Américo Martín 9 de
noviembre de 2013
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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I
No pocos poetas europeos recibieron
con repugnancia la Revolución Industrial. Era implacable su dura manera de
destruir bellezas artesanales en obsequio al supremo propósito de salvar la
Humanidad y alargar el plazo de su dominio sobre el planeta. Unos tres siglos
antes del estallido de ese fenómeno, digno por cierto él sí del nombre de
revolución, el ingenio de Johannes Gutemberg, la imprenta, había aniquilado el
reinado de la hermosísima caligrafía. Desde luego lo hizo sin proponérselo y no
obstante la destrucción fue casi total. La imposición de aquellos rudos tipos
impresos transcurrió en nombre de un derecho humano trascendental: el del homo
sapiens a la información y adquisición
de conocimientos. En Inglaterra, entre fines del siglo XVIII y principios del
XIX, escritores y soñadores se recogían
a la orilla de los lagos para meditar y recordar armonías ya antiguas. Se les
conoció por eso con el calificativo de los “lakistas” (por lago, lake en lengua
británica) precursores de la corriente literaria que con el nombre de
romanticismo cerró su ciclo al concluir el siglo XIX
En pleno siglo XXI esa infructuosa
reacción se repite frente al estallido de la globalización (el homo
globalizzatus), con la diferencia de que los “neolakistas” no defienden
bellezas genuinas condenadas a desaparecer sino apolillados dogmas que les
impiden pensar.
El temor al desarrollo, a los aportes
de la ciencia, al mejoramiento de la calidad de vida fuertemente sostenida por
la cooperación estamental y no la guerra de clases; todo eso ha alentado a
contragolpe agresividades políticas cubiertas bajo formas dictatoriales. En
pocos lugares semejante reacción ha tomado características tan primitivas, tan
deplorables, como en la Venezuela dominada por el madurismo.
II
Lo más arraigado es lo que pudiéramos
llamar “temor al contagio”. Diálogo supone intercambio de opiniones, ampliación
del campo visual, enriquecimiento recíproco, pero el madurismo no lo entiende
así. No desea ni siquiera escuchar opiniones distintas, no sea que debiliten la
fe de sus leales. Pero como resulta difícil controlar los pasos de la totalidad
de una militancia, opta por demonizar a quien piense distinto, incluso en el
seno de su movimiento y allegados; y cuando eso resulte insuficiente porque el
debate flota en el aire al alcance de cualquiera, enloquece de insultos,
calumnias, cuentos para idiotas sobre la supuesta guerra económica desatada por
el imperio, o la hemorragia de magnicidios, golpes, sabotajes nunca, pero nunca
aportando ni la sombra de una prueba.
Todo parece indicar que el 8D el
madurismo será castigado por el voto popular. La degradación a que se ha
condenado al país no admite otra posibilidad. El conteo electoral tendrá un
sonido macabro para el sucesor del caudillo y por eso busca la manera de
librarse del reto de diciembre, mientras que la oposición más bien da todas las
indicaciones de que procura unos comicios limpios, transparentes, confiables y
pacíficos. Sin embargo, insultando la inteligencia del chavismo, Maduro repite
lo insólito: es él quien favorece las municipales, en tanto que los que más las
necesitan y muy probablemente se beneficiarán del resultado, se disponen a
sabotearlas; es decir: a suicidarse o regalarle el juego a uno que lleva la
señal de la derrota pintada en la frente.
III
Maduro agrega a esa resistencia contra
el futuro, el progreso, la inteligencia, algo de su cosecha personal. Es un
hombre de carácter más bien débil. Habrá descubierto que el tal socialismo del
siglo XXI no existe, es puro humo, nada, cero, pero carece de la habilidad del
caudillo para inventar contenidos y entusiasmar con ellos a sus seguidores.
Además, los recursos para sobornar, comprar o ganar simpatías se han venido muy
a menos. El resultado parece obvio: el presidente Maduro se siente aislado,
amenazado por fantasmas que no alcanza a delinear, temor a lo desconocido. Es
el heredero de una autocracia que por desgracia no puede sobrevivir sin
atropellar a los demás. Con menos posibilidades que el caudillo, se ve empujado
a extremar la violencia y el insulto, la amenaza y la mentira creyendo que eso
le permitirá alguna forma de consolidación.
Maduro, más que autócratas de sangre
que lo han antecedido, ha caído en el pantano de lo que el ilustre historiador
londinense Arnold Toynbee denominaba “mentalidad de sitiado”. Se refería el
célebre pensador a la propensión totalitaria de sentirse en un mundo de feroces
enemigos armados de planes siniestros que no duermen en su designio de
asesinarlo. Siempre fue así, subrayaba Toynbee, desde tiempos de Licurgo y
especialmente durante la emergencia de la Unión Soviética dirigida por su más
alta expresión, Lenin, después por Stalin y sus sucesores.
Los sitiados inventan campañas,
batallas. Son célebres sus pomposos años de tal o cual cosa: el de
alfabetización, las 10 mil toneladas de azúcar, la destrucción final del
capitalismo o la Suprema Felicidad. Necesitan borrar la memoria, rehacerla y
ponerla a su servicio. Como decía Dieterich cuando aún no se había desengañado,
Bolívar y Rodríguez, Jesús de Nazaret y Zamora fueron precursores pensados por
la historia para encarnar en Chávez. Maduro quiso momificarlo; en sus
alucinaciones tomó forma de pájaro o fue sombra subterránea.
El sitiado necesitaría que otros lo
regresen a la realidad e induzcan a aceptar voces distintas o disidentes. Lo
ayudarían a rescatar el sueño y recuperar la serenidad interior. ¿Pero quién le
pone el cascabel al gato? No sea que a más de perder sabrosos privilegios, o
ser desplazados por gente más obsecuente, despierten hienas fanatizadas con la misión de imponer la paz…. ¿de los
cementerios?
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