Francisco Fernández-Carvajal 31 de marzo de
2020
@hablarcondios
— Jesucristo nos
redimió y liberó del pecado, raíz de todos los males. Valor de corredención del
dolor sufrido por amor a Cristo.
— Jesucristo ha venido
a traernos la salvación. Todos los demás bienes han de ordenarse a la vida
eterna.
— A cada hombre se le
aplican los méritos que Cristo nos alcanzó en la Cruz. Necesidad de
corresponder. La Redención se actualiza de modo singular en la Santa Misa.
Corredentores con Cristo.
I. Nos
ha trasladado Dios al reino de su Hijo querido, por cuya Sangre hemos recibido
la redención, el perdón de los pecados1.
Redimir significa liberar por medio de un rescate.
Redimir a un cautivo era pagar un rescate por él, para devolverle la
libertad. Os aseguro –son palabras de Jesucristo, en el
Evangelio de la Misa de hoy– que quien comete pecado es esclavo del
pecado2. Nosotros, después del pecado original, estábamos como en una
cárcel, éramos esclavos del pecado y del demonio, y no podíamos alcanzar el
Cielo. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, pagó el rescate con su
Sangre, derramada en la Cruz. Satisfizo sobreabundantemente la deuda contraída
por Adán al cometer el pecado original y la de todos los pecados personales
cometidos por los hombres y que se habrían de cometer hasta el fin de los
tiempos. Es nuestro Redentor y su obra se llama Redención y Liberación,
pues verdaderamente Él nos ha ganado la libertad de hijos de Dios3.
Jesucristo nos liberó del pecado, y así sanó la raíz
de todos los males; de esa forma hizo posible la liberación integral del
hombre. Ahora cobran su sentido pleno las palabras del Salmo que hoy reza la
Iglesia en la liturgia de las Horas: «Dominus illuminatio mea et salus
mea, quem timebo?, el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
(...) Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla; si me declaran la
guerra, me siento tranquilo»4.
Si no se hubiera curado el mal en su raíz, que es el pecado, el hombre jamás
habría podido ser verdaderamente libre y sentirse fuerte ante el mal. Jesús
mismo quiso padecer voluntariamente el dolor y vivir pobre para mostrarnos que
el mal físico y la carencia de bienes materiales no son verdaderos males. Solo
existe un mal verdadero, que hemos de temer y rechazar con la gracia de Dios:
el pecado5; esa es la esclavitud más honda, es la única desgracia para
toda la humanidad y para cada hombre en concreto.
Los demás males que aquejan al hombre solo es posible
vencerlos –parcialmente en esta vida y totalmente en la otra– a partir de la
liberación del pecado. Más aún, los males físicos –el dolor, la enfermedad, el
cansancio–, si se llevan por Cristo, se convierten en verdaderos tesoros para
el hombre. Esta es la mayor revolución obrada por Cristo, que solo se puede
entender en la oración, con la luz que da la fe. «Yo te voy a decir cuáles son
los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies; hambre, sed,
calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel...»6.
Por eso hoy podemos examinar si de verdad consideramos
el dolor, físico o moral, como un tesoro que nos une a Cristo. ¿Hemos aprendido
a santificarlo o, por el contrario, nos quejamos? ¿Sabemos ofrecer a Dios con
prontitud y serenidad las pequeñas mortificaciones previstas y las que surjan a
lo largo del día?
II. La liturgia de
las Horas hoy proclama: Vultum tuum, Domine, requiram: Tu rostro
buscaré, Señor7.
La contemplación de Dios saciará nuestras ansias de felicidad. Y esto tendrá
lugar al despertar, porque la vida es como un sueño... Así la compara muchas
veces San Pablo8.
Mi reino no es de este mundo, había dicho el Señor. Por esto, cuando
declaró: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia9,
no se refería a una vida terrena cómoda y sin dificultades, sino a la vida
eterna, que se incoa ya en esta. Vino a liberarnos principalmente de lo que nos
impide alcanzar la felicidad definitiva: del pecado, único mal absoluto, y de
la condenación a la que el pecado conduce. Si el Hijo os hace libres
seréis realmente libres, nos dice el Señor en el Evangelio de hoy10.
Nos dio también así la posibilidad de vencer las otras consecuencias del
pecado: la opresión, las injusticias, las diferencias económicas desorbitadas,
la envidia, el odio..., o padecerlas por Dios con alegría cuando no se pueden
evitar.
Es de tal valor la vida que Cristo nos ha ganado que
todos los bienes terrenos deben estarle subordinados. De ninguna manera quiere
decir esto que los cristianos debamos quedar pasivos ante el dolor y la
injusticia; por el contrario, toca a cada uno, manteniendo esa subordinación de
todos los demás bienes al bien absoluto del hombre, asumir el compromiso,
nacido de la caridad y en ocasiones de la justicia, de hacer un mundo más
humano y más justo, comenzando por la empresa en que trabajamos, en el barrio
de la gran ciudad o en el pueblo en el que nos encontramos.
El precio que Cristo pagó por nuestro rescate fue su
propia vida. Así nos mostró la gravedad del pecado, y cuánto vale nuestra
salvación eterna y los medios para alcanzarla. San Pablo también nos
recuerda: Habéis sido comprados a gran precio; y a
continuación añade, como consecuencia: glorificad a Dios y llevadle en
vuestro cuerpo11.
