Américo
Martín 13 de marzo de 2016
El
aforismo quiere que la esperanza sea lo último en perderse. En sentido lato
deberíamos entender que una vez perdida sobreviene la noche oscura de la crisis
sin retorno. En el caso venezolano se observa algo parecido. En la acera
gubernamental y los predios del chavismo la lucha interna se ha recrudecido en
forma tan intensa que desborda los cotos hasta ahora cerrados del Estado y del
bloque de partidos oficialistas, en nombre de que la ropa sucia se lava
adentro. No obstante las fronteras de la prudencia están siendo rebasadas por
el naufragio de las infladas promesas oficiales.
La
desesperanza venía creciendo en los últimos años del caudillo mientras tomaba
cada vez más fuerza la alternativa democrática, encarnada en la MUD, sin
destruir todavía la hegemonía del sacralizado líder. Dos factores lo impedían,
la bonanza petrolera y el ímpetu del fallecido presidente.
Después
de 40 años de democracia, cuya obra material y espiritual superó cuanto se
construyó desde la fundación de la República en 1830 y es infinitamente
superior a lo que en realizaciones sin adornos retóricos, se ha hecho o
deshecho durante los 17 años de rimbombante revolución, es perfectamente
posible elaborar los grandes balances para restablecer la verdad histórica. Una
minuciosa obra próxima a ser editada de la profesora Rosa María Estaba, “La
construcción de un territorio”, lo demuestra con tal contundencia que
sorprenderá hasta a muchos de los amigos del régimen. Mapas, datos, gráficos,
proporcionan un cimiento de granito a ese esfuerzo intelectual de Rosa María,
que se une a otros valiosos trabajos de similar orientación temática. A medida
que se expande la sensación del un cambio democrático, se ha incentivado el
interés por aprender y rescatar lo medular del pasado histórico, tan
brutalmente tergiversado y calumniado, Aprender sin repetir. Aprender de sus
notables realizaciones recordando que una de ellas fue saber adaptarse a las
complejidades del presente con la mirada puesta en el futuro. Volver al pasado
sólo sería posible para un émulo de Robert Zemeckis, el audaz director que nos
permitió viajar en el tiempo.
El
presente de Maduro es estremecedor. Incapaz de reaccionar frente al trepidante
deterioro de las variables económicas, sociales, políticas, pretendió
silenciarlas con el uso de la fuerza. Para no mostrarse débil ante su
militancia escaló la violencia, la provocación, el atropello a la Constitución.
Embestir de esa manera, precisamente cuando la oposición registraba la colosal
victoria del 6D fue un disparate que casi lo disuelve en el aire.
Tengo
la impresión de que amigos míos como Enrique Krauze, Carlos Alberto Montaner y
Mario Vargas Llosa elogian con tanto entusiasmo a los luchadores democráticos
de Venezuela, principalmente, claro, porque aman la libertad y quieren esgrimir
el ejemplar desempeño de los incansables bregadores democráticos en esta parte
del mundo, pero quizá también porque habrán descubierto en la curiosa crisis
del madurismo, un tesoro de posibilidades para sus futuras obras de creación.
Por lo
general los combates tienden a librarse desde dos aceras y sus paladines a
afluir hacia dos polos. Que son tres en la trágica sucesión bolivariana. La MUD,
en el centro de la vasta oposición democrática, el chavismo enfrentado a
Maduro, y el propio presidente, arrastrado en el nubarrón de las Erinias. Se
discute el despido de Maduro. Al verlo tan nervioso, fallido y sudoroso,
sospecho que sea el primer interesado en una balsa salvadora como esa.

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