Humberto García L. 17 de octubre de 2022
Preocupación permanente del liderazgo opositor en su lucha por la democracia ha sido saber a qué nos enfrentamos. El aprendizaje ha sido duro. La ilusión de que el régimen bolivariano entraría en razón ante las protestas y denuncias de derechos violados, o que se deslegitimaría con la abstención electoral, se estrellaron contra la férrea determinación de Chávez de ignorar reglas de juego que consideraba de la «democracia burguesa». Como «revolucionario», estaba comprometido con la «refundación de la patria», tarea histórica que no admitía concesiones al adversario –ahora enemigo— en respeto al juego político tradicional. Evitó ser desarmado en la prosecución de su misión, desmantelando las instituciones de la democracia liberal y rompiendo con el orden constitucional que él mismo había prohijado al comenzar. Su carisma, el deterioro de los partidos tradicionales y las prácticas populistas que le permitieron financiar la renta petrolera, lograron cautivar a amplios sectores de la población, galvanizados tras de sí por una retórica maniquea que proyectaba a quienes lo enfrentaban como enemigos del pueblo.
Resultó
que Chávez no era solo un líder heterodoxo, difícil de encasillar conforme a
cánones conocidos. No era demócrata. ¿Dónde ubicarlo, entonces? Su
prédica populista, confrontacional, intolerante y militarista, junto a otros
aspectos de su conducta, suscitaron la obvia tipificación de fascista. Pero, no
en los términos denigratorios con que cierta izquierda descalifica a sus
detractores, sino en atención a los rasgos fundamentales que caracterizan lo
que algunos analistas llaman «fascismo genérico»: la lucha
política entendida como la guerra por otros medios, la invocación de épicas
mitificadas que animan al «verdadero» pueblo –noble, puro y homogéneo— al
combate contra sus enemigos, tanto internos como externos, la pasión por encima
de la razón como fuerza movilizadora y un patrioterismo extremo. Ello se
acompañó con la violencia callejera como medio de lucha, la regimentación
partidaria en movimientos paramilitares «de camisa», la militarización de la
sociedad y el culto a la muerte «Patria, socialismo o muerte». Todo ello
cobijado en una falsa realidad construida con base en un discurso maniqueo
lleno de odios contra los adversarios, el cercenamiento de las libertades, el
sometimiento de la población a la voluntad de un carismático líder, la
discriminación de la disidencia y la imposición de una verdad única. Dada la
distancia con respecto al fascismo clásico de los años 20 y 30 del siglo
pasado, y en atención a las particularidades que le tocó vivir, cabe el uso del
término «neofascista» en referencia a Chávez.
Pero
con su alegre entrega a la tutela de Fidel Castro y el protagonismo de un
núcleo de la vieja izquierda entre sus partidarios, Chávez asumió un porte filocomunista
para su «revolución». Le permitió heredar clichés e imaginarios de la mitología
comunista, dándole mayor cuerpo a sus inflamas contra el «imperio».
Propuso
implantar un «socialismo del siglo XXI» con lo cual se granjeó simpatías entre
sectores izquierdosos a nivel mundial. Dio pie a que se tildase a su régimen de
comunista o «castrocomunista». Sin embargo, salvando la deriva hacia categorías
retóricas afines al marxismo, su comportamiento político cambió muy poco con
respecto a la matriz fascista original. Puede argumentarse, al respecto, la
similitud del comunismo con el fascismo en cuanto a su naturaleza
proto-totalitaria.
Empero,
hay una importante diferencia que incide en la calificación del régimen
chavo-madurista actual. El fascismo no fue un movimiento doctrinario. Careció
de una visión omnicomprensiva de la realidad a partir de la cual entresacar las
claves de la conducta partidaria. Sus posturas ideológicas se construían en
respuesta a los imperativos de lucha contra quienes identificaba como enemigos.
El comunismo, al contrario, se cimentaba en una escolástica marxiana adosada
con prescripciones políticas de Lenin en su lucha contra el régimen zarista,
sistematizada por Stalin. Entre sus implicaciones doctrinarias, destaca un
criterio de verdad que se define por su funcionalidad para con la revolución.
