Alfredo Infante, SJ 17 de junio de 2022
Ser
papá y mamá es una de las misiones más importantes y difíciles de la vida y,
para ella, no hay escuelas ni universidades, es en la vida misma donde se
aprende. La adicción a las drogas de niños, niñas y adolescentes es uno de los
dramas más dolorosos y desafiantes para los padres. ¿Qué luz arroja a la misión
de ser padres y madres la experiencia de la adición a las drogas de muchos
jóvenes?
Hace
unos años, para ser exactos en 2001, estuve, durante dos meses, formando parte
de un equipo que atendía una hacienda de rehabilitación de personas adictas al
alcohol y a las drogas; el lugar, que aún existe, se llama «Fazenda Señor
Jesús». Un mundo novedoso y desafiante para mí, de grandes aprendizajes y,
sobre todo, de crecimiento en la fe.
La experiencia formaba parte de lo que en la Compañía de Jesús se conoce como «tercera probación», tiempo en que el jesuita ya ordenado, y con unos años de experiencia apostólica, vuelve a la clausura durante seis meses para hacer una síntesis carismática de sus aprendizajes pastorales, espirituales y existenciales y, así, prepararse definitivamente para la vida apostólica en la Compañía. Esta experiencia es guiada por un jesuita maestro que, en mi caso, fue el reverendo padre João Quirino Weber.
A esta
etapa de formación se le suele llamar «segundo noviciado» y como «escuela de
los afectos», en su itinerario se tienen experiencias límites, fronterizas, que
nos permiten leer nuestro carisma desde el lugar de los pobres y los que
sufren.
En la
«Fazenda Señor Jesús», entre aquella gente que acompañaba, descubrí que en el
infierno de la dependencia química no hay distinción de edades ni de clases
sociales, ni de raza, ni de condición sexual; el sufrimiento es dramático,
tanto para el enfermo como para la familia. En aquella obra bendita, milagrosa,
signo de Cristo compasivo y misericordioso, compartí vida y misión con un
equipo humano excelente, la mayoría de ellos rehabilitados. Esta misión está
situada en un pueblo cercano a la ciudad de Santa María, Río Grande do Sul,
Brasil.
El
camino interno en la fazenda es de nueve meses para significar un nuevo
nacimiento. El itinerario terapéutico tiene como eje estructurador los 12 pasos
de Alcohólicos Anónimos, además de otros aportes, y la fe en Jesús como
principio y fundamento. En paralelo se hace un proceso de acompañamiento a la
familia de los pacientes.
«La
Fazenda Señor Jesús» es abierta, nadie está obligado a estar, se entra porque
se quiere, porque se ha tocado fondo, porque en la impotencia del adicto que
quiere sanar nace, desde las entrañas, un grito de auxilio, desesperado, que le
lleva a reconocer su esclavitud ante las drogas y a ponerse en manos de Dios y
de los demás.
A
partir de ahí se inicia todo un proceso de desaprender para aprender nuevos
hábitos y modos de relación y valoración. En este proceso, la disciplina y la
fe tienen un valor resiliente y salvífico. Es realmente un nuevo nacimiento,
tanto para el paciente como para la familia.
A los
familiares se les insistía en tres máximas, hoja de ruta para papás y mamás,
que son resultado del aprendizaje que deja el acompañamiento a las personas
adictas:
La
primera: «Tu exigencia sin amor me rebela». Cuando un niño, niña y adolescente,
en la convivencia familiar, es maltratado y, en lugar de protección y cuidado,
es expuesto a un continuo irrespeto a su dignidad por la vía del ejercicio
arbitrario de poder por parte de papá, mamá o de otros adultos significativos,
se inocula en su corazón la semilla del resentimiento y, por acto inconsciente
de venganza, es probable que elija el camino de las drogas, como rebeldía hacia
los progenitores y la familia, o –también- como huida ante tanto maltrato y
sufrimiento. La matriz relacional del maltrato y el abuso es una bomba de
tiempo que destruye a la persona y la convivencia familiar, y sumerge en las
drogas a un porcentaje importante de quienes padecen tamaña tortura.
