Francisco Fernández-Carvajal 10 de abril de
2020
@hablarcondios
— Señales que siguieron
a la muerte de Nuestro Señor. La lanzada. El descendimiento.
— Preparación para la
sepultura. Valentía y generosidad de Nicodemo y José de Arimatea.
— Los Apóstoles junto a
la Virgen.
I. Después de tres
horas de agonía Jesús ha muerto. Los Evangelistas narran que el cielo se
oscureció mientra el Señor estuvo pendiente de la cruz, y ocurrieron sucesos
extraordinarios, pues era el Hijo de Dios quien moría. El velo del
templo se rasgó de arriba abajo1, significando que con la muerte de Cristo había caducado el
culto de la Antigua Alianza2; ahora, el culto agradable a Dios se tributa a través de la
Humanidad de Cristo, que es Sacerdote y Víctima.
La tarde del viernes avanzaba y era necesario retirar
los cuerpos; no podían quedar allí el sábado. Antes que luciera la primera
estrella en el firmamento debían estar enterrados. Como era la Parasceve (el
día de la preparación de la Pascua), para que no quedaran los cuerpos en la
cruz, pues aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato
que les quebraran las piernas y los quitasen3. Este envió unos soldados que quebraron las piernas de los
ladrones, para que murieran más rápidamente. Jesús ya estaba muerto, pero uno
de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y
agua4. Este suceso, además del hecho histórico que presenció San
Juan, tiene un profundo significado. San Agustín y la tradición cristiana ven
brotar los sacramentos y la misma Iglesia del costado abierto de Jesús: «Allí
se abría la puerta de la vida, de donde manaron los sacramentos de la Iglesia,
sin los cuales no se entra en la verdadera vida...»5. La Iglesia «crece visiblemente por el poder de Dios. Su
comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y el agua que manaron
del costado abierto de Cristo crucificado»6. La muerte de Cristo significó la vida sobrenatural que
recibimos a través de la Iglesia.
Esta herida, que llega al corazón y lo traspasa, es una
herida de superabundancia de amor que se añade a las otras. Es una manera de
expresar lo que ninguna palabra puede ya decir. María comprende y sufre, como
Corredentora. Su Hijo ya no la pudo sentir, Ella sí. Y así se acaba de cumplir
hasta el final la profecía de Simeón: una espada traspasará tu alma7.
Bajaron a Cristo de la cruz con cariño y veneración, y
lo depositaron con todo cuidado en brazos de su Madre. Aunque su Cuerpo es una
pura llaga, su rostro está sereno y lleno de majestad. Miremos despacio y con
piedad a Jesús, como le miraría la Virgen Santísima. No solo nos ha rescatado
del pecado y de la muerte, sino que nos ha enseñado a cumplir la voluntad de
Dios por encima de todos los planes propios, a vivir desprendidos de todo, a
saber perdonar cuando el que ofende ni siquiera se arrepiente, a saber
disculpar a los demás, a ser apóstoles hasta el momento de la muerte, a sufrir
sin quejas estériles, a querer a los hombres aunque se esté padeciendo por
culpa de ellos... «No estorbes la obra del Paráclito: únete a Cristo, para
purificarte, y siente, con Él, los insultos, y los salivazos, y los
bofetones..., y las espinas, y el peso de la muerte..., y los hierros rompiendo
tu carne, y las ansias de una muerte en desamparo...
»Y métete en el costado abierto de Nuestro Señor hasta
hallar cobijo seguro en su llagado Corazón»8. Allí encontraremos la paz. Dice San Buenaventura, hablando de
ese vivir místicamente dentro de las llagas de Cristo: «¡Oh, qué buena cosa es
estar con Jesucristo crucificado! Quiero hacer en Él tres moradas: una, en los
pies; otra, en las manos, y otra perpetua en su precioso costado. Aquí quiero
sosegar y descansar, y dormir y orar. Aquí hablaré a su corazón y me ha de
conceder todo cuanto le pidiere. ¡Oh, muy amables llagas de nuestro piadoso
Redentor! (...). En ellas vivo, y de sus manjares me sustento»9.
Miramos a Jesús despacio y, en la intimidad de nuestro
corazón, le decimos: ¡Oh buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas,
escóndeme. Nos permitas que me aparte de Ti. Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a Ti, para que con tus Santos te
alabe. Por los siglos de los siglos»10.
II. José de
Arimatea, discípulo de Jesús, hombre rico, influyente en el Sanedrín, que ha
permanecido en el anonimato cuando el Señor es aclamado por toda Palestina, se
presenta a Pilato para hacerse cargo del Cuerpo del Señor. Se dispone a pedirle
«la más grande demanda que jamás se ha hecho: el Cuerpo de Jesús, el Hijo de
Dios, el tesoro de la Iglesia, su riqueza, su enseñanza y ejemplo, su consuelo,
el Pan con que debía alimentarse hasta la vida eterna. José, en aquel momento,
representaba con su petición el deseo de todos los hombres, de toda la Iglesia,
que necesitaba de Él para mantenerse viva eternamente»11.
También en estos momentos de desconcierto, cuando los
discípulos, excepto Juan, han huido, hace su aparición otro discípulo de gran
relieve social, que tampoco ha estado presente en las horas de triunfo. Llegó
Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche, trayendo una mezcla de mirra
y áloe, como de cien libras12.
