Francisco Fernández-Carvajal 13 de abril de
2020
@hablarcondios
— En el camino de
Emaús. Jesús vive y está a nuestro lado.
— Cristo nunca abandona
a los suyos, no le abandonemos nosotros. La virtud de la fidelidad. Ser fieles
en lo pequeño.
— La virtud de la
fidelidad debe informar todas las manifestaciones de la vida del cristiano.
I. El Evangelio de
la Misa de hoy nos presenta otra aparición de Jesús el mismo día de Pascua por
la tarde.
Dos discípulos se dirigen a su aldea, Emaús, perdida
la virtud de la esperanza porque Cristo, en quien habían puesto todo el sentido
de su vida, ha muerto. El Señor, como si también Él fuese de camino, les da
alcance y se une a ellos sin ser reconocido1. La conversación tiene un tono entrecortado, como cuando se
habla mientras se camina. Hablan entre sí de lo que les preocupa: lo ocurrido
en Jerusalén la tarde del viernes, la muerte de Jesús de Nazaret. La
crucifixión del Señor había supuesto una grave prueba para las esperanzas de
todos aquellos que se consideraban sus discípulos y que, en un grado o en otro,
habían depositado en Él su confianza. Todo se había desarrollado con gran
rapidez, y aún no se han recobrado de lo que habían visto sus ojos.
Estos que regresan a su aldea, después de haber
celebrado la fiesta de la Pascua en Jerusalén, muestran su inmensa tristeza, su
desesperanza y desconcierto a través de la conversación: Nosotros
esperábamos que había de redimir a Israel, dicen. Ahora hablan de Jesús
como de una realidad pasada: Lo de Jesús el Nazareno, que fue un
profeta poderoso... «Fijaos en este contraste. Ellos dicen: (...)
“¡Que fue!”... ¡Y lo tienen al lado, está caminando con ellos, está en su
compañía indagando la razón, las raíces íntimas de su tristeza!
»“Que fue...”, dicen ellos. Nosotros, si hiciéramos un
sincero examen, un detenido examen de nuestra tristeza, de nuestros
desalientos, de nuestro estar de vuelta de la vida, encontraríamos una clara
vinculación con ese pasaje evangélico. Comprobaríamos que espontáneamente
decimos: “Jesús fue...”, “Jesús dijo...”, porque olvidamos que,
como en el camino de Emaús, Jesús está vivo a nuestro lado ahora mismo. Este
redescubrimiento aviva la fe, resucita la esperanza, es hallazgo que nos señala
a Cristo como gozo presente: Jesús es, Jesús prefiere; Jesús dice; Jesús manda,
ahora, ahora mismo»2. Jesús vive.
Conocían estos hombres la promesa de Cristo acerca de
su Resurrección al tercer día. Habían oído por la mañana el mensaje de las
mujeres que han visto el sepulcro vacío y a los ángeles. Habían tenido suficiente
claridad para alimentar su fe y su esperanza; sin embargo, hablan de Cristo
como de algo pasado, como de una ocasión perdida. Son la imagen viva del
desaliento. Su inteligencia está a oscuras y su corazón embotado.
Cristo mismo –a quien al principio no reconocen, pero
cuya compañía y conversación aceptan– les interpreta aquellos acontecimientos a
la luz de las Escrituras. Con paciencia, les devuelve la fe y la esperanza. Y
aquellos dos recuperan también la alegría y el amor: ¿No es verdad –dicen
más tarde– que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos
hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?3.
Es posible que nosotros también nos encontremos alguna
vez con el desaliento y la falta de esperanza ante defectos que no acabamos de
desarraigar, ante dificultades en el apostolado o en el trabajo que nos parecen
insuperables... En esas ocasiones, si nos dejamos ayudar, Jesús no permitirá
que nos alejemos de Él. Quizá sea en la dirección espiritual donde, al abrir el
alma con sinceridad, veamos de nuevo al Señor. Con Él vienen siempre la alegría
y los deseos de recomenzar cuanto antes: Y se levantaron a toda prisa y
regresaron a Jerusalén... Pero es necesario dejarse ayudar, estar
dispuestos a ser dóciles a los consejos que recibimos.
II. La esperanza es
la virtud del caminante que, como nosotros, todavía no ha llegado a la meta,
pero sabe que siempre tendrá los medios para ser fiel al Señor y perseverar en
la propia vocación recibida, en el cumplimiento de los propios deberes. Pero
hemos de estar atentos a Cristo, que se acerca a nosotros en medio de nuestras
ocupaciones, y «agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con
el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural; también cuando las
pasiones se levantan y nos acometen para aherrojarnos en el reducto mezquino de
nuestro yo, o cuando –con vanidad pueril– nos sentimos el centro del universo.
Yo vivo persuadido de que, sin mirar hacia arriba, sin Jesús, jamás lograré
nada; y sé que mi fortaleza, para vencerme y para vencer, nace de repetir aquel
grito: todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4,13),
que recoge la promesa segura de Dios de no abandonar a sus hijos, si sus hijos
no le abandonan»4.
El Señor nos habla con frecuencia de fidelidad a
lo largo del Evangelio: nos pone como ejemplo al siervo fiel y prudente, al
criado bueno y leal en lo pequeño, al administrador fiel, etcétera. La idea de
la fidelidad penetra tan hondo dentro del cristiano que el título de fieles
bastará para designar a los discípulos de Cristo5.
