Francisco Fernández-Carvajal 12 de abril de
2020
@hablarcondios
— La alegría verdadera
tiene su origen en Cristo.
— La tristeza nace del
descamino y del alejamiento de Dios. Ser personas optimistas, serenas, alegres,
también en medio de la tribulación.
— Dar paz y alegría a
los demás.
I. El
Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho, alegrémonos y
regocijémonos todos, porque reina para siempre. ¡Aleluya!1.
Nunca falta la alegría en el transcurso del año
litúrgico, porque todo él está relacionado, de un modo u otro, con la
solemnidad pascual, pero es en estos días cuando este gozo se pone
especialmente de manifiesto. En la Muerte y Resurrección de Cristo hemos sido
rescatados del pecado, del poder del demonio y de la muerte eterna. La Pascua
nos recuerda nuestro nacimiento sobrenatural en el Bautismo, donde fuimos
constituidos hijos de Dios, y es figura y prenda de nuestra propia
resurrección. Dios –nos dice San Pablo– nos ha dado
vida por Cristo y nos ha resucitado con Él2.
Cristo, que es el primogénito de los hombres, se ha convertido en ejemplo y
principio de nuestra futura glorificación.
Nuestra Madre la Iglesia nos introduce en estos días
en la alegría pascual a través de los textos de la liturgia: lecturas, salmos,
antífonas..., en ellos pide sobre todo que esta alegría sea anticipo y prenda
de nuestra felicidad eterna en el Cielo. Desde muy antiguo se suprimen en este
tiempo los ayunos y otras mortificaciones corporales, como símbolo externo de
esta alegría del alma y del cuerpo. «Los cincuenta días del tiempo pascual
–dice San Agustín– excluyen los ayunos, pues se trata de una anticipación del
banquete que nos espera allí arriba»3.
Pero de nada serviría esta invitación de la liturgia si en nuestra vida no se
produce un verdadero encuentro con el Señor, si no vivimos con una mayor
plenitud el sentido de nuestra filiación divina.
Los Evangelistas nos han dejado constancia, en cada una
de las apariciones, de cómo los Apóstoles se alegraron viendo al Señor.
Su alegría surge de haber visto a Cristo, de saber que vive, de haber estado
con Él.
La alegría verdadera no depende del bienestar
material, de no padecer necesidad, de la ausencia de dificultades, de la
salud... La alegría profunda tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos
tiene y en nuestra correspondencia a ese amor. Se cumple –ahora también–
aquella promesa del Señor: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá
quitar4. Nadie: ni el dolor, ni la calumnia, ni el desamparo..., ni
las propias flaquezas, si volvemos con prontitud al Señor. Esta es la única
condición: no separarse de Dios, no dejar que las cosas nos separen de Él;
sabernos en todo momento hijos suyos.
II. Nos dice el
Evangelio de la Misa: las mujeres se marcharon a toda prisa del
sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los
discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: Alegraos. Ellas
se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies5.
La liturgia del tiempo pascual nos repite con mil
textos diferentes estas mismas palabras: Alegraos, no perdáis jamás
la paz y la alegría; servid al Señor con alegría6,
pues no existe otra forma de servirle. «Estás pasando unos días de alborozo,
henchida el alma de sol y de color. Y, cosa extraña, ¡los motivos de tu gozo
son los mismos que otras veces te desanimaban!
»Es lo de siempre: todo depende del punto de mira.
—“Laetetur cor quaerentium Dominum!” —cuando se busca al Señor, el corazón
rebosa siempre de alegría»7.
En la Última Cena, el Señor no había ocultado a los
Apóstoles las contradicciones que les esperaban; sin embargo, les prometió que
la tristeza se tornaría en gozo: Así pues, también vosotros ahora os
entristecéis, pero os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón, y nadie os
quitará vuestro gozo8.
Aquellas palabras, que entonces les podrían resultar incomprensibles, se
cumplen ahora acabadamente. Y poco tiempo después, los que hasta ahora han
estado acobardados, saldrán del Sanedrín dichosos de haber padecido algo por su
Señor9. En el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, y en
el consiguiente olvido de nosotros mismos, está el origen de esta alegría
profunda del cristiano10.
Y esta es lo normal para quien sigue a Cristo. El pesimismo y la tristeza deberán
ser siempre algo extraño al cristiano. Algo que, si se diera, necesitaría de un
remedio urgente.
El alejamiento de Dios, el descamino, es lo único que
podría turbarnos y quitarnos ese don tan apreciado. Por tanto, luchemos por
buscar al Señor en medio del trabajo y de todos nuestros quehaceres,
mortifiquemos nuestros caprichos y egoísmos en las ocasiones que se presentan
cada día. Este esfuerzo nos mantiene alerta para las cosas de Dios y para todo
aquello que puede hacer la vida más amable a los demás. Esa lucha interior da
al alma una peculiar juventud de espíritu. No cabe mayor juventud que la del
que se sabe hijo de Dios y procura actuar en consecuencia.
