturizarlos. Los adecos y los
copeyanos asistían a nuestros actos, nos aplaudían, y después, sin ponerse
bravos o pasarnos facturas, amenazas y multas, nos pagaban y nos seguían
contratando.
Muchos de los artistas izquierdistas,
hoy convertidos en talibanes exclusionistas, reaccionarios y sapos, enviaron
con los adecos y copeyanos a sus hijos para que estudiaran en otros países y
nadie preguntaba qué tendencia política tenían.
En esa época de gobiernos adecos y
copeyanos a nadie se le ocurrió inventar un Ministerio para la Felicidad.
Simplemente, éramos felices pero no lo
sabíamos.
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