La
segunda máxima es «Tu amor sin exigencia me desprecia». Muchas veces papá y
mamá confunden la necesaria corrección con el maltrato y, por evitar maltratar
a sus hijos, se convierten en sobreprotectores o, peor aún, en consentidores de
comportamientos caprichosos. Son incapaces de corregir y poner los justos
límites por temor a maltratar y, de esta manera, los hijos e hijas crecen sin
conocer los límites y cuando la realidad se los impone, el niño o adolescente
no está capacitado para afrontar la frustración propia del camino de la vida y,
en esas circunstancias, las drogas se convierten en un escape ante el fracaso.
Así, comienza un ciclo vicioso que le llevará al infierno existencial de la
dependencia química.
De
igual modo, cuándo papá y mamá pasan todo el día ocupados y no entregan tiempo
cualitativo a sus hijos e hijas y, luego, llenan a los hijos de cosas para
estar tranquilos con la conciencia, en este tipo de relación la experiencia
interior que se va cultivando en los muchachos es que «importo un pito a papá y
a mamá», «ellos me evitan complaciéndome, llenándome de cosas, soy un cero a la
izquierda». Hay, pues, una vivencia de desprecio y autodesprecio y, entonces,
como «no importo a nadie, me autoagredo entregándome a las drogas». Así, por la
vía de la autoagresión y sufrimiento, se busca atraer la atención y el
reconocimiento de los padres y la familia.
La
alternativa propuesta como camino de sanación se resume en la tercera máxima:
«Tu amor exigente reconoce que soy digno, que valgo y me hace crecer». Amor y
exigencia no son antípodas y, menos aún, cuando se trata del amor de papá y
mamá para con sus hijos e hijas. La corrección, que se hace con amor, sin
maltrato, educa y saca lo mejor de las personas involucradas en la relación.
La
corrección razonada y oportuna va formando la conciencia, el sentido de los
límites, de la ley y el valor del respeto por el otro, factores importantes
para la convivencia familiar y social. En los primeros años de vida, la
heteronomía (o ley externa) juega un papel muy importante en la formación de la
conciencia, que posibilita la autodisciplina y el progresivo crecimiento hacia
la autonomía responsable y solidaria. Cuando estos andamios no existen, los
riesgos de que la interioridad se desparrame son muy elevados y, así, cualquier
fracaso, tormenta o propuesta seductora puede arrastrar a caminos de
autodestrucción.
La
familia es la Iglesia doméstica y la primera escuela de ciudadanía. Lugar donde
aprendemos a relacionarnos con nosotros mismos, con los demás, con la
naturaleza y con Dios. Más que un sentimiento, el amor de padres a hijos es
entrega y apuesta por el otro, que se traduce en decisiones favorables a su
crecimiento integral como persona.
«Amor
exigente» es también autoexigencia, es saber que se está en camino, que se
necesita aprender cómo educar a los hijos e hijas, más aún cuando estamos
viviendo un cambio de época y los niños, niñas y adolescentes, mantienen en las
redes sociales relaciones a la sombra, que compiten con la sagrada misión de
papá y mamá y de la familia como ámbito íntimo de convivencia.
«Amor
exigente» no es maltratar ni controlar, es educar un corazón libre y
responsable, despertar sueños y acompañar fracasos, ser paciente, creer y
apostar por los hijos. Nos dice el Papa Francisco: «Los hijos necesitan
encontrar un padre que los espera cuando regresan de sus fracasos. Harán de
todo por no admitirlo, para no hacerlo ver, pero lo necesitan; y el no
encontrarlo abre en ellos heridas difíciles de cerrar…El padre que sabe
corregir sin humillar es el mismo que sabe proteger sin guardar nada para sí».
Feliz Día del Padre.
Alfredo
Infante, SJ
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