Por
Fernando Mires en Prodavinci
15 de Marzo, 2012
En política, a diferencias de la lotería, se
puede perder ganando. Esto último fue lo que ocurrió con Vladimir Putin en las
elecciones presidenciales que tuvieron lugar el 4 de marzo del 2012.
En cierto sentido, pese a que Putin ganó
holgadamente, podemos hablar de cuatro derrotas.
La primera fue el resultado mismo. Sobre un 60%
puede ser para cualquier candidato un éxito resonante, pero para alguien que
siempre obtenía sobre el 70% fue una caída. La segunda, la pérdida de
legitimidad. Que el mismo Putin hubiera reconocido irregularidades en los
recuentos, hace pensar en un fraude de enormes proporciones. La oposición habla
de por lo menos un 20% de votos falsos. Hubo lugares en donde la cantidad de
votos emitidos superó a la de los electores inscritos. La tercera derrota, fue
la de Moscú. En un país tan centralizado como Rusia, no obtener la mayoría de
votos en la capital, es un desastre; y así sucedió. La cuarta derrota fue
quizás la más importante, y ella ocurrió antes de las elecciones. Putin y su
partido Rusia Unida han perdido las calles frente a una oposición que, en gran
medida, no se encuentra alineada en ninguno de los partidos oficiales.
Hay efectivamente en Rusia dos oposiciones: la
partidista y la callejera. Frente a la primera, aún sin cometer fraude, es
difícil que Putin pierda; y quizás hay que alegrarse de que así ocurra: Los
partidos contrincantes de Putin están lejos de ser un primor democrático. Todo
lo contrario. El mal llamado Partido liberal Demócrata (6,22%) es
ultranacionalista y su líder Vladimir Zhirinovsky es lo más parecido al
reaccionario Viktor Orbán de Hungría (conocido en Europa como “el Chávez
húngaro”) El Partido Comunista y su candidato Gionadi Ziuganov (17,18%)
reivindican sin tapujos a la Rusia de Stalin. El candidato independiente,
Michail Prójorov, es un empresario ultraliberal. Y Rusia Justa, con su
candidato Sergei Mironov (3,8%) es también ultranacionalista. Mironov, para
colmos, viene del “Ejército Rojo”.
En esa ensalada rusa que contiene estalinistas,
fascistas y ultranacionalistas, Putin, pese a su estilo mafioso, a la
corrupción de su gobierno, y a sus aventuras internacionales, representa para
muchos el mal menor. Por lo menos Rusia Unida porta consigo restos del espíritu
de la Perestroika y de los primeros tiempos de Boris Jelzin de quien Putin fue
su delfín. De la oposición partidista Putin no tiene mucho que temer. Sus
temores vienen del otro lado: de la oposición en las calles.
Quienes se movilizan en las calles en contra de
la corrupción y de las múltiples irregularidades son en primera línea
estudiantes, académicos e intelectuales no identificados con la oposición
partidista. Constituyen, si así se quiere, una protesta social muy similar a la
de los “indignados españoles”, o a las masas de jóvenes citadinos que hicieron
detonar las insurrecciones de Túnez, Egipto y Libia. No pocos de ellos –esa es
una espina en el ojo de Putin- provienen del mismo partido de gobierno. Puede
que en términos cuantitativos dicha oposición no sea un peligro inmediato para
Putin, pero en términos cualitativos, sí lo es. Putin, para decirlo en breve,
ha perdido el apoyo de la “intelligentsia” rusa. Y si Putin conoce la historia
de su país, debe saber que esa pérdida fue la principal razón que llevó al
comienzo de la caída del zarismo en la antigua Rusia y de la Nomenklatura en la
URSS.
El retroceso político de Putin no tendría nada de
dramático en ningún otro país del mundo. El problema es que Putin representa un
proyecto hegemónico internacional. Su objetivo es (era) convertir a Rusia en
una potencia militar en condiciones de disputar la hegemonía a China y a los EE
UU. Siguiendo ese propósito, Putin ha intentado, cultivando entre otros el negocio
de las armas, un proyecto de alianza con los gobiernos más anti-norteamericanos
del planeta (casi todos dictatoriales). Ahora, para que ese proyecto fuera
posible, Putin necesitaba antes que nada presentarse como un gobernante que
tiene muy ordenado “el frente interno”. Pero después de las elecciones y de las
protestas que seguramente no cesarán, ese frente interno se ve muy debilitado.
Fue quizás esa una de las razones por las cuales Obama se apresuró a reconocer
el triunfo de Putin pues como consumado político debe saber que un enemigo
internamente debilitado no es un verdadero enemigo.
Por si fuera poco, los acontecimientos del
Oriente Medio han significado una gran derrota para Moscú, hecho que los
comentaristas internacionales no han resaltado en toda su dimensión. En efecto,
las dictaduras árabes derribadas eran íntimas aliadas de Rusia. Con ese capital
geopolítico contaba Putin en sus apuestas internacionales. Los nuevos gobiernos
árabes, en cambio, parecen más bien dispuestos a intensificar contactos con la
EU y con los EE UU. El eje formado por Moscú, Damasco y Teherán es, en ese
sentido, la última línea de fuego que resta a las aspiraciones rusas. Si cae el
tirano Bachar el Asad, Putin no tendrá otra alternativa que revivir el sueño de
Tolstoi y hacer de Rusia la capital de las autocracias del Asia Central, es
decir, un simple poder regional de mediana estatura como es, por ejemplo,
Brasil en Sudamérica.
Pero hay quizás otra alternativa: y esa es
convertir en realidad el sueño de Dostoyevski. Eso quiere decir, hacer de Rusia
una nación plenamente occidental, una donde los derechos humanos se cumplan con
rigor y en donde impere la democracia política sobre la barbarie imperial. Pero
ese sueño está muy lejos del Kremlin. Por el momento sólo aparece en las
calles, en un ambiente revuelto y confuso, y en un tiempo que recuerda al que
precedió a la Perestroika.
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