¡Cómo agradecería la Virgen la ayuda de estos dos
hombres: su generosidad, su valentía, su piedad! ¡Cómo se lo agradecemos
también nosotros!
El pequeño grupo que, junto a la Virgen y a las
mujeres de las que hace especial mención el Evangelio, se hicieron cargo de dar
sepultura al Cuerpo de Jesús, tienen poco tiempo a causa de la fiesta del día
siguiente, que comenzaba al atardecer de ese día. Lavaron el Cuerpo con
extremada piedad, lo perfumaron (la cantidad de perfumes que trajo Nicodemo era
muy grande: como cien libras), lo envolvieron en un lienzo nuevo
que compró José13 y lo depositaron en un sepulcro excavado en la roca, que
era del propio José y que no había sido utilizado para ningún otro cuerpo14. Cubrieron su cabeza con un sudario15.
¡Cómo envidiamos a José de Arimatea y a Nicodemo!
¡Cómo nos gustaría haber estado presentes para cuidar con inmensa piedad del
Cuerpo del Señor!: «Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al
Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con
mis desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de mi
vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo
podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
»Cuando todo el mundo os abandone y
desprecie..., serviam!, os serviré, Señor»16.
No debemos olvidar un solo día que en nuestros
sagrarios está Jesús ¡vivo!, pero tan indefenso como en la Cruz, o como después
en el Sepulcro. Cristo se entrega a su Iglesia y a cada cristiano para que
el fuego de nuestro amor lo cuide y lo atienda lo
mejor que podamos, y para que nuestra vida limpia lo envuelva
como aquel lienzo que compró José. Pero además de esas manifestaciones de
nuestro amor, debe haber otras que quizá exijan parte de nuestro dinero, de
nuestro tiempo, de nuestro esfuerzo: José de Arimatea y Nicodemo no escatimaron
esas otras muestras de amor.
III. El
Cuerpo de Jesús yacía en el sepulcro. El mundo ha quedado a oscuras. María era
la única luz encendida sobre la tierra. «La Madre del Señor –mi Madre– y las
mujeres que han seguido al Maestro desde Galilea, después de observar todo
atentamente, se marchan también. Cae la noche.
»Ahora ha pasado todo. Se ha cumplido la obra de
nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros
y su muerte nos ha rescatado.
»Empti enim estis pretio magno! (1 Cor 6, 20), tú y yo hemos sido
comprados a gran precio.
»Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de
Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en
nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de
corredimir a todas las almas.
»Dar la vida por los demás. Solo así se vive la vida
de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él»17.
No sabemos dónde estaban los Apóstoles aquella tarde,
mientras dan sepultura al Cuerpo del Señor. Andarían perdidos, desorientados y
confusos, sin rumbo fijo, llenos de tristeza.
Si el domingo ya se les ve de nuevo unidos18 es porque el sábado, quizá la misma tarde del viernes,
han acudido a la Virgen. Ella protegió con su fe, su esperanza y su amor a esta
naciente Iglesia, débil y asustada. Así nació la Iglesia: al abrigo de nuestra
Madre. Ya desde el principio fue Consoladora de los afligidos, de quienes
estaban en apuros. Este sábado, en el que todos cumplieron el descanso
festivo según manda la ley19, no fue para Nuestra Señora un día triste: su Hijo ha dejado
de sufrir. Ella aguarda serenamente el momento de la Resurrección; por eso no
acompañará a las santas mujeres a embalsamar el Cuerpo muerto de Jesús.
Siempre, pero de modo particular si alguna vez hemos
dejado a Cristo y nos encontramos desorientados y perdidos por haber abandonado
el sacrificio y la Cruz como los Apóstoles, debemos acudir enseguida a esa luz
continuamente encendida en nuestra vida que es la Virgen Santísima. Ella nos
devolverá la esperanza. «Nuestra Señora es descanso para los que trabajan,
consuelo de los que lloran, medicina para los enfermos, puerto para los que
maltrata la tempestad, perdón para los pecadores, dulce alivio de los tristes,
socorro de los que la imploran»20. Junto a Ella nos disponemos a vivir la inmensa alegría de la
Resurrección.
1 Cfr. Mt 27,
51. —
2 Cfr. Heb 9,
1-14. —
3 Jn 19,
31. —
4 Jn 19,
34. —
5 San
Agustín, Coment. al Evangelio de San Juan, 120, 2. —
6 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. —
7 Lc 2,
35. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 58. —
9 Oración
de San Buenaventura, citada por Fray Luis de Granada, Vida
de Jesucristo, Madrid 1975, pp. 221-222. —
10 Misal
Romano, Acción de gracias después de la Misa. —
11 L.
de la Palma, La Pasión del Señor, p. 244. —
12 Jn 19,
39. —
13 Mc 15,
46. —
14 Cfr. Mt 27,
60. —
15 Cfr. Jn 20,
5-6. —
16 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, XIV, 1. —
17 Ibídem.
—
18 Cfr. Lc 24,
9. —
19 Cfr. Lc 23,
56. —
20 San
Juan Damasceno, Homilía en la Dormición de la
B. Virgen María.
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