Luis Ugalde 9 de noviembre de 2013
Venimos de un pasado de intolerancia.
Al salir de ese largo desierto cualquier charco de agua nos sabe a cielo. Ayer
éramos condenados a cárcel, exilio o muerte, por ser protestantes en un país
católico, o “papistas” en territorio calvinista o anglicano, o carne de gueto y
persecución por ser judíos. Por eso convertimos la tolerancia en bandera de
esperanza, pero… el diccionario dice que la tolerancia consiste en “permitir
algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente”, o en “permitir
actos de culto que no son de la religión del Estado”. La intolerancia era un
horror y base para la persecución y el crimen, por lo cual el paso a la
tolerancia es un gran avance: es salir del campo de concentración y la cámara
de gas a un racismo que discrimina, pero tolera.
En el pasado de Venezuela tenemos
menos páginas sangrientas de intolerancia que otras naciones. Por eso resulta
un retroceso deprimente que en pleno siglo XXI ansiemos la tolerancia que no
tenemos. La Constitución bolivariana declara que todos somos iguales ante la
ley y tenemos la misma dignidad; por tanto no es posible que haya gente
meramente tolerada. Pero en la realidad reinan múltiples formas de exclusión, e
incluso se predica la discriminación como un deber revolucionario, pues este es
un país “rojo rojito”: para estos son el empleo, el Poder del Ejecutivo y las
armas; también la benevolencia de los jueces, y la impunidad… Hoy la mayoría
venezolana no simpatiza con el gobierno y por ello es tachada de conspiradora,
agente del imperialismo, golpista, genocida y magnicida.
Según el gobierno tolerar a los
“enemigos de la patria” sería debilidad, y discriminarlos es una virtud y deber
“revolucionario”.
En la otra acera también crece la
intolerancia y algunos lamentan no tener la fuerza para barrer a los rojos, a
quienes consideran de inferior calidad; sobre todo si son pobres y de color.
Definidos así los campos y alineados en esa guerra, la intolerancia es
inevitable y para muchos obligatorio su cultivo. Está sembrado el odio. Esta
realidad impide la convivencia y nos incapacita para construir juntos una casa
común próspera y exitosa; para superarla es necesario ir más allá de la
tolerancia al reconocimiento del otro. No se trata de ser tan buenos que
toleramos al otro que no se lo merece, sino de reconocerlo por el mero hecho de
ser persona humana con la misma dignidad y derechos similares que yo, no
importa cuál sea su raza o religión, cuánta su cuenta bancaria y cuál su
pensamiento. Discutiremos sus ideas.
Este es el abecé del cristianismo tan
predicado y tan abusado en la política actual por tirios y troyanos. Esta es la
base de nuestra Constitución; sin ella, estamos en dictadura.
Para poder construir juntos la
Venezuela que queremos y necesitamos es imprescindible que los empresarios
deseen e incluyan en el centro de su estrategia empresarial la potenciación de
los pobres para que dejen de serlo y se conviertan en trabajadores de calidad y
ciudadanos de primera. Es también necesario que en el horizonte de los deseos
del pobre y en las esperanzas del trabajador esté una muchedumbre de
emprendedores y la multiplicación de empresas de competencia mundial.
Para construir en paz estos diversos
actores socioeconómicos deben jugar en un mismo equipo y combinarse la pelota
para meter goles y derrotar al fracaso. Los diversos (social, económica,
religiosa y políticamente) debemos reconocernos y llegar a tener un mismo
horizonte de oportunidades formativas, productivas y de disfrute compartido.
Venezuela está en agonía y no es fácil
pasar del fracaso actual al éxito. Solo juntos es posible, y hay que pasar de
la intolerancia al reconocimiento. Por eso cuesta entender que un presidente
repudie cada día a más de la mitad de los venezolanos y necesite para dormir
una dosis diaria de insultos y descalificaciones.
Menos entendemos que ahora, violando
los artículos 57 y 58 de la Constitución, salgan con el Cesppa (Centro
Estratégico de Seguridad y Protección de la Patria) que es la reproducción de
la política de seguridad nacional con la que se ensangrentaron las dictaduras
nazis y comunistas y de militares de derecha en América Latina. ¿Cómo es
posible que quienes hace cuarenta años denunciaban esas políticas criminales
hoy las entronicen? La respuesta es que son iguales las dictaduras de derecha y
de izquierda, pues sus armas no son para convencer, sino para imponer, censurar
y silenciar. Los constructores de la paz están en los diversos sectores y
bandos políticos, en todos los que reconocen la dignidad del otro y se hacen
solidarios también de los que no tienen el mismo color político. Esto es mucho
más que tolerancia.
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