Francisco Fernández-Carvajal 07 de abril de
2020
@hablarcondios
— Jesús con la Cruz a
cuestas por las calles de Jerusalén. Simón de Cirene.
— Jesús acompañado de
dos ladrones en su camino hacia el Calvario. Modos de llevar la cruz.
— El encuentro con su
Santísima Madre.
I. Tras una noche
de dolor, de burlas y desprecio, Jesús, roto por el terrible tormento de la
flagelación, es llevado para ser crucificado. Entonces les soltó a
Barrabás; y a Jesús, después de haberle hecho azotar, se lo entregó para que
fuera crucificado1,
dice sobriamente el Evangelio de San Mateo.
El pueblo no aceptó el canje por Barrabás, del que era
inocente por quien era culpable de robo con homicidio. Jesús es condenado a
sufrir un doloroso castigo y la muerte reservada a los criminales. Al poco
tiempo, todos ven que está demasiado débil para llevar sobre sus hombros la
cruz hasta el Calvario. Un hombre, Simón de Cirene, que va camino de su casa,
es forzado a cargar con ella. ¿Dónde están tus discípulos? Jesús les había
hablado de llevar la cruz2,
y todos ellos habían afirmado con gran seguridad que estaban dispuestos a ir
con Él hasta la muerte3.
Ahora ni siquiera encuentra a uno para que le ayude a llevar el madero hasta el
lugar de la ejecución. Lo ha de hacer un extraño, y obligado a la fuerza.
Alrededor del Señor no hay rostros amigos y nadie quiso comprometerse. Hasta
quienes recibieron beneficios y curaciones quieren pasar ahora inadvertidos. Se
cumplió al pie de la letra lo que profetizó Isaías muchos siglos antes: He
pisado el lagar yo solo, sin que nadie de entre las gentes me ayudase... Miré,
y no había quien me auxiliase; me maravillé de que no hubiera quien me apoyara4.
Cogió Simón el extremo de la cruz y lo cargó sobre sus
hombros. El otro, el más pesado, el del amor no comprendido, el de los pecados
de cada hombre, ese lo llevó Cristo, solo.
Hay una excepción en este desamparo en que el Señor se
encuentra, y que nos ha sido transmitida por tradición: una mujer –a la que se
conoce por el nombre de Verónica– se acerca con un paño para limpiar el rostro
de Jesús, y en la tela quedó impreso el rostro del Señor. «El velo de la
Verónica es el símbolo del conmovedor diálogo entre Cristo y el alma reparadora.
La Verónica respondió al amor de Cristo con su reparación; una reparación
especialmente admirable, porque fue hecha por una débil mujer que no temió las
iras de los enemigos de Cristo (...). ¿Se imprime en mi alma (...) el rostro de
Jesús, como en el velo de la Verónica?»5.
El Señor sigue su camino; algún alivio físico le ha
llegado. Pero la vía es tortuosa y el suelo irregular. Sus energías están cada
vez más mermadas; nada tiene de extraño que Jesús caiga. Una, dos, tres veces.
Cae y a duras penas se levanta. Y a los pocos metros vuelve a caer. Al
levantarse nos dice lo mucho que nos ama; al caer expresa la gran necesidad que
siente de que le amemos.
«No es tarde, ni todo está perdido... Aunque te lo
parezca. Aunque lo repitan mil voces agoreras. Aunque te asedien miradas
burlonas e incrédulas... Has llegado en un buen momento para cargar con la
Cruz: la Redención se está haciendo –¡ahora!–, y Jesús necesita muchos
cirineos»6.
II. En otro momento
de ese caminar hacia el Calvario, Jesús pasa delante de un grupo de mujeres que
lloran por Él. Las consuela y hace una «llamada al arrepentimiento, al
verdadero arrepentimiento, al pesar, en la verdad del mal cometido. Jesús dice
a las hijas de Jerusalén que lloran a su vista: No lloréis por mí;
llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos (Lc 23,
28). No podemos quedarnos en la superficie del mal, hay que llegar a su raíz, a
las causas, a la más honda verdad de la conciencia (...). Señor, ¡dame saber
vivir y andar en la verdad!»7.
A Jesús, formando parte del cortejo, y para hacer más
humillante su muerte, le acompañan dos ladrones. Un espectador recién llegado,
que nada supiera, vería tres hombres, cada uno cargado con su cruz, camino de
la muerte. Pero solo uno es el Salvador del mundo, y una sola la Cruz
redentora.
Hoy también se puede llevar la cruz de distintas
formas. Hay una cruz llevada con rabia, contra la que el hombre se revuelve
lleno de odio o, al menos, de un profundo malestar; es una cruz sin sentido y
sin explicación, inútil, que incluso aleja de Dios. Es la cruz de los que en
este mundo solo buscan la comodidad y el bienestar material, que no soportan el
dolor ni el fracaso, porque no quieren comprender el sentido sobrenatural del
sufrimiento. Es una cruz que no redime: es la que lleva uno de los
ladrones.
Camino del Calvario marcha una segunda cruz llevada
con resignación, quizá incluso con dignidad humana, aceptándola porque no hay
más remedio. Así la lleva el otro ladrón, hasta que poco a poco se da cuenta de
que muy cerca de él está la figura soberana de Cristo, que cambiará por
completo los últimos instantes de su vida aquí en la tierra, y también la
eternidad, y le hará convertirse en el buen ladrón.
