Miguel Méndez Rodulfo 18 de marzo de 2016
Cuando
el gobierno revolucionario, presidido por el comandante supremo, en aquel
tsunami expropiatorio confiscó a la fuerza los activos de las empresas
trasnacionales dedicadas a la explotación del oro, bajo régimen de concesiones,
lo hizo bajo el criterio de que toda explotación de recursos naturales debía
estar bajo control gubernamental. Entonces la verdad única era que el Estado
garantizaba un mejor y más pulcro manejo de nuestras riquezas y que el régimen
chavista con el control de la minería produciría ingentes ganancias para el
Fisco Nacional, sin que las corruptas trasnacionales saquearan nuestros
minerales preciosos y sin que pudieran contaminar nuestro paisaje y ríos.
Pasaron varios años y de un control sobre el terreno que ejercían las compañías
extranjeras, pasamos al abandono de las minas y de allí al caos.
No se
sabe si intencional o no, pero lo cierto es que el Estado no ocupó el espacio
de Crystallex en Las Cristinas, por ejemplo; en su lugar dejó un vacío que
rápidamente fue ocupado por la minería ilegal y con ella llegaron las mafias
organizadas y sus respectivos pranes. En largas conversaciones que he tenido
con residentes del estado Bolívar, me han contado que, por ejemplo, los indios
fueron usados como mano de obra barata para la explotación del oro y que en esa
práctica fueron literalmente esclavizados por los traficantes. Esto produjo un
levantamiento del pueblo indígena y todos recordamos como ellos lograron
someter a un pelotón de la Guardia Nacional Bolivariana, desarmarlos y
convertirlos en rehenes, cuya libertad fue negociada con los altos mandos
castrenses.
Posteriormente,
la mano de obra que se buscó fue la de los mineros artesanales, los cuales
fueron controlados por malandros reclutados de pandillas que operaban en las
ciudades. Esta nueva forma de “producción” también tuvo sus graves
inconvenientes, pues los mineros ilegales tenían que tributar al malandro y a
los cuerpos militares y policiales. Conforme los malandros se convertían en un
poder, desde el gobierno se sentía la necesidad de reducir esos focos de
perturbación; así, muchos malandros fueron liquidados, hasta que por “selección
natural” hubo pranes inteligentes que negociaron por arriba para lograr un
entendimiento comercial y que pudieran “trabajar” la zona asignada. El Topo es
el mafioso más poderoso del arco minero del sureste, pero su poder se basa en
el terror y la muerte. El Sapo y el Capitán, le siguen en orden de importancia
y juntos controlan al estado Bolívar.
El
asunto es que hay un caos: el oro se extrae de la manera más atroz,
perjudicando la frágil vegetación y contaminando gravemente los ríos con el
excesivo mercurio que se utiliza para amalgamar el oro, en tanto que los
mineros son las primeras víctimas de la contaminación. Al Fisco no le entra
medio, todo se reparte entre los pranes y las mafias enquistadas en el alto
gobierno regional: civil y militar. Además, la presunta masacre de los 28
desaparecidos, es el punto de inflexión de la inseguridad ciudadana que viven
los habitantes del estado Bolívar. Si uno se pregunta que se logró sacando a
las compañías, la respuesta es obvia: nada. Todo es negativo, el país cada vez
más arruinado, contaminado e inseguro, con menos reservas de oro y más
delincuencia.
El
coltán es otro asunto, requerido por los fabricantes de instrumentos
electrónicos, aunque su precio se cotiza muy alto, a diferencia del oro, no se
puede vender al vecino ni regalar a la novia. Este metal sólo lo compran
consorcios internacionales, pero a pesar de eso salen toneladas de él, todo
apunta a que una empresa manejada filialmente, se encarga de colocarlo en
China.
18/03/2016
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