Jorge Edwards 16 de marzo de 2016
Estábamos
en un departamento destartalado, lleno de libros viejos, de papeles, de muebles
en no muy buen estado, con una imagen de Fidel Castro encima de una repisa, el
Hermano Mayor, detalle que siempre me sorprendía, ya que los ocupantes de la
casa eran más bien críticos de la situación, descontentos, disidentes, palabra,
esta última, que todavía no se había puesto de moda. Recibimos entonces la
noticia de que se acababa de crear en Chile una editorial del Estado, Quimantú.
Es el
comienzo de la censura, dijo alguien, ya no recuerdo quién, o lo recuerdo a
medias y prefiero no citar su nombre, puesto que ese alguien todavía vive en La
Habana y ha tenido que acomodarse a las reglas del juego. Me pareció, en esos
días, un comentario algo exagerado, pero poco después empecé a experimentar en
carne propia esa forma nueva de censura. Porque cuando me dieron la misión
diplomática de abrir la embajada de Chile en La Habana, los flamantes editores
estatales, cuya empresa ya estaba en formación, se me acercaron con entusiasmo
a pedirme libros míos, y cuando supieron, dos o tres meses más tarde, que había
tenido problemas con los poderes establecidos, desaparecieron de mi horizonte
en cuestión de segundos.
Esto
ocurría a finales de 1970 o comienzos de 1971, en los primeros meses de
gobierno de la Unidad Popular y de Salvador Allende. Ahora, cuarenta y tantos
años después, nos sorprende la noticia de que se ha terminado en Cuba la
censura de «1984», la novela de George Orwell, que es una de las fantasías o
alegorías clásicas del siglo XX, una crítica devastadora de los Estados
totalitarios, globales, supuestamente benefactores. Utopía negativa, han dicho
sus analistas más lúcidos, como también lo fueron el «Brave New World , el «Un
mundo feliz» de Aldous Huxley, y un texto mucho menos conocido, pero inaugural,
insólito, sorprendente: «Nosotros», de un gran precursor ruso, Yevgueni
Zamyatin, que ya en 1919 había conseguido escapar al exilio londinense.
Los
despachos de prensa nos dicen que la obra maestra de Orwell ha sido editada
ahora en Cuba en cinco mil ejemplares por la editorial estatal Arte y
Literatura. En esa breve información, para los buenos entendedores, está todo
dicho. Si todas las empresas editoriales de un país son estatales, no hay
ninguna necesidad de censura de libros o de lo que sea. El Estado sólo editará
las obras correctas, previamente examinadas y filtradas, y de vez en cuando,
para dar una imagen positiva, publicará una obra menos correcta, disidente, en
pocos ejemplares, y la distribuirá con la necesaria prudencia. Así se procedía
en la década de los setenta con libros incómodos como «Fuera de juego», del
poeta Heberto Padilla, o con «Paradiso», de José Lezama Lima. Así se hace ahora
con George Orwell y con otros personajes literarios dudosos. El escenario ha
empezado a cambiar, no sólo por el establecimiento de relaciones diplomáticas
con Washington: también a causa de la penetración insidiosa del llamado
«cuentapropismo», que no es otra cosa que el regreso lento, al cabo de medio
siglo, de un capitalismo que no se atreve a decir su nombre. Todos, por lo
tanto, contentos. Las editoriales del Estado tienen que obedecer, como es
inevitable, a la vieja razón de estado, que exige, en este nuevo caso, modestas
aperturas, libertades de expresión severamente vigiladas. Libertad de
expresión, sí, como acaba de declarar una ministra chilena, «pero dentro del
marco del respeto».
La
relectura de «1984» es extraordinaria, en cierto sentido abrumadora. Todo
estaba dicho, pero a nosotros nos faltaba aprender a leer y a sacar las
verdaderas consecuencias de nuestras lecturas. George Orwell, cuyo nombre civil
era Eric Blair, había sido joven funcionario de la policía colonial inglesa en
Birmania; había viajado y conocido por dentro la Unión Soviética de Stalin, y
después había combatido por el lado republicano, desde facciones libertarias,
anarquizantes, en la guerra de España. Su «Homenaje a Cataluña» es otra obra
maestra y un libro de minorías, pero minorías permanentes y que todavía tienden
a crecer. La crítica anglosajona más avanzada, los mejores pensadores políticos
europeos, explicaron que la literatura de Orwell no era sólo una crítica del
socialismo real: era un anticipo de lo que se preparaba en el mundo moderno. La
concentración del Estado totalitario, con sus aberraciones de diferente signo,
coincidía con el desarrollo enfermizo de la gran empresa transnacional y
corporativa. Si miramos estas cosas con más de sesenta años de perspectiva, puesto
que Orwell escribía en 1948, llegamos a la conclusión de que podemos
defendernos mejor de las colusiones empresariales y de los monopolios globales
que de los Estados autoritarios abusivos. En la América nuestra, los Maduro,
los Morales, los Kirchner, pierden sus elecciones, pero tratan de aferrarse al
poder como lapas y de mantener en prisión, en el caso venezolano, a sus
adversarios políticos.
Después
de tantas vueltas, llegamos a la conclusión de que los sistemas electorales de
origen democrático, las libertades de expresión, los poderes judiciales
sólidos, valen mucho más de lo que pensábamos en tiempos juveniles e
indocumentados. Las generaciones intelectuales hispanoamericanas de la década
de los cincuenta despreciaron las democracias «burguesas», «formales», y
pagaron las consecuencias de diversas maneras. Por ejemplo, el pinochetismo
chileno, implantado en un país de larga tradición democrática, nos hizo
reflexionar a todos y revisar lugares comunes, ideas establecidas, pero no bien
digeridas.
Vean
ustedes lo que escribe el profético Yevgueni Zamjatin en las primeras páginas
de «Nosotros», libro publicado por primera vez en Inglaterra en 1921: «Vuestra
obligación consiste en someter al agradecido yugo de la razón a los seres
desconocidos que viven en otros planetas y que todavía se encuentran, quizá, en
un estado primitivo de libertad. Si ellos no entienden que les traemos una
forma matemáticamente perfecta de felicidad, nuestro deber será obligarlos a
ser felices…» «¡Larga vida a los Números, exclamará un poco más adelante, larga
vida a los Benefactores!». Ese Estado Benefactor de Yevgueny Zamyatin es el
mismo que Octavio Paz, en una época más reciente, bautizó como Ogro
Filantrópico. Es el que imaginaba Orwell en 1948 y que la Cuba de Raúl Castro,
ahora, con sentido de la oportunidad, permite conocer en tiraje limitado.
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