A la perseverancia se opone la inconstancia, que
inclina a desistir fácilmente de la práctica del bien o del camino emprendido,
al surgir las dificultades y tentaciones. Entre los obstáculos más frecuentes
que se oponen a la perseverancia fiel está, en primer lugar, la soberbia, que
oscurece el fundamento mismo de la fidelidad y debilita la voluntad para luchar
contra las dificultades y tentaciones. Sin humildad, la perseverancia se torna
endeble y quebradiza. Otras veces, lo que dificulte la lealtad a los
compromisos contraídos, será el propio ambiente, la conducta de personas que
tendrían que ser ejemplares y no lo son y, por eso mismo, parece querer dar a
entender que el ser fiel no es un valor fundamental de la persona.
En otras ocasiones, los obstáculos pueden tener su
origen en el descuido de la lucha en lo pequeño. El mismo Señor nos ha
dicho: Quien es fiel en lo pequeño, también lo es en lo grande6. El cristiano que cuida hasta los pequeños deberes de su
trabajo profesional (puntualidad, orden...); el que lucha por mantener la
presencia de Dios durante la jornada; el que guarda con naturalidad los
sentidos; el marido leal con su esposa en los pequeños incidentes de la vida
diaria; el estudiante que prepara sus clases cada día..., esos están en camino
de ser fieles cuando sus compromisos requieran un auténtico heroísmo.
La fidelidad hasta el final de la vida exige la
fidelidad en lo pequeño de cada jornada, y saber recomenzar de nuevo cuando por
fragilidad hubo algún descamino. Perseverar en la propia vocación es responder
a las llamadas que Dios hace a lo largo de una vida, aunque no falten
obstáculos y dificultades y, a veces, incidentes aislados de cobardía o
derrota. El llamamiento de Cristo exige una respuesta firme y continuada y, a
la vez, penetrar más profundamente en el sentido de la Cruz y en la grandeza y
en las exigencias del propio camino.
III. Esta
virtud de la fidelidad debe informar todas las manifestaciones de la vida del
cristiano: relaciones con Dios, con la Iglesia, con el prójimo en el trabajo,
en sus deberes de estado y consigo mismo. Es más, el hombre vive la fidelidad
en todas sus formas cuando es fiel a su vocación, y es de su fidelidad al Señor
de donde se deduce, y a la que se reduce, la fidelidad a todos sus compromisos
verdaderos. Fracasar, pues, en la vocación que Dios ha querido para nosotros es
fracasar en todo. Al faltar la fidelidad al Señor, todo queda desunido y roto.
Aunque luego Él, en su misericordia, puede recomponerlo todo, si el hombre,
humildemente, se lo pide.
Dios mismo sostiene constantemente nuestra fidelidad,
y cuenta siempre con la flaqueza humana, los defectos y las equivocaciones.
Está dispuesto a darnos las gracias necesarias, como a aquellos dos de Emaús,
para salir adelante en todo momento, si hay sinceridad de vida y deseos de
lucha. Y ante el aparente fracaso de muchas tentativas (si lo hubiera), debemos
recordar que Dios, más que el «éxito», lo que mira con ojos amorosos es el
esfuerzo continuado en la lucha.
De este modo, perseverando con la ayuda de Dios en lo
poco de cada día, lograremos oír al final de nuestra vida, con gozosísima
dicha, aquellas palabras del Señor: Muy bien, siervo bueno y fiel; has
sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu
Señor7.
Es muy posible que nosotros también nos encontremos
con personas que han perdido el sentido sobrenatural de su vida, y tendremos
que llevarlas –en nombre del Señor– a la luz y a la esperanza. Porque es mucha
la tibieza en el mundo, mucha la oscuridad, y la misión apostólica del
cristiano es continuación de la de Jesús, concretada en aquellas personas entre
las que transcurre su vida.
Al terminar nuestra oración también le decimos
nosotros a Jesús: Quédate con nosotros, porque se hace de noche.
Quédate con nosotros, Señor, porque sin Ti todo es oscuridad y nuestra vida
carece de sentido. Sin Ti, andamos desorientados y perdidos. Y contigo todo
tiene un sentido nuevo: hasta la misma muerte es otra realidad radicalmente
diferente. Mane nobiscum, quoniam advesperascit et inclinatus est iam
dies. Quédate, Señor, con nosotros..., recuérdanos siempre las cosas
esenciales de nuestra existencia..., ayúdanos a ser fieles y a saber escuchar
con atención el consejo sabio de aquellas personas en las que Tú te haces
presente en nuestro continuo caminar hacia Ti. «“Quédate con nosotros, porque
ha oscurecido...” Fue eficaz la oración de Cleofás y su compañero.
»—¡Qué pena, si tú y yo no supiéramos “detener” a
Jesús que pasa!, ¡qué dolor, si no le pedimos que se quede!»8.
1 Lc 24,
13-35. —
2 A.
Gª Dorronsoro, Dios y la gente, Rialp, Madrid 1973, p. 103.
—
3 Lc 24,
32. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 213. —
5 Cfr. Hech 10,
45; 2 Cor 6, 15; Ef 1, 1. —
6 Lc 16,
10. —
7 Mt 25,
21-23. —
8 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 671.
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