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viernes, 3 de junio de 2022

Juan Carlos La Rosa: “Hemos aprendido a administrarnos frente a la violencia”

 Por Catherine Medina Marys


El activista indígena y promotor cultural impulsa el programa “Un cuatro pa’l conuco”, una escuela de música que busca combatir la violencia con la música

algo bueno está sonando en el Teatro Río Caribe de San Bernardino. Son las voces del conjunto de música tradicional Lino Gallardo que, bajo la dirección de la maestra Milagros Figuera en el cuatro, realizan un recorrido por lo mejor y lo más tradicional del repertorio musical venezolano.

No cantan para impresionar. Le cantan a la vida, al amor, a Dios, al otro. Cantan para generar encuentro y crear conciencia. Cantan, sobre todo, para apoyar a la escuela musical de Un cuatro pa’l conuco, una iniciativa que apoyan los activistas y cultores populares Robzayda Marcos Vera, Freddy Mendoza y Juan Carlos La Rosa Velazco, el anfitrión de la velada.

La vida de La Rosa ha sido una vida dedicada al activismo y a la concientización. De sangre indígena, específicamente de la etnia kaketí-arawak, Juan Carlos se ha descrito como “un indígena mestizo que recuperó su identidad a través de la lucha social”. Vivió por años en Perijá, en la cuenca occidental del Lago de Maracaibo y hace 10 años llegó a El Naranjal, escondido en las montañas del Río Tuy en el estado Miranda.


La labor de Juan Carlos incluye un aporte fundamental en organizaciones como Maikilaraalalasalii o Wainjirawa, ambas dedicadas a la promoción de la educación para los pueblos indígenas y el rescate de los valores y tradiciones ancestrales en los pueblos Wayuú, Yukpa, Caquetí y Barí.

También es promotor de iniciativas como El agua nos une, con la que lleva 10 años generando conciencia sobre la cultura del agua en El Naranjal y defendiendo los 26 manantiales de la comunidad. También forma parte de la organización Rompamos el silencio, que articula a varias ONG en torno a la defensa de los derechos humanos.

Juancho, como lo conocen sus allegados y como se hace llamar, llegó a El Naranjal por amor. “Llegué persiguiendo a Robzayda Marcos y no me fui más”, confiesa entre risas. En la comunidad, como en su vida, ha hecho una importante labor de activismo alrededor de varias causas.


La más reciente es Un cuatro pa’l conuco, que el mes pasado comenzó una campaña de recolección de fondos para costear 27 cuatros, 2 juegos de tamborita de fulía, 10 pares de maracas, dos guitarras, un arpa y la reparación de otra adicional, además de los arreglos de un juego completo de percusión de gaita de furro. La campaña también tiene como propósito poder dar un incentivo a los voluntarios que trabajan en la escuela de música local.

Un cuatro pa’l conuco nació de una desgracia. Según relata Juancho, las Fuerzas de Acciones Especiales (Faes) ejecutaron, de manera extrajudicial, a tres hombres en El Naranjal. Uno de ellos era hijo de un local.

El difunto y su familia pertenecen a la iglesia protestante que, una vez ocurrido el asesinato, no quiso involucrarse en el caso. Pero Juancho recordó que en Río Tuy, al igual que en algunas comunidades indígenas, es tradición hacer una danza respetuosa mientras se lleva al difunto en procesión hacia el lugar de su última morada. También se dio cuenta de que en El Naranjal no se celebraban los velorios de la Cruz de Mayo desde hacía décadas, y decidió honrar y protestar la ejecución con esta fiesta tradicional.

“Al primer rezo asistieron 10 personas. Para el noveno ya éramos 100”, recuerda Juancho. También recuerda que la escuelita de Un cuatro pa’l conuco comenzó cuando una niña, al final del último rezo y cuando ya la comparsa se estaba dispersando, lo increpó con la agudeza inocente que caracteriza a los niños pequeños y le preguntó: “Profe, ¿y qué viene ahora?”

Un cuatro pa’l conuco ya cuenta con 30 alumnos que comenzaron su educación musical con chaperos para tocar parrandas navideñas, quitiplás fabricados con el bambú de las montañas locales, juegos rudimentarios de percusión de fulía con potes plásticos y baquetas de café. También se les enseña a bailar joropo.

