Guy Sorman 03 de marzo de 2016
Una
oleada de locura sacude al mundo occidental, en EE.UU. y en Europa: el odio
hacia el inmigrante. En la derecha estadounidense, los candidatos republicanos
que siguen en liza rivalizan con sus promesas de expulsar a 12 millones
(supuestamente) de inmigrantes ilegales, la mayoría de ellos procedentes de
Latinoamérica. El hecho de que vivan en EE.UU. desde hace años, de que hayan
fundado allí una familia, de que trabajen y de que sus hijos estén
escolarizados es irrelevante para Donald Trump, Ted Cruz o Marco Rubio, estos
dos últimos hijos de inmigrantes en un país de inmigrantes, que no dan muestras
de sentido común o de sensibilidad.
Para no ser menos en esta demagogia
electoral, Trump se opone a que los musulmanes entren en EE.UU., aunque residan
allí varios millones y cualquier discriminación religiosa sea contraria a la
Constitución. ¿Realmente es la inmigración la principal preocupación de los
estadounidenses y una amenaza importante para el país? Hace poco, en Occidente
se observaba una relación mecánica entre el miedo a la inmigración y el
desempleo, pero en EE.UU. no hay desempleo. Por el contrario, la expulsión de
12 millones de «clandestinos», admitiendo que sea legal y humanitariamente
factible, destruiría sectores enteros de la economía, como la agricultura, la
hostelería y la construcción, que dejarían de funcionar inmediatamente. El argumento
de Donald Trump, según el cual la expulsión de los inmigrantes haría que
aumentaran los salarios, es una vieja canción populista sin fundamento. Si la
ciencia económica tuviese alguna utilidad, sería para recordar que, cuanto más
numerosos son los trabajadores, más elevada es la tasa de crecimiento. La
expulsión de un clandestino que trabaja reduciría inmediatamente el crecimiento
y, por tanto, los salarios. La furia contra los inmigrantes no tiene un
carácter económico.
¿El
terrorismo? Los atentados perpetrados en EE.UU. en nombre del islam han sido
cometidos a menudo por ciudadanos conversos, nunca por clandestinos. Y muchos
crímenes con armas de fuego son cometidos por estadounidenses blancos y buenos
cristianos, en lugares públicos y en colegios, sin ton ni son. Para reducir
estos tiroteos, habría que reflexionar sobre la falta de control sobre los
psicóticos en EE.UU. y sobre el abuso de las drogas con prescripción médica.
Hay
que rendirse a la razón: los motivos esgrimidos para expulsar a los inmigrantes
no son más que excusas. En una parte de EE.UU. soplan vientos de xenofobia como
ya han soplado en el pasado contra los irlandeses, los italianos, los judíos y
los chinos. Puesto que ser racista es inconfesable, los populistas proponen
argumentos pseudorracionales, económicos, legales y de seguridad. ¿Por qué
soplan ahora estos malos vientos? Lanzaré la hipótesis de que una parte de la
población blanca todavía no ha aceptado que, desde hace ahora casi ocho años,
está gobernada por un presidente negro. Resulta que el inmigrante en el punto
de mira de los candidatos republicanos siempre es de «color»; proponen cerrar
la frontera con México, no con Canadá.
En
Europa se hostiga al árabe, que desempeña ese papel de chivo expiatorio, con
unos argumentos parecidos a los que se oyen en EE.UU., como los de que el
inmigrante crea desempleo y causa violencia. Son dos argumentos tan dudosos
como los que se esgrimen en EE.UU. ¿Desempleo? Los clandestinos, por lo
general, trabajan porque no tienen otros recursos. El parado indemnizado en
Europa pocas veces es un inmigrante y es un ciudadano en toda regla que se
beneficia de las numerosas ventajas que le proporciona el Estado social. Las
principales causas del desempleo en Europa no se deben a la inmigración, sino al
envejecimiento de la población, a la rigidez del mercado laboral y a la
generosidad, relativa, de las ayudas sociales. Si observamos la actual oleada
de refugiados, esencialmente sirios, la mayoría de ellos desean trabajar, pero
se lo impiden las legislaciones nacionales. Si tuviesen ese derecho de
trabajar, su integración sería rápida y contribuirían al crecimiento. Además,
resulta revelador que los países de Europa Central que se rodean de alambradas
para prohibir el acceso a los refugiados son aquellos en los que no tienen
ninguna intención de instalarse, como Hungría y Polonia. Al igual que en
EE.UU., el argumento económico es una excusa. En cuanto al riesgo de
inseguridad, recordemos que los atentados terroristas perpetrados en 2015 en
París fueron cometidos por ciudadanos franceses y belgas, aparentemente
integrados, pero afectados por ese trastorno mental al que llaman yihadismo.
No
niego las dificultades logísticas para acoger a los refugiados y a los
inmigrantes, pero los argumentos esgrimidos a ambos lados del Atlántico se
oponen a todos los valores proclamados por el Occidente cristiano. Esta
indignación en contra de los inmigrantes también permite ocultar treinta años
de políticas interiores y exteriores desacertadas, tanto de la derecha como de
la izquierda, cuyas consecuencias padecemos ahora: por ejemplo, sobre todo en
Europa, la creación, en el interior, de un Estado social que causa desempleo,
y, en el exterior, el apoyo incondicional de todo Occidente a los dictadores
árabes que han corrompido a su país, entre los que se incluyen actualmente el
jefe del Estado egipcio y el Rey de Marruecos.
En vez
de reflexionar sobre nuestros errores, preferimos señalar a unos chivos
expiatorios como los árabes o los mexicanos, o como los judíos en el pasado. En
esa misma negación de la realidad, nos replegamos sobre la tribu, un «entre
nosotros», una exaltación de tradiciones reinventadas por los nacionalistas y
los «independentistas». La actualidad recuerda a aquellos que definen Occidente
como el continente de la razón que siempre nos hemos debatido entre la búsqueda
de las Luces y la caza de brujas, una lucha sin fin, sin duda enraizada en lo
más profundo de la naturaleza humana. Para los liberales, este no es el momento
de dormirse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico