Por Javier Loaiza, Carlos E. Ponce,
01/12/2011
El
mundo cambió y sigue cambiando. Latinoamérica, en cambio, en muchas partes ni
siquiera avanza, retrocede.
La sociedad actual no se parece a lo que era hace apenas 20
años, cuando salíamos de la ola de dictaduras y avanzábamos en procesos de
democracia electoral que nos permitieron escoger mediante el voto a los
gobernantes. Inmensas expectativas sobre un mundo mejor se generaron entre los
ciudadanos quienes creían que con democracia llegaría la prosperidad.
Prácticamente lo único que cambió fue tener la posibilidad
de intervenir mediante el voto para escoger al gobernante. Lo demás se mantuvo
igual, casi intacto, cuando no peor. Los modos de concentración de riqueza se
conservaron y aceleraron por la vía del favorecimiento al gran capital. La Toma
de Decisiones Públicas excluyentes se mantuvo y agravó. Los partidos apenas
funcionan como grupos para proponer candidatos y reciclarse el control del
poder.
El proceso democrático de la llamada Tercera Ola en América
Latina, se dio en medio de un proceso de urbanización similar al resto del
mundo, concentración de la población que en menos de un tercio de siglo pasó de
ser mayoritariamente rural a estar concentrado en grandes centros urbanos. Y
ahí sí llegaron los cambios.
La gente exigió acceso a educación, salud, vivienda,
recreación. Surgieron problemas de seguridad y movilidad. Los ciudadanos se
organizaron y emergieron múltiples manifestaciones de la sociedad civil, como
nunca antes. Proliferaron demandas de grupos minoritarios que se constituyeron
como grupos de presión e incidencia social.
Ante la pérdida de capacidad económica de las clases
medias, el abuso de gobernantes y “representantes”, la corrupción, violación de
Derechos Humanos y restricción de espacios políticos, en muchos países de la
región, los ciudadanos depositaron su confianza y sus esperanzas en nuevos
actores que se presentaban como “outsiders”, supuestamente anti-políticos o
como alternativas de cambio. Resultaron ser el reciclaje de viejos espíritus
supuestamente igualitarios ligados a ambiciones de megalómanos que se presentan
como salvadores de la sociedad, nuevos paladines del pueblo.
Con un discurso anti-partidista, anti-hegemónico, llegaron
al gobierno. Una vez instalados, iniciaron procesos de concentración de poder,
recorte de libertades públicas y derechos ciudadanos hasta tornarse verdaderos
déspotas electorales apoyados en el control de instituciones y medios. Se
valieron de la propaganda oficial, el asistencialismo clientelista desde el
poder y la persecución a los opositores quienes no eran reconocidos como tales
sino como auténticos disidentes de los postulados del régimen.
Concentrado el poder, avanzaron en controles a los medios
económicos y procesos expropiatorios, despilfarro de recursos y corrupción.
Todo en nombre de un nacionalismo explicable hace medio siglo, pero que hoy en
plena era del conocimiento, del mundo abierto, urbano e informado suena a
auténtico anacronismo.
Por último, han embarcado en procesos de armamentismo,
acompañados de estilos confrontacionales, agresivos y violentos, violadores de
libertades y derechos que, en vez de estimular la convivencia, provocan odio y
rencores. Y para terminar, ahora definen alienaciones en ejes supuestamente
“anti-imperialistas” aunque sí claramente fascistas y represores, nacionalistas
y dogmáticos.
El mundo necesita una nueva política para esta sociedad
urbana, superpoblada, interconectada, que según las previsiones, en menos de
treinta años podría colapsar. Latinoamérica debe corregir el rumbo ante el
retroceso del último decenio por la vía del nacional-populismo corrupto,
represor y arcaico.
Desde este espacio de la Revista Nueva Política, seguimos
en el ejercicio de un Activismo Democrático que exige la participación activa y
responsable a los ciudadanos. No es posible seguir jugando cartas y en
parranda, mientras el barco se hunde en manos de los autócratas.
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