Hay un tercer modo de llevarla. Jesús se abraza a la
Cruz salvadora y nos enseña cómo debemos cargar con la nuestra: con amor,
corredimiendo con Él a todas las almas, reparando por los propios pecados. El
Señor ha dado un sentido profundo al dolor. Pudiendo redimirnos de muchas
maneras lo hizo a través del sufrimiento, porque nadie tiene amor más
grande que aquel que da la vida por sus amigos8.
Las personas santas han descubierto que el dolor, el
sufrimiento, la contrariedad dejan de ser algo negativo en el momento en que no
se ve la cruz sola, sino con Jesús que pasa y sale a nuestro encuentro. «¡Dios
mío!, que odie el pecado, y me una a Ti, abrazándome a la Santa Cruz, para
cumplir a mi vez tu Voluntad amabilísima..., desnudo de todo afecto terreno,
sin más miras que tu gloria..., generosamente, no reservándome nada,
ofreciéndome contigo en perfecto holocausto»9.
Simón de Cirene conoció a Jesús a través de la Cruz.
El Señor le recompensará la ayuda prestada dando la fe también a sus dos hijos,
Alejandro y Rufo10;
serían pronto cristianos destacados de la primera hora. Debemos pensar que
Simón de Cirene más tarde sería un discípulo fiel, estimado por la primera
comunidad cristiana de Jerusalén. «Todo empezó por un encuentro inopinado con
la Cruz.
»Me presenté a los que no preguntaban por mí, me
hallaron los que no me buscaban (Is 65,
1).
»A veces la Cruz aparece sin buscarla: es Cristo que
pregunta por nosotros. Y si acaso ante esa Cruz inesperada, y tal vez por eso
más oscura, el corazón mostrara repugnancia... no le des consuelos. Y, lleno de
una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia:
corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!»11.
La meditación de hoy es un momento oportuno para que
nos preguntemos a nosotros mismos cómo llevamos las contrariedades, el dolor.
Buena ocasión para examinar si nos acercan a Cristo, si estamos corredimiendo
con Él, si nos sirven para expiar nuestras culpas.
III.
«Caminaba el Salvador, el cuerpo inclinado con el peso de la Cruz, los ojos
hinchados y como ciegos de lágrimas y de sangre, el paso lento y dificultoso
por su debilidad; le temblaban las rodillas, se arrastraba casi detrás de sus
dos compañeros de suplicio. Y los judíos se reían, los verdugos y los soldados
le empujaban»12. En el cuarto misterio doloroso del Rosario contemplamos a
Jesús con la Cruz a cuestas camino del Calvario «Estamos tristes, viviendo la
Pasión de Nuestro Señor Jesús. —Mira con qué amor se abraza a la Cruz. —Aprende
de Él. —Jesús lleva Cruz por ti: tú, llévala por Jesús.
»Pero no lleves la Cruz arrastrando... Llévala a
plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la
Santa Cruz (...).
»Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el
camino»13.
En el Vía Crucis meditamos que, en
una de aquellas callejuelas, Jesús se encontró con su Madre. Se paró un
instante. «Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus
ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma
de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo.
»¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y
ved si hay dolor comparable a mi dolor! (Lam 1,
12).
»Pero nadie se da cuenta, nadie se fija, solo Jesús
(...).
»En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora
ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad, un sí a la
voluntad divina»14.
El Señor continúa su camino y María le acompaña a
pocos metros de distancia, hasta el Calvario. La profecía de Simeón se está
cumpliendo con perfecta exactitud.
«¿Qué hombre no lloraría, si viera a la Madre de
Cristo en tan atroz suplicio?
»Su Hijo herido... Y nosotros lejos, cobardes,
resistiéndonos a la Voluntad divina.
»Madre y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que,
como el tuyo, se identifique con el clamor de Jesús ante su Padre: non
mea voluntas... (Lc 22, 42): no se haga mi voluntad, sino
la de Dios»15.
Cuando el dolor y la aflicción nos aquejen, cuando se
hagan más penetrantes, acudiremos a Santa María, Mater dolorosa,
para que nos haga fuertes y para aprender a santificarlos con paz y serenidad.
1 Mt 27,
26. —
2 Mt 16,
24. —
3 Mt 26,
35. —
4 Is 63,
3 y 5. —
5 J.
Ablewicz, Seréis mis testigos, Madrid 1983. Vía
Crucis, Sexta estación, pp. 334-335. —
6 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, V, 2. —
7 K.
Wojtyla, Signo de contradicción, Madrid 1978. Vía
Crucis, Octava estación, pp. 244-245. —
8 Cfr. Jn 15,
13. —
9 San
Josemaría Escrivá, loc. cit., IX. —
10 Cfr. Mc 15,
21. —
11 San
Josemaría Escrivá, loc. cit., V. —
12 L.
de la Palma, La pasión del Señor, p. 168. —
13 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario, cuarto misterio doloroso.
—
14 ídem, Vía
Crucis, IV. —
15 Ibídem,
IV, 1.
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