“No queremos que sean bailarines sino bailadores”, comenta Juancho. Destaca la diferencia: “Necesitamos que disfruten y, como sus padres y abuelos, se enamoren bailando joropo. Eso ya es importante. Si van a ser bailarines, buenísimo. Pero lo que importa es que haya un arraigo en ese disfrute”, reflexiona. Un cuatro pa’l conuco es la confirmación de una enseñanza aprendida por Juancho. “Hemos aprendido a administrarnos frente a la violencia, sin perder la dignidad”.

El activismo es un modo de vida

Un cuatro pa’l conuco no busca crear una coral o un cuerpo de baile de competencia, sino del querer que “la música y los jóvenes se encuentren y ayuden a salvar a la comunidad de la violencia que nos despoja, de la deforestación, de la compra de terrenos para blanquear dinero, de las obras que dañan los manantiales y de usar El Naranjal para buscar culpables de algo”.

Ese es precisamente el caso de Rodney Álvarez, que fue acusado por abrir fuego contra una asamblea de trabajadores de Ferrominera del Orinoco, que tenía como objetivo la elección de la comisión electoral del sindicato de esa empresa del Estado. Juancho, al igual que otros activistas y organizaciones, apoyó el caso de Rodney y hasta lo ha involucrado en Un cuatro pa’l conuco. De hecho, al recital de San Bernardino acudieron la madre y los hijos del sindicalista, que no lo habían vuelto a ver desde que fue acusado injustamente.

Juancho comenzó a hacer activismo indígena cuando se reencontró con sus raíces. Eso lo llevó a las causas de defensa de presos políticos. En Perijá, por ejemplo, se involucró en la lucha de Sabino Romero, líder indígena venezolano asesinado en marzo de 2013 y que denunció la ocupación, por parte de ganaderos, de tierras pertenecientes a los pueblos Yukpa.

Apoyando a estas causas, comenzó a conectar y a articular su trabajo con el de otros activistas y organizaciones. “El milagro es encontrarnos”, sostiene Juancho convencido.

Una de ellas es la Organización de Familiares de Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos (Orfavideh), compuesta en su gran mayoría por madres de víctimas de ejecuciones extrajudiciales. La labor de Orfavideh, al igual que la de Juancho, son el punto de partida del cortometraje documental El naufragio de los derechos humanos.



A menudo y en el camino de Juancho como activista, la vida es la mejor respuesta que se le puede dar a quienes empuñan la muerte como mecanismo de control. En el caso de las ejecuciones extrajudiciales en El Naranjal, “lo que ocurre con el sector, cuando ocurren cosas así, es que queda aislado por el miedo y comienza a operar en él la criminalización. El miedo hace que la gente se distancie y va operando un mecanismo muy duro”. Gracias a Un cuatro pa’l conuco, El Naranjal es una semilla que comienza a brotar en un terreno que se consideraba infértil.

¿Cuál es el próximo paso para Un cuatro pa’l conuco? ¿Cómo crece un programa de activismo? Hacia el otro, como esos árboles que no crecen hacia arriba sino a los lados. “Los activistas crecemos no para tener poder, sino para los demás” explica Juacho, al mismo tiempo que observa este argumento como “una forma de entender” la política.

“Tenemos relaciones con gente de Caracas en Petare, pero queremos crecer hacia Agua Fría, Maitana o San José. Nos queremos encontrar y, si nos encontramos, vamos a aprender del otro. No se trata de captar personas o hacer proselitismo, sino aliarse y dialogar. Que nos escuchemos”, recalca.

Aunque no lo parezca, aunque no lo diga a viva voz, Juancho siente miedo. Es normal, es de humanos. “Si no me hubiera venido de Perijá, no te estuviera contando nada”, confiesa. Agrega: “Hemos vivido la violencia. La cabeza de todo activista tiene un precio”.
-¿Se puede regatear?

-Cuando uno entra a una lista de exterminio, no sale nunca. Uno puede salvarse mucho tiempo, pero no se sale. Nuestro activismo no radica en el proselitismo o la política, sino en crecer hacia el otro. En vez de hacer tres movilizaciones, preferimos hacer 100 rezos y conectar con las personas. Desde Río Tuy, por ejemplo, queremos conectar con otros cultores que están haciendo otras cosas. Pero no queremos conectar para enseñarles lo que hacemos, sino para sumar. Comprender esto es la mejor guerra, porque evita la confrontación violenta y construye espacios donde la guerra no es posible. Es devolver con alegría lo que nos hacen con las armas.

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