Paulina Gamus 19 de junio de 2022
Creo
que todas las púberes y adolescentes que hace alrededor de 70 años devorábamos
las novelas de Corín Tellado, lo ocultábamos con cierta vergüenza: era
literatura menor o quizá más adecuado, no era literatura. Sin embargo, la
escritora española a quien su editorial la obligaba a entregar cuatro novelas
mensuales, es (o fue) la autora más leída en castellano después de Miguel de
Cervantes. Vendió nada menos que 400 millones de libros.
Tellado guardaba en su casa una fotografía del encuentro que mantuvo con Mario Vargas Llosa, cuando el premio nobel peruano la entrevistó en 1981 para la televisión. La manifestación del cariño que allí surgió puede comprobarse en el texto que Vargas Llosa le dedicó en El País tras su muerte y que finaliza con estas palabras: “Aunque nunca la leí, siempre la respeté y la traté con cariño y gratitud. Porque gracias a ella, cientos de miles, acaso millones de personas que jamás hubieran abierto un libro de otra manera, leyeron, fantasearon, se emocionaron y lloraron y por un rato o unas horas vivieron la experiencia maravillosa de la ficción. Ella no podía sospecharlo, pero fue probablemente la última escribidora popular, en el sentido más cabal de la palabra, la que llevó una variante (fácil, elemental, sensiblera y truculenta, ya lo sé) de la literatura al vasto pueblo, ese que no entra jamás a las librerías y pasa como sobre ascuas por las secciones culturales de las revistas, y piensa que la literatura seria es larga y soporífera”. Tellado no recibió nunca un premio literario más allá de los que reconocían su hiperproducción. En 1994 entró en el Libro Guinness de los récords y en 1998 le concedieron la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo .
Los
lectores se preguntarán a qué viene la exhumación que hace mi memoria de la
trayectoria de Corín Tellado. Debo confesar que se debe a una suerte de
regresión o involución. Por supuesto que ya no leo a la prolífica y fenecida
escritora asturiana, pero la veo. ¿Cómo? gracias a las series turcas a las que
soy adicta desde hace algunos años. No fingiré con ínfulas intelectuales que
nunca vi telenovelas. Claro que sí: las clásicas brasileras que hicieron furor
en los 70 y parte de los 80 y las venezolanas que salieron del patrón clásico
de la «cenicienta», como «Estefanía», «La señora de Cárdenas»” y «La Dueña».
La
mejor de todas en todos los tiempos, que puedo verla una y otra vez: «Yo soy
Betty la fea», del colombiano Fernando Gaitán. Me produce una nostalgia enorme
porque se desarrolla entre 1999 y 2000, cuando Venezuela era un referente
importante para Colombia, no solo económico, sino también artístico. Otra de
Gaitán, «Café con aroma de mujer» en su primera versión, porque es un
trabajo magnífico de amor y de orgullo de un dramaturgo por su país y de
promoción del más universal de sus productos de exportación, el café.
Pero
regreso a las turcas. La primera que vi fue «El Sultán», la historia novelada
de Solimán el Magnífico, una superproducción digna del mejor cine de Hollywood
en sus tiempos de gloria. Después empecé –y sigo hasta hoy– con las
románticas (involución corinesca). Hago lo siguiente, veo el último capítulo
después del primero para cerciorarme de que el final es feliz. Y así paso buena
parte de mis noches con esa higiene mental que descubrí para
evadirme de la realidad espantosa que nos rodea. Es un derecho adquirido por
mis años y por mi voluntad de no ser una vieja amargada ni deprimida. Las
prefiero en turco con subtítulos porque así voy descubriendo palabras turcas
incorporadas al judeo español de mis abuelos maternos, nacidos en Grecia que
fue por siglos parte del Imperio otomano. Y también porque se recrean las
comidas del menú tradicional de mi familia.
Como
estoy de confesiones debo admitir que al principio me sentía avergonzada por
esa adicción que además provocaba insinuaciones y hasta comentarios burlones de
mi propia familia. Pero poco a poco fui descubriendo que los adictos somos
muchos y multidisciplinarios, hay abogados, sociólogos, psicólogos,
economistas, ingenieros y hasta médicos, en su mayoría féminas y casi todos de
la tercera edad. Somos tantos que podemos jactarnos de tener más servidores que
muchos de los aspirantes inscritos en las Primarias.
Resulta
que Nicolás Maduro y la primera combatiente Cilia Flores también son fans de
las series turcas. No me parece una raya ya que seguramente son fans de las
arepas como lo somos casi todos los 30 o más millones de venezolanos. Ya en un
viaje anterior a Turquía se disfrazaron en el set de una de esas series de
época de sultanes y sultanas. Y ahora, junio de 2022, acaban de repetir la
visita y una parte del disfraz, con la serie «Kurul Osman», de la misma
temática.
Esas
historias de gobernantes autoritarios e inamovibles, son aparentemente sus
predilectas. Maduro llegó incluso a asomar la posibilidad de una coproducción
cinematográfica con Turquía, pero aquí hay que entrar en la fase de
advertencias.
Recep
Tayyip Erdoğan, presidente de Turquía es un dictador, lo cual le viene de
perlas a Nicolás Maduro. Pero además es islamista o islámico, es decir, un
ortodoxo del Islam. Las series turcas pueden clasificarse en pre Erdogan y pos
Erdogan. En las primeras había besos más o menos apasionados y se insinuaban o
sugerían las relaciones sexuales, por supuesto siempre que hubiese un vínculo
matrimonial.
En las
pos Erdogan sucede que hay que esperar 30 capítulos para que los enamorados se
abracen, otros 20 para que se besen en la mejilla. Después de 60˜ es posible que
haya un tímido y fugaz beso en la boca. En el episodio 75˜ se acuestan pero con
pijamas cuello tortuga. Y más o menos en el 80˜ tienen un bebé que uno debe
suponer como fue concebido. Esta es la moral de Erdogan que no impide que en
esas mismas telenovelas en las que el acercamiento físico de las parejas es
casi un crimen, haya secuestros, narcotráfico y violaciones (sugeridas). De
verdad espero con ansias la coproducción cinematográfica Maduro-Erdogan. Sin
duda para el Oscar.
Paulina
Gamus
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