Si la superación del capitalismo por el socialismo es inevitable, como
pronostica el materialismo histórico, todo lo que facilita tal desenlace es,
por tanto, verdad, impermeable a desmentidos empíricos independientes. Ello
legitima la conducta y la moral comunista ante todo cuestionamiento externo.
A
despecho de las pretensiones «cientificistas» del propio Marx, la prédica
comunista terminó siendo un asunto de fe. Esta confianza en una teleología
inexorable llevó a la conformación de un poderosísimo instrumento de lucha
política en la forma del Partido Comunista, tan útil a las ansias de dominio de
Stalin. Horroriza la admisión de culpa de viejos bolcheviques ante las
acusaciones fabricadas en su contra durante los juicios de Moscú (1937) –que
llevaron a muchos a ser condenados a muerte—por no debilitar el rol histórico
del Partido.
El
disparate chavo-madurista no comulga en nada con tal disciplina bolchevique. No
obstante, su criterio acomodaticio de «verdad» favorece la absolución y
legitimación de la profunda y deliberada corrupción de cúpulas militares,
jueces y de muchas policías, para convertirlos en cómplices del régimen de
expoliación que resultó del desmantelamiento del ordenamiento constitucional y
del Estado de derecho. No olvidemos que Maduro se formó políticamente en la
escuela de cuadros en Cuba. Se sostiene hoy gracias a una alianza entre
cofradías mafiosas amparadas en las fuerzas más retrógradas y perniciosas del
planeta –Putin, la teocracia iraní, Ortega, las narcoguerrillas colombianas y
Cuba. Sus multimillonarias fortunas emergen a cada rato en las pesquisas de
valiosos periodistas de investigación y/o a través de escándalos que estallan
en la prensa internacional. Y, con la complicidad militar y la impunidad que
otorga una justicia abyecta, ha podido activar prácticas de terrorismo de
Estado para aplastar a sus detractores.
El
blindaje ideológico «absuelve» los tratos más crueles contra quienes luchan por
sus derechos, recogidos en reportes de la ONU, la OEA y de respetadas ONG:
persecuciones, detenciones, desapariciones, maltratos a familiares, robos,
torturas y muertes. La responsabilidad directa de Maduro, Diosdado Cabello y
Vladimir Padrino en estos crímenes, atribuida en el último informe de la Misión
Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre la República
Bolivariana de Venezuela del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, no es óbice
para que personajes tan depravados se yerguen sobre un pedestal de pretendida
«supremacía moral revolucionaria» para denostar a quienes los acusan por
arremeter contra los «intereses del pueblo». ¡El mundo al revés!
El
menjurje de tan nefastos componentes –fascio-comunismo militarista y mafioso—
dibuja un régimen en descomposición capaz, no obstante, de legitimarse a sí
mismo y ante sectores muy primitivos de «izquierda» con su retórica
«revolucionaria». Su mejor calificativo es el de «gansteril». Como se ha
visto obligado a liberalizar aspectos de su manejo de la economía, se han
producido reacomodos en su interior que podrían favorecer las posibilidades de
cambio. Pero poco indica que el poder tan cruel que se ha atrincherado en
Venezuela para conservar, como sea, sus privilegios, haya cambiado en su
esencia.
Ello
plantea la pregunta obligatoria, ¿puede negociarse una salida basada en
elecciones confiables con este poder? No hay más remedio que intentarlo. Pero
la única esperanza de que sus personeros accedan a acuerdos que rescaten la
democracia es que se negocie desde una posición de fuerza.
El
canje reciente de los narcosobrinos presos en EE.UU. por estadounidenses
mantenidos como rehenes por Maduro indica que, de parte del gobierno de aquel
país, predominan criterios e intereses que no coinciden, necesariamente, con
los de la lucha por la democracia en Venezuela. Pone de manifiesto que la
constitución de esa fuerza capaz de arrancarle al chavo-madurismo concesiones
que faciliten el retorno a la democracia es, sobre todo, asunto de los propios
venezolanos.
Humberto
García L.
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