Saúl Hernández Rosales* 06 de junio de 2022
@saul13456
El año
2022 recibe a los venezolanos con más de 7 millones fuera del país. La pandemia
ha generado una crisis económica que deterioró aún más la situación de los
venezolanos migrantes en los países receptores y la guerra de Ucrania sacó el caso
Venezuela del mapa geopolítico actual.
A pesar de no ser un país con una tradición migratoria como otros de la región, sí tenemos una tradición de exilio político y de destierro. Lo decía Andrés Eloy Blanco (1955) en un verso del poemario Giraluna: que Venezuela algo tenía y no se sabía dónde “[…] si en la leche, en la sangre o en la placenta, que el hijo vil se le eterniza adentro y el hijo grande se le muere afuera”1, refiriéndose evidentemente al deceso en el destierro de muchos próceres: Francisco de Miranda (España) Simón Bolívar (Colombia) Simón Rodríguez (Perú), Antonio José de Sucre (Colombia) y Andrés Bello (Chile). Se me ocurre incrementar la lista con José Rafael Pocaterra que murió en Canadá, Rufino Blanco Fombona que murió en Argentina, Rómulo Betancourt que murió en Estados Unidos y hasta el mismo poeta, que murió en México. La lista es más extensa y aunque no todos murieron perseguidos, sí que todos, los mencionados, coinciden fatalmente en haber sido desterrados del país en alguna etapa de sus vidas. Podemos concluir, vista la evidencia, que Venezuela posee una amplia tradición de destierro. En las obras de la mayoría de ellos está presente la marca del desarraigo forzoso, el dolor por la ausencia de libertades y el desprecio al caudillo de turno. Allí tenemos un acervo de categorías, adjetivos y significantes a modo de cicatrices, para encontrar cobijo en los momentos de insomnio y vigilia que produce nuestro propio destierro.
La
enumeración anterior de personajes históricos rompe con el mito de una
Venezuela sin tradición de emigración, ya que el destierro es quizás la forma
más injusta y radical de esta.
La
gran novedad de ahora es que mientras en aquel momento el destierro era
consecuencia del liderazgo político, ahora es producto de la vocación por
existir. La exposición al espacio público de los escritores y políticos antes
mencionados, producía su persecución. El desaliento de la cárcel y el exilio
era superado por el deseo de un porvenir como servidor público y el afán de
dirigir un proyecto de país. Esta no es la situación de los más de siete
millones de venezolanos desterrados durante estos años. Por eso, en alguna
participación académica anterior, elaboré la noción de destierro
político. Porque de lo que se trata en esta última fase del chavismo, que
comienza con el régimen de Nicolás Maduro, no es de suspender el ejercicio de
la política en su sentido clásico, sino la conculcación de los derechos más
elementales del ciudadano que habita la polis. De lo que se trata
la fase más lograda del proyecto chavista es de generar en las grandes mayorías
la suspensión de derechos elementales como el derecho a la identidad (obtener
un pasaporte o una partida de nacimiento), o el derecho al debido proceso
(respeto a los derechos humanos y presunción de inocencia).
Millones
de venezolanos expulsados a la deriva, fundamentalmente hacia el sur de
América, evidencian el destierro más grande en la historia venezolana desde su
fundación. Esta tragedia es consecuencia de un proyecto político que desde sus
inicios apostó por la construcción de un otro, excluido del
proyecto nacional. Primero, narrativamente (1998-2007) bajo el
significante apátrida; luego (2008-2013) del reparto y distribución
de la renta (Cadivi y los protectores regionales) configurando el
destierro cívico y, por último, el de mayor desamparo, el
destierro político.
La
distopía burocrática chavista es, en definitiva, un proyecto de destierro que
desfragmentó la nación y dejó sin horizonte histórico a los sectores más
vulnerables que cruzaron caminando el continente. Algunos, con una situación
menos trágica, restituyeron el árbol genealógico para regresar a la patria de
sus abuelos, configurando así varias Venezuela que se encuentran en un
naufragio de dimensiones colosales.
Hay
muchos debates acerca de la categoría diáspora, porque generalmente las
diásporas son causadas por las guerras y en Venezuela, desde hace más de un
siglo, no hemos vivido una amenaza militar extranjera real. Sin embargo, en el
caso venezolano, la guerra la ha hecho el Estado contra la sociedad, y no una
invasión de tropas foráneas. Hemos sido sitiados por nuestros propios
gendarmes.
Ahora
bien, una de las características fundamentales de una diáspora es que tiene un
horizonte narrativo común, fundamentalmente religioso o étnico, como en el caso
de la diáspora judía o africana. Venezuela no la tiene porque es un país
pluriétnico y uno de los más mulatos del continente en el que, de hecho, las
diásporas mencionadas anteriormente se encuentran integradas en la comunidad
nacional. El drama de nuestra diáspora es que no tiene un horizonte en conjunto
que lo consolide, salvo que hablemos del relato nacional que se origina con la
fundación de la República y la gesta independentista. Pero ese relato
(bolivariano) precisamente es el que estuvo en disputa desde la irrupción del
chavismo en 1998. A esa narrativa, se le ha opuesto tímidamente la
reivindicación de la democracia y los gobiernos de Acción Democrática y Copei
(1959-1993) sin demasiada convicción, porque casi paralelamente ha surgido una
nostalgia incomprensible (militarista y autocrática) por la dictadura de Pérez
Jiménez.
