Mons. Javier Echevarría. 10 de abril de 2020
"Cada
uno de nosotros puede unirse al silencio de la Iglesia. Y al considerar que
somos responsables de esa muerte, nos esforzaremos para que guarden silencio
nuestras pasiones, nuestras rebeldías, todo lo que nos aparte de Dios". Palabras
de Mons. Javier Echevarría emitidas por la cadena de Estados Unidos EWTN.
Sábado santo: palabras de Mons. Javier Echevarría
(2004).
Hoy es un día de silencio en la Iglesia: Cristo yace
en el sepulcro y la Iglesia medita, admirada, lo que ha hecho por nosotros este
Señor nuestro. Guarda silencio para aprender del Maestro, al contemplar su
cuerpo destrozado.
Cada uno de nosotros puede y debe unirse al silencio
de la Iglesia. Y al considerar que somos responsables de esa muerte, nos
esforzaremos para que guarden silencio nuestras pasiones, nuestras rebeldías,
todo lo que nos aparte de Dios. Pero sin estar meramente pasivos: es una gracia
que Dios nos concede cuando se la pedimos delante del Cuerpo muerto de su Hijo,
cuando nos empeñamos por quitar de nuestra vida todo lo que nos aleje de Él.
El Sábado Santo no es una jornada triste. El Señor ha
vencido al demonio y al pecado, y dentro de pocas horas vencerá también a la
muerte con su gloriosa Resurrección. Nos ha reconciliado con el Padre
celestial: ¡ya somos hijos de Dios! Es necesario que hagamos propósitos de
agradecimiento, que tengamos la seguridad de que superaremos todos los
obstáculos, sean del tipo que sean, si nos mantenemos bien unidos a Jesús por
la oración y los sacramentos.
El mundo tiene hambre de Dios, aunque muchas veces no
lo sabe. La gente está deseando que se le hable de esta realidad gozosa —el
encuentro con el Señor—, y para eso estamos los cristianos. Tengamos la
valentía de aquellos dos hombres —Nicodemo y José de Arimatea—, que durante la
vida de Jesucristo mostraban respetos humanos, pero que en el momento
definitivo se atreven a pedir a Pilatos el cuerpo muerto de Jesús, para darle
sepultura. O la de aquellas mujeres santas que, cuando Cristo es ya un cadáver,
compran aromas y acuden a embalsamarle, sin tener miedo de los soldados que
custodian el sepulcro.
A la hora de la desbandada general, cuando todo el
mundo se ha sentido con derecho a insultar, reírse y mofarse de Jesús, ellos
van a decir: dadnos ese Cuerpo, que nos pertenece. ¡Con qué cuidado lo bajarían
de la Cruz e irían mirando sus Llagas! Pidamos perdón y digamos, con palabras
de san Josemaría Escrivá: yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me
apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo
desclavaré con mis desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo
nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde
nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
Se comprende que pusiesen el cuerpo muerto del Hijo en
brazos de la Madre, antes de darle sepultura. María era la única criatura capaz
de decirle que entiende perfectamente su Amor por los hombres, pues no ha sido
Ella causa de esos dolores. La Virgen Purísima habla por nosotros; pero habla
para hacernos reaccionar, para que experimentemos su dolor, hecho una sola cosa
con el dolor de Cristo.
Saquemos propósitos de conversión y de apostolado, de
identificarnos más con Cristo, de estar totalmente pendientes de las almas.
Pidamos al Señor que nos transmita la eficacia salvadora de su Pasión y de su
Muerte. Consideremos el panorama que se nos presenta por delante. La gente que
nos rodea, espera que los cristianos les descubramos las maravillas del
encuentro con Dios. Es necesario que esta Semana Santa —y luego todos los días—
sea para nosotros un salto de calidad, un decirle al Señor que se meta
totalmente en nuestras vidas. Es preciso comunicar a muchas personas la Vida
nueva que Jesucristo nos ha conseguido con la Redención.
Acudamos a Santa María: Virgen de la Soledad, Madre de
Dios y Madre nuestra, ayúdanos a comprender —como escribe San Josemaría— que es
preciso hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la
mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y
seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas.
Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos
una sola cosa con Él.
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