Pero sobre todo, quiso el Señor llegar tan lejos para demostrarnos su amor,
pues nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos12,
porque la vida es lo más que puede dar el hombre. Esto hizo Cristo por
nosotros. No se conformó con hacerse uno de nosotros, sino que quiso dar su
vida como rescate para salvarnos. Nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros13.
«Nos ha trasladado Dios al reino de su Hijo querido, por cuya Sangre hemos
recibido la redención, el perdón de los pecados»14.
Cualquier hombre puede decir: El Hijo de Dios me amó y se entregó por
mí15.
¿Cómo aprecio la vida de la gracia que me consiguió
Cristo en el Calvario?, nos podemos preguntar hoy cada uno de nosotros. ¿Pongo
los medios para aumentarla: sacramentos, oración, buenas obras? ¿Evito las
ocasiones de pecar, manteniendo una lucha decidida contra la sensualidad, la
soberbia, la pereza...? Os aseguro que quien comete pecado, es esclavo
del pecado...
III. El
aparente «fracaso» de Cristo en la Cruz se vuelve redención gozosa para todos
los hombres, cuando estos quieren. Nosotros estamos ahora recibiendo
copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús en la Cruz. «En la misma
historia humana que es el escenario del mal, se va tejiendo la obra de la
salvación eterna»16,
en medio de nuestros olvidos y negaciones, y de nuestra correspondencia llena
de amor.
La Cuaresma es un buen momento para recordar que la
Redención se sigue haciendo día a día y para detenernos a considerar los
momentos en que se hace más patente: «Cada vez que se celebra en el altar el
sacrificio de la Cruz, por el que se inmoló Cristo nuestra Pascua, se realiza
la obra de nuestra redención»17.
Cada Misa posee un valor infinito; los frutos en cada fiel dependen de las
disposiciones personales. Con San Agustín podemos decir, aplicándolo a la Misa,
que «no está permitido querer con amor menguado (...), pues debéis llevar
grabado en vuestro corazón al que por vosotros murió clavado en la Cruz»18.
La Redención se realizó una sola vez mediante la Pasión, Muerte y Resurrección
de Jesucristo, y se actualiza ahora en cada hombre, de un modo particularmente
intenso, cuando participa íntimamente del Sacrificio de la Misa.
Se realiza también la redención, de modo distinto a lo
dicho anteriormente sobre la Misa, en cada una de nuestras conversiones
interiores, cuando hacemos una buena Confesión, cuando recibimos con piedad los
sacramentos, que son como «canales de la gracia». El dolor ofrecido en
reparación de nuestros pecados –que merecían un castigo mucho mayor–, por
nuestra salvación eterna y la de todo el mundo, nos hace también corredentores
con Cristo. Lo que era inútil y destructivo se convierte en algo de valor
incalculable. Un enfermo en un hospital, la madre de familia que se enfrenta a
problemas que aparentemente la superan, la noticia de una desgracia que nos
hiere profundamente, los obstáculos con los que cada día tropezamos, las
mortificaciones que hacemos sirven para la Redención del mundo si las ponemos en
la patena, junto al pan que el sacerdote ofrece en la Santa Misa. Nos puede
parecer que son cosas muy pequeñas, de poco peso, como las gotas de agua que el
sacerdote añade al vino en el Ofertorio. Sin embargo, del mismo modo que esas
gotas de agua se unen al vino que se convertirá en la Sangre de Cristo, también
nuestras acciones así ofrecidas alcanzarán un valor inmenso a los ojos de Dios,
porque las hemos unido al Sacrificio de Jesucristo. «El pecador perdonado es
capaz de unir su propia mortificación física y espiritual, buscada o al menos
aceptada, a la Pasión de Jesús que le ha obtenido el perdón»19.
Nos hacemos así corredentores con Cristo.
Acudimos a la Virgen para que nos enseñe a vivir
nuestra vocación de corredentores con Cristo en medio de nuestra vida
ordinaria. «¿Qué sentiste, Señora, al ver así a tu Hijo? –le preguntamos en la
intimidad de nuestra oración–. Te miro, y no encuentro palabras para hablar de
tu dolor. Pero sí entiendo que al ver a tu Hijo que lo necesita, al comprender
que tus hijos lo necesitamos, aceptas todo sin vacilar. Es un nuevo “hágase” en
tu vida. Un nuevo modo de aceptar la corredención. ¡Gracias, Madre mía! Dame
esa actitud decidida de entrega, de olvido absoluto de mí mismo. Que frente a
las almas, al aprender de ti lo que exige el corredimir, todo me parezca poco.
Pero acuérdate de salir a mi encuentro, en el camino, porque solo no sabré ir
adelante»20.
1 Antífona
de comunión. Col 1, 13-14. —
2 Jn 8,
34. —
3 Cfr. Gal 4,
31. —
4 Sal
26. —
5 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 386. —
6 Ibídem,
n. 194. —
7 Sal 26.
—
8 Cfr. 1
Tes 4, 14. —
9 Jn 10,
10. —
10 Jn 8,
36. —
11 1
Cor 6, 20. —
12 Jn 15,
13. —
13 Cfr. Ef 5,
2. —
14 Antífona
de comunión. Gal 1, 13-14. —
15 Gal 2,
20. —
16 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 186. —
17 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. —
18 San
Agustín, Sobre la santa virginidad, 55. —
19 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 31.
—
20 M.
Montenegro, Vía Crucis, Palabra, 3ª ed., Madrid 1976, IV.
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