Si alguna vez tuviéramos la desgracia de apartarnos de
Dios, nos acordaríamos del hijo pródigo, y con la ayuda del Señor volveríamos
de nuevo a Dios con el corazón arrepentido. En el Cielo habría ese día una gran
fiesta, y también en nuestra alma. Esto es lo que ocurre todos los días en
pequeñas cosas. Así, con muchos actos de contrición, el alma está habitualmente
con paz y serenidad.
Debemos fomentar siempre la alegría y el optimismo y
rechazar la tristeza, que es estéril y deja el alma a merced de muchas
tentaciones. Cuando se está alegre, se es estímulo para los demás; la tristeza,
en cambio, oscurece el ambiente y hace daño.
III.
Estar alegres es una forma de dar gracias a Dios por los innumerables dones que
nos hace; la alegría es «el primer tributo que le debemos, la manera más
sencilla y sincera de demostrar que tenemos conciencia de los dones de la
naturaleza y de la gracia y que los agradecemos»11.
Nuestro Padre Dios está contento con nosotros cuando nos ve felices y alegres
con el gozo y la dicha verdaderos.
Con nuestra alegría hacemos mucho bien a nuestro
alrededor, pues esa alegría lleva a los demás a Dios. Dar alegría será con
frecuencia la mejor muestra de caridad para quienes están a nuestro lado.
Fijémonos en los primeros cristianos. Su vida atraía por la paz y la alegría
con que realizaban las pequeñas tareas de la vida ordinaria. «Familias que
vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades
cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico.
Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un
espíritu nuevo que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Esos
fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy:
sembradores de paz y alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»12.
Muchas personas pueden encontrar a Dios en nuestro optimismo, en la sonrisa
habitual, en una actitud cordial. Esta muestra de caridad con los demás –la de
esforzarnos por alejar en todo momento el malhumor y la tristeza y remover su
causa– ha de manifestarse particularmente con los más cercanos. En concreto,
Dios quiere que el hogar en el que vivimos sea un hogar alegre. Nunca un lugar
oscuro y triste, lleno de tensiones por la incomprensión y el egoísmo.
Una casa cristiana debe ser alegre, porque la vida
sobrenatural lleva a vivir esas virtudes (generosidad, cordialidad, espíritu de
servicio...), a las que tan íntimamente está unida esta alegría. Un hogar cristiano
da a conocer a Cristo de modo atrayente entre las familias y en la sociedad.
Debemos procurar también llevar esta alegría serena y
amable a nuestro lugar de trabajo, a la calle, a las relaciones sociales. El
mundo está triste e inquieto y tiene necesidad, ante todo, del gaudium
cum pace13, de la paz y de la alegría que el Señor nos ha dejado.
¡Cuántos han encontrado el camino que lleva a Dios en la conducta cordial y
sonriente de un buen cristiano! La alegría es una enorme ayuda en el
apostolado, porque nos lleva a presentar el mensaje de Cristo de una forma
amable y positiva, como hicieron los Apóstoles después de la Resurrección.
Jesucristo debía manifestar siempre su infinita alegría interior. La
necesitamos también para nosotros mismos, para crecer en la propia vida
interior. Santo Tomás dice expresamente que «todo el que quiere progresar en la
vida espiritual necesita tener alegría»14.
La tristeza nos deja sin fuerzas; es como el barro pegado a las botas del
caminante que, además de mancharlo, le impide caminar.
Esta alegría interior es también el estado de ánimo
necesario para el perfecto cumplimiento de nuestras obligaciones. Y «cuanto más
elevadas sean estas, tanto más habrá de elevarse nuestra alegría»15.
Cuanto mayor sea nuestra responsabilidad (sacerdotes, padres, superiores,
maestros...), mayor también nuestra obligación de tener paz y alegría para
darla a los demás, mayor la urgencia de recuperarla si se hubiera enturbiado.
Pensemos en la alegría de la Santísima Virgen. Ella
está «abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección (...). Ella
recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la
Iglesia: Mater plena sanctae laetitiae, y, con toda razón, sus
hijos en la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre
de la gracia, la invocan como causa de su alegría: Causa nostrae
laetitiae»16.
1 Antífona
de entrada en la Misa. —
2 Ef 2,
6. —
3 San
Agustín, Sermón 252. —
4 Jn 16,
22. —
5 Mt 28,
8-9. —
6 Sal 99,
2. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 72. —
8 Jn 16,
22. —
9 Hech 5,
40. —
10 Cfr. Santos
Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, pp. 1125-1126. —
11 P.
A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, Rialp,
Madrid 1966, p. 12. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 30.
—
13 Misal
Romano, Preparación de la Santa Misa, Formula intentionis.
—
14 Santo
Tomás, Comentario a la Carta a los Filipenses, 4, 1.
—
15 P.
A. Reggio, o. c., p. 24. —
16 Pablo
VI, Exhor. Apost. Gaudete in Domino, 9-V-1975, IV.
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