Fernando Mires 15 de marzo de 2016
Las
primeras suposiciones apuntaron de acuerdo a la lógica de un reflejo
condicionado: la horrorosa masacre cometida en Noruega tenía que ser el
producto de la acción del “terrorismo islamista”.
La
gran sorpresa ocurrió cuando se supo que el ejecutor de la increíble maldad
había sido un noruego de 32 años quien como diversos jóvenes europeos odia a
los extranjeros, particularmente a los de religión musulmana; uno que como
muchos otros detesta a los socialistas, a los demócratas en general, y piensa
que como consecuencia del socialismo y del islamismo, las naciones europeas han
caído en el foso de la más profunda decadencia. De modo que los “bien
pensantes” de Occidente tuvieron que comprobar una vez más que el terror no
sólo viene de Oriente sino, además, se encuentra entre ellos. En fin, han
debido aceptar muy en contra de su voluntad, que el Islam no posee el monopolio
sobre el terror y lo comparte con seres humanos (sí, es terrible: con seres
humanos) de todas las ideologías, latitudes y creencias.
En
cierto sentido el terrorismo es cosmopolita y multicultural; universalista y
planetario.Y como un dios, está en todas partes, incluso en la más tranquila de
las naciones del mundo, que eso era –y ya no es ni será- Noruega. El mensaje
parece ser entonces explícito: el paraíso terrenal no está en la tierra.
Y
cuando el criminal fue atrapado por la policía, creímos también que nos íbamos
a encontrar frente a un monstruo con sangrientos colmillos o un esperpento de
torvo mirar o un demonio con rostro humano. ¡Qué desilusión! A una persona como
Anders Behring Breivik la podemos ver todos los días en la universidad, en un
supermercado, en cada calle, incluso en el vecindario. Un joven quien según los
cánones de la estética hegemónica, es bien parecido. Un chico guapo, simpático,
inteligente, con formación profesional, relativamente cultivado (lee a Kafka )
en fin, alguien que a cualquiera señora de clase media le habría gustado tener
como yerno.
Anders
Behring Breivik, eso es lo que más espanta, no es un desconocido.
La
prensa, a veces benevolente con sus lectores, ha tratado de calmarnos aduciendo
que se trata de un fundamentalista cristiano, es decir, alguien que no es
islamista pero que parece islamista. Del mismo modo se apresuraron en señalar
que se trata de un extremista de derecha. En cualquiera de los dos casos,
alguien que no es de nuestro mundo, un ajeno, un otro, un distinto. ¿Hasta
cuando – ha llegado el momento de preguntarse- ese abuso con clichés que nada
dicen?
En
todas las religiones del mundo hay fundamentalistas, seres que viven su vida de
acuerdo a los fundamentos de sus creencias, que siguen los rituales prescritos
y todo lo miden según el rasero de su fe; personas tranquilas, admirables en
más de algún sentido y en ningún caso peligrosas para nadie. ¿Y qué significa
ser un terrorista de derecha? ¿De cuando acá los términos políticos -derecha e
izquierda- cuyo sentido sólo es posible entenderlo en repúblicas parlamentarias
son válidos para designar a los asesinos, seres anti-políticos por excelencia?
¿No se dan cuenta que hablar de asesinos de izquierda o de derecha es el peor
insulto que se puede hacer a la actividad política?
No,
Anders Behring Breivik es sólo un ser humano común y corriente quien detrás de
su fachada ciudadana oculta un odio inmenso, tan inmenso que sólo puede
satisfacerse con la muerte de sus semejantes. Ese odio, como todo odio (o como
todo amor) precede al objeto del odio, y en el caso del asesino de Oslo, creyó
encontrar ese objeto entre socialistas y musulmanes. Esa es la verdad que no
podemos aceptar.
Como
los asesinos nazis y comunistas del siglo pasado, como los colonialistas
ingleses y franceses del siglo XlX, como los tiranos libios y sirios del
presente, Anders Behring Breivik, ama con pasión a la muerte. De otra manera
nunca habría hecho lo que hizo. En ese sentido el asesino de Oslo es un hombre
normal, banal y sobre todo, moderno. Muy moderno.
