Marta de la Vega 14 de agosto de 2023
Un
panorama sombrío se perfila en las democracias de América Latina. Están
amenazadas por la tentación totalitaria o autocrática o por la vocación
hegemónica, por la seducción de los autoritarismos, por la pérdida de confianza
en sus instituciones y principios básicos, por la falta de credibilidad en los
partidos políticos como correas de transmisión entre los ciudadanos y el
Estado, por la rotura del tejido social, por la corrupción generalizada y la
anomia moral. Las características frágiles del sistema político
democrático, el que ha tomado más siglos en construir hasta consolidarse no
solo como una forma de práctica política representativa y liberal sino en su
significado contemporáneo, como una democracia participativa y ciudadana, el
más deseable de los regímenes de gobierno por ser el único que asegura en las
sociedades una convivencia pacífica y civilizada, que no se impone por la
fuerza sino por el acuerdo entre ciudadanos y cuya fuente de legitimidad está
en la aprobación de estos, que implica la temporalidad de los cargos y la
alternabilidad a fin de no perpetuarse el poder uno o unos pocos, se
halla hoy en jaque.
A pesar de ser la forma de organizar el poder basada en el respeto al estado de derecho o imperio de la ley, en los derechos civiles y políticos de todos, en la libertad de los individuos, en la igualdad ante la justicia, en la equidad a fin de garantizar iguales oportunidades, en el debate público, en el consenso, en la aceptación de las diferencias, el pluralismo, la tolerancia y la diversidad sin segregación ni discriminaciones, se ve hoy asediada por tres factores:
1) el
uso de la violencia para resolver los conflictos.
2) La
apatía frente a la violación de derechos.
3) La
penetración de estructuras criminales organizadas de carácter transnacional en
varios países cuyas élites políticas se han convertido en mafias asociadas con
el narcotráfico y estupefacientes.
Cuando
la política se vuelve parte del crimen organizado, que es lo que ha pasado en
Venezuela, y la geopolítica del narcotráfico se extiende en territorios
importantes de América Latina en México, Colombia, Ecuador y Perú y, en menor
grado, en Argentina y Paraguay, presenciamos lo que Héctor Schamis llama un
ejército de ocupación que ha infiltrado el Estado y las fuerzas de seguridad.
Penetradas por la corrupción, estas no tienen más capacidad de repeler el
crimen ni tampoco mantienen el monopolio de las armas. El 26 de mayo de 2023,
desde Guayaquil, el candidato presidencial Fernando Villavicencio denunció
en CNN en español que el «Ecuador estaba tomado por los
Carteles de droga Jalisco Nueva Generación, Sinaloa y la mafia albanesa». Acaba
de ser asesinado el 9 de agosto, a diez días de las elecciones presidenciales
anticipadas.
En
Colombia, tres fuentes de inteligencia desenmascararon un presunto atentado del
grupo terrorista ELN que iba a ser perpetrado contra el fiscal general de la
república, Francisco Barbosa, así como ha recibido amenazas contra su vida la
senadora María Fernanda Cabal y, en Venezuela, igualmente, la precandidata
presidencial María Corina Machado. La violencia se vuelve así una expresión
trágica de la grave inseguridad por el abandono de las funciones del
Estado. Sin seguridad no hay libertad, no hay democracia, no hay
desarrollo económico, no hay prosperidad ni posibilidades de un entorno
propicio para el crecimiento personal y profesional, y la institucionalidad
pública se derrumba.
La
falta de consecuencias claras para los actos violentos, la ausencia de presión
social y de sanciones drásticas en el marco de la ley, terminan por trivializar
la violencia, dividir a la sociedad y provocar serias implicaciones políticas y
económicas. La violencia no es motor de cambio social. Al contrario, destruye
la posibilidad de desarrollo, de inversiones tanto en capital humano como en
producción económica, e impone una lógica destructora para la seguridad, la
estabilidad, la salud mental y el bienestar social de las personas. Una
sociedad enferma es la condición para un Estado forajido y ausente o presa
fácil de las autocracias.
Marta
de la Vega
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