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viernes, 4 de marzo de 2016

Indignación contra el inmigrante, por Guy Sorman



Guy Sorman 03 de marzo de 2016

Una oleada de locura sacude al mundo occidental, en EE.UU. y en Europa: el odio hacia el inmigrante. En la derecha estadounidense, los candidatos republicanos que siguen en liza rivalizan con sus promesas de expulsar a 12 millones (supuestamente) de inmigrantes ilegales, la mayoría de ellos procedentes de Latinoamérica. El hecho de que vivan en EE.UU. desde hace años, de que hayan fundado allí una familia, de que trabajen y de que sus hijos estén escolarizados es irrelevante para Donald Trump, Ted Cruz o Marco Rubio, estos dos últimos hijos de inmigrantes en un país de inmigrantes, que no dan muestras de sentido común o de sensibilidad. 


Para no ser menos en esta demagogia electoral, Trump se opone a que los musulmanes entren en EE.UU., aunque residan allí varios millones y cualquier discriminación religiosa sea contraria a la Constitución. ¿Realmente es la inmigración la principal preocupación de los estadounidenses y una amenaza importante para el país? Hace poco, en Occidente se observaba una relación mecánica entre el miedo a la inmigración y el desempleo, pero en EE.UU. no hay desempleo. Por el contrario, la expulsión de 12 millones de «clandestinos», admitiendo que sea legal y humanitariamente factible, destruiría sectores enteros de la economía, como la agricultura, la hostelería y la construcción, que dejarían de funcionar inmediatamente. El argumento de Donald Trump, según el cual la expulsión de los inmigrantes haría que aumentaran los salarios, es una vieja canción populista sin fundamento. Si la ciencia económica tuviese alguna utilidad, sería para recordar que, cuanto más numerosos son los trabajadores, más elevada es la tasa de crecimiento. La expulsión de un clandestino que trabaja reduciría inmediatamente el crecimiento y, por tanto, los salarios. La furia contra los inmigrantes no tiene un carácter económico.

¿El terrorismo? Los atentados perpetrados en EE.UU. en nombre del islam han sido cometidos a menudo por ciudadanos conversos, nunca por clandestinos. Y muchos crímenes con armas de fuego son cometidos por estadounidenses blancos y buenos cristianos, en lugares públicos y en colegios, sin ton ni son. Para reducir estos tiroteos, habría que reflexionar sobre la falta de control sobre los psicóticos en EE.UU. y sobre el abuso de las drogas con prescripción médica.

Hay que rendirse a la razón: los motivos esgrimidos para expulsar a los inmigrantes no son más que excusas. En una parte de EE.UU. soplan vientos de xenofobia como ya han soplado en el pasado contra los irlandeses, los italianos, los judíos y los chinos. Puesto que ser racista es inconfesable, los populistas proponen argumentos pseudorracionales, económicos, legales y de seguridad. ¿Por qué soplan ahora estos malos vientos? Lanzaré la hipótesis de que una parte de la población blanca todavía no ha aceptado que, desde hace ahora casi ocho años, está gobernada por un presidente negro. Resulta que el inmigrante en el punto de mira de los candidatos republicanos siempre es de «color»; proponen cerrar la frontera con México, no con Canadá.

En Europa se hostiga al árabe, que desempeña ese papel de chivo expiatorio, con unos argumentos parecidos a los que se oyen en EE.UU., como los de que el inmigrante crea desempleo y causa violencia. Son dos argumentos tan dudosos como los que se esgrimen en EE.UU. ¿Desempleo? Los clandestinos, por lo general, trabajan porque no tienen otros recursos. El parado indemnizado en Europa pocas veces es un inmigrante y es un ciudadano en toda regla que se beneficia de las numerosas ventajas que le proporciona el Estado social. Las principales causas del desempleo en Europa no se deben a la inmigración, sino al envejecimiento de la población, a la rigidez del mercado laboral y a la generosidad, relativa, de las ayudas sociales. Si observamos la actual oleada de refugiados, esencialmente sirios, la mayoría de ellos desean trabajar, pero se lo impiden las legislaciones nacionales. Si tuviesen ese derecho de trabajar, su integración sería rápida y contribuirían al crecimiento. Además, resulta revelador que los países de Europa Central que se rodean de alambradas para prohibir el acceso a los refugiados son aquellos en los que no tienen ninguna intención de instalarse, como Hungría y Polonia. Al igual que en EE.UU., el argumento económico es una excusa. En cuanto al riesgo de inseguridad, recordemos que los atentados terroristas perpetrados en 2015 en París fueron cometidos por ciudadanos franceses y belgas, aparentemente integrados, pero afectados por ese trastorno mental al que llaman yihadismo.

No niego las dificultades logísticas para acoger a los refugiados y a los inmigrantes, pero los argumentos esgrimidos a ambos lados del Atlántico se oponen a todos los valores proclamados por el Occidente cristiano. Esta indignación en contra de los inmigrantes también permite ocultar treinta años de políticas interiores y exteriores desacertadas, tanto de la derecha como de la izquierda, cuyas consecuencias padecemos ahora: por ejemplo, sobre todo en Europa, la creación, en el interior, de un Estado social que causa desempleo, y, en el exterior, el apoyo incondicional de todo Occidente a los dictadores árabes que han corrompido a su país, entre los que se incluyen actualmente el jefe del Estado egipcio y el Rey de Marruecos.

En vez de reflexionar sobre nuestros errores, preferimos señalar a unos chivos expiatorios como los árabes o los mexicanos, o como los judíos en el pasado. En esa misma negación de la realidad, nos replegamos sobre la tribu, un «entre nosotros», una exaltación de tradiciones reinventadas por los nacionalistas y los «independentistas». La actualidad recuerda a aquellos que definen Occidente como el continente de la razón que siempre nos hemos debatido entre la búsqueda de las Luces y la caza de brujas, una lucha sin fin, sin duda enraizada en lo más profundo de la naturaleza humana. Para los liberales, este no es el momento de dormirse.

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