Por de
pronto Anders Behring Breivik no sólo es un terrorista. Además, practica un
terror sometido a los criterios más propios de la lógica instrumental, lógica
que domina sin contrapeso en los espacios científicos, técnicos y económicos de
nuestro tiempo. “Fue un acto atroz pero necesario” – declaró al confesar con
orgullo su espantoso crimen. Lo dijo con la misma tranquilidad con que un
médico confiesa haber extirpado un órgano del paciente para salvar su cuerpo.
Con la misma lógica fría de un ministro de finanzas que decide dejar sin
trabajo a miles de ciudadanos para saldar la deuda pública del país. Con la
misma seguridad de Maquiavelo quien inauguró la modernidad proclamando que los
fines justifican a los medios.
Nadie
puede negar tampoco que el asesino de Oslo actuaba de acuerdo a una rigurosa
relación “costos beneficios”. El casi centenar de vidas sesgadas que dejó
detrás de sí no eran más, según su criterio, que un precio que había que pagar
“necesariamente” para salvar a su amada Noruega de la humillación socialista e
islamista. ¿No fue esa la misma lógica de los colonialistas europeos quienes
masacraron a naciones completas en nombre del progreso de la humanidad? ¿La de
los nazis, quienes decidieron hacer desaparecer a un pueblo de la tierra para alcanzar
la definitiva pureza de su “raza”? ¿La de los estalinistas, siempre dispuestos
a asesinar en nombre del cumplimiento de una utopía? La diferencia es que
Anders Behring Breivik actuaba –de acuerdo a las últimas informaciones- solo.
Pero si de verdad actuaba solo, no estaba solo. Así se confirmaría una vez más
que las ideologías son patologías colectivas del mismo modo como muchas
patologías son ideologías individuales. En ese sentido Behring Breivik era un
solitario que no estaba solo. Y si no estaba solo, hay que reconocerlo, estamos
frente a un hombre normal y, por lo mismo, banal.
Parodiando
el título de una novela de Mijail Lérmontov, el asesino de Oslo es “un héroe de
nuestro tiempo”. Un héroe, porque no sólo arriesgó su vida sino, además, su
honra para salvar, según su ideología, a su patria amenazada Y de nuestro
tiempo, porque para realizar su maldad, recurrió a los medios tecnológicos más
sofisticados que es posible imaginar.
El
asesino de Oslo es, evidentemente, el “pendant” occidental de otro personaje
muy “heroico” y moderno a la vez. Me refiero al egipcio Mohamed Atta, el
gestor, planificador y principal ejecutor de los atentados que tuvieron lugar
en los EE UU el 11. 09. 01. Los parecidos entre ambos criminales son, por lo
demás, asombrosos.Tanto el uno como el otro provienen de un medio social
relativamente acomodado. Se trata de personas educadas, inteligentes y
poseedoras de avanzados conocimientos tecnológicos, sobre todo en el campo de
la comunicación digital. Los dos, el egipcio y el noruego, eran idealistas y
utópicos. El uno soñaba con un mundo islámico purificado de toda
occidentalidad, liberado de materialismo, y sobre todo, de sexualidad. El otro
sueña tal vez con una Europa cristiana, libre de musulmanes patriarcales y
crueles, enemigos de Cristo y de la humanidad. Ambos, cada uno a su modo,
descubrieron al “enemigo principal”, la representación absoluta del mal, y
llenos de fervoroso heroísmo, utópicas promesas y sublimes ideales, no
vacilaron en manchar sus manos con las sangres de los inocentes. Y no por
último, ambos mataron en nombre de Dios.
La
única diferencia entre esos siniestros mellizos es que Mohamed Atta actuaba de
acuerdo a los criterios por los cuales se rige una empresa colectiva y Anders
Behring Breivik –occidental al fin- parece que de acuerdo a criterios más bien
individualistas. En cualquier caso estoy seguro que el asesino de Oslo, al
igual que el asesino de New York, realizó un deseo que no sólo era un deseo
suyo.
Quiero
decir, en fin, que Anders Behring Breivik no sólo fue un ejecutor. Además fue
un representante. ¿De qué o de quienes? Eso es justamente lo que debemos
descubrir. Y puede no ser tan difícil: los representados no están muy lejos de
nosotros.
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