Por Víctor Molina Valladares, 11/03/2016
Hace 5 años uno de los terremotos más grandes de la historia sacudió
Japón, produciendo un enorme tsunami que arrasó ciudades enteras y el segundo
mayor desastre nuclear en la historia: el accidente nuclear de Fukushima.
La central nuclear Fukushima I, construida al borde del mar, no pudo
soportar la fuerza del terremoto ni la del agua –no contaba si quiera con un
muro de contención para este escenario –, que hicieron que buena parte de sus
sistemas colapsaran, emitiéndose al exterior una cantidad considerable y
altamente dañina de material radioactivo, que llegó incluso a contaminar las
costas al otro lado del enorme Océano Pacífico. El incidente fue tan grave que
en España, y en otros países de Europa, se detectó un aumento de la
radioactividad en el aire.
Los efectos de la radiactividad sobre la salud y sobre la naturaleza
son complejos. Entre los más conocidos y perjudiciales para el ser humano a
corto y mediano plazo se encuentra el aumento en la probabilidad de contraer
cáncer, quemaduras y en muchos casos la muerte. La radioactividad puede
permanecer en el ambiente por miles de años, por los que su efecto en un
prolongado periodo de tiempo aún no ha sido documentado.
Lo cierto es que siempre pero sobre todo ante crisis humanas y
desastres naturales, los gobiernos tienen la obligación de garantizar el
derecho a la información. Este no fue el caso. Con Fukushima, las autoridades
japonesas, a pesar de llevar las riendas de un país altamente industrializado,
democrático y con unos estándares de vidas altísimos, demostraron una
irresponsabilidad similar al de las autoridades soviéticas en la oportunidad
del famoso accidente nuclear de Chernóbil, en lo que actualmente es Ucrania.
Las consecuencias en ambas ocasiones fueron devastadoras.
Más allá de la relación demasiado estrecha entre la industria de la
energía nuclear y el gobierno de Japón, que contribuyó a la débil regulación de
la referida industria –por lo que se le dijo desde antes a las personas que
vivían en la zona de Fukushima que la planta eran segura cuando evidentemente
no lo era, porque los terremotos y tsunamis en Japón son tan frecuentes que era
cuestión de tiempo que esto pasara y la central tenía que haber estado
preparada para ese contexto –una vez que tuvo lugar el desastre, el gobierno,
tratando de minimizar responsabilidades, ocultó información al público, lo que
no hizo más que empeorar la situación.
Según Salil Shetty, Secretario General de Amnistía Internacional, “el
gobierno retrasó la evacuación de personas de las zonas afectadas, dio consejos
contradictorios sobre los niveles aceptables de radiación en las zonas donde se
encontraban escuelas, fracasó en compartir información con expertos que podrían
haber ayudado a evaluar la gravedad de la situación en el momento oportuno. En
pocas palabras, la respuesta del gobierno no le dio prioridad a la seguridad y
bienestar de las personas en el área.”
“Un elemento clave de la libertad de
expresión es el derecho a recabar información. Los gobiernos deben garantizar
que la información precisa sea oportuna y esté disponible para las personas a
las que gobiernan, puesto que el acceso a información fidedigna y oportuna es
crucial para que las personas que luchan por sobrevivir en las secuelas de un
desastre natural puedan tomar decisiones informadas sobre la mejor manera de
proceder. En lugar de ello, las personas en la zona que estaban sufriendo de la
conmoción del terremoto y la devastación del tsunami se vieron en mayor riesgo
por la incapacidad del gobierno de actuar con rapidez y basándose en la mejor
información disponible para proteger la salud y el bienestar de la gente.”
El hecho de que los habitantes de la zona no estuvieran al corriente
del peligro que corrían antes del desastre ya era una afrenta al derecho de
acceso a la información. Ocultar información después del desastre fue el colmo.
El accidente nuclear de Fukushima dejó varias lecciones para toda la
humanidad en cuanto al manejo de crisis y su prevención. La primera es que los
estados deben asegurarse de que la supervisión de las industrias sea verdaderamente
independiente y eficaz, y más en el caso de la industria nuclear, cuyos riesgos
son tan altos y traspasan todas las fronteras, pero aplica a tantas otras:
minera, manufacturera, etc. La segunda lección, es la de que los gobiernos
deben establecer un sistema de intercambio de información en momentos de crisis
que facilite la comunicación oportuna con las personas y los organismos
internacionales. Por último, los gobiernos deben promover el derecho a la
información y la libertad de expresión de todas las personas, así como el
fortalecimiento de la sociedad civil, puesto que son las ONG y los defensores y
defensoras de derechos –entre quienes se pueden encontrar no sólo los
activistas sino también periodistas, representantes de comunidades, académicos,
y un largo etcétera –quienes tienen la posibilidad de hacer rendir cuentas a
instituciones, funcionarios y empresas, para así evitar tragedias como la de
Fukushima, y tener mayores herramientas con qué afrontarlas.
Hay que escuchar las voces de advertencia de la sociedad civil. Ya
Greenpeace había advertido, 10 años antes, a la Comisión Reguladora Nuclear de
Estados Unidos, que debían dejársele de suministrar insumos a la central de
Fukushima porque era obsoleta y peligrosa; y quién sabe cuántas otras denuncias
se hubiesen formulado si la sociedad civil japonesa hubiese estado mejor
informada sobre el estado de esa planta antes del desastre y si hubiese logrado
que se tomasen las medidas oportunas para evitar semejante tragedia.
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