El
ensayismo venezolano, antes de esta diáspora, le recriminaba a la ciudadanía y
a su élite la falta de proyecto nacional o de sentimiento patrio. Curiosamente
era algo en el que la llamada derecha y la izquierda coincidían. Pienso en la
idea de “crisis de pueblo” planteada por Mario Briceño Iragorry (1951)2;
en Un mensaje sin destino, o la Plusvalía ideológica expuesta
por Ludovico Silva (1975)3 como un mecanismo de enajenación del capitalismo
venezolano que impedía la liberación cultural de los sectores populares.
Menciono a estos autores por lo antagónico de sus lugares de enunciación.
Más
allá de estos debates, cargados de algunas ideas que han perdido
contemporaneidad. La verdad es que, a pesar de algunos desperdigados esfuerzos
académicos, la clase política ha sido incoherente y confusa para narrar qué fue
el chavismo.
Es
imposible construir una salida democrática si aún se mantienen tesis
antidemocráticas que se oponen a la dictadura. Esto quiere decir que no se
puede pretender salir del chavismo negando los más de veinte años de su
existencia. Hay una oposición que postula que Chávez nunca ganó una elección de
forma legítima, lo que demuestra la incomprensión del chavismo como fenómeno
histórico-social. Curiosamente, muchos de los que niegan las evidentes
victorias electorales del referéndum de 2004 o de las presidenciales de 2006
también son críticos acérrimos del sistema político de partidos que se instaló
a partir de 1958. A todo esto, se le añade que la elección parlamentaria de
2015 habría sido la única legítima, pero de la que aún no se explica su condición
de posibilidad.
Es
innegable la deriva dictatorial y autoritaria que ha tomado el chavismo en los
últimos años, pero eso no resuelve lo que ocurrió en Venezuela desde 1998 hasta
el 2015, y ese vacío narrativo desincentiva la política e inhibe a sectores
chavistas disidentes a sumarse al proyecto democrático futuro.
Más
allá de la nostalgia arcaica de los proyectos identitarios nacionales, cuando
ya hemos asumido que nuestro país es un mosaico de culturas en el que como
diría el sociólogo Enrique Alí Ordosgoitti (1991)4 todos somos minoría,
lo que nos conmueve es la falta de algún programa que incluya una narrativa
democrática y por ende cívica y electoral, que no divida entre los venezolanos
de afuera y los de adentro; y que además sea proclive a construir nichos de
restitución e inclusión simbólica, para aquellos que ya decidieron fabricar sus
proyectos de vida en sus nuevos hogares.
Una
diáspora sin comunidad política
Durante
la dictadura de Pérez Jiménez los perseguidos políticos en el exilio llegaron a
unos acuerdos mínimos para poder construir la Venezuela democrática, asumiendo
un Programa Mínimo Común. Allí aparecían dibujados los principios económicos,
políticos, jurídicos y culturales compartidos; así como el rol del Estado, los
partidos y el sistema de cohabitación. A pesar de que hay liderazgos
desperdigados de oposición (dentro y fuera del país) no parece que la
comunicación sea efectiva y mucho menos que exista un proyecto nacional
compartido. Al contrario, parece que lo único que eventualmente los une es
derrocar la dictadura venezolana, lo que no ha sido suficiente para que se
pongan de acuerdo en una plataforma unida como la de 2015.
Aunque
no logremos un consenso sobre el chavismo, la mayor carencia de los dirigentes
es que no han construido una agenda de principios que sirva como brújula para
el porvenir. Intuyo que hay una lista de temáticas que nos unen a muchos. Es
evidente que Venezuela no puede seguir dependiendo del petróleo, pero también
es deseable que pueda producir por lo menos 4 millones de barriles diarios al
recuperar el máximo de sus capacidades. El regreso de la autonomía del Banco
Central, la reforma política que auspicie una segunda vuelta electoral y que
obligue a los partidos a realizar primarias son métodos constitucionales para fortalecer
las instituciones. Incluso, el robustecimiento del sistema parlamentario con un
primer ministro podría dar una salida a la hipertrofia presidencialista que
generaron los constituyentes de 1999 para satisfacer el mesianismo de Hugo
Chávez.
La necesidad
de suplir el déficit educativo y sanitario con un programa de incentivos que
atraiga profesionales nacionales y extranjeros para que brinden salud y
educación en lo inmediato, se presenta urgente. Un programa de privatizaciones
que recupere la industria venezolana y brindar seguridad ciudadana y jurídica
para atraer el caudal de inversiones extranjeras necesario para bajar el
déficit fiscal y generar empleo que integre a los trabajadores de la
robotización y la digitalización masiva que se avecina.
Probablemente
la comunidad política logre unos acuerdos inmediatos alrededor de estos
desafíos y no pueda construir la narrativa necesaria para recuperar el músculo
democrático, cívico y electoral. Sin embargo, es mi deber solicitarlo. Sin
olvidar que mientras continúe el destierro, la diáspora debería reflexionar
sobre sus formas de convivencia para pasar de ser un conjunto de exiliados
aislados a organizarse como colectividades solidarias, robusteciendo el tejido
simbólico y cívico en común. No todos regresarán como no regresaron aquellos
europeos que fundaron el Hogar Canario, el Centro Ítalo-venezolano, la
Hermandad Gallega y los diversos colegios binacionales, pero tanto ellos como
nosotros, los de afuera y los de adentro, sin caudillos ni heroicidades, contribuiremos
a la reconstrucción nacional.
Saúl
Hernández Rosales
@saul13456
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