Por: ÓSCAR
COLLAZOS 07 de Marzo del 2012 en El
Tiempo
El mundo recordó con gratitud al inmenso escritor, aún vivo, que edificó
uno de los más altos monumentos de la memoria cultural y humana de América
Latina.
Empezó a ser
doloroso saber que Gabo ya no escribiría.
Uno de los episodios más inquietantes de Cien años de soledad (1967),
ese magnífico lugar común en la obra de Gabriel García Márquez, narra la peste
del insomnio. "En ese estado de alucinada lucidez -dice el narrador- no
solo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que unos veían las imágenes
soñadas por los otros".
Jorge Luis Borges -se asegura que leyó la novela y se le atribuye un
comentario desdeñoso sobre su extensión- debió de haberse sentido maravillado
por el juego de espejos de sueños que son soñados. Pero pronto llegarán a
Macondo las "evasiones de la memoria", que Aureliano advierte cuando
tiene "dificultades para recordar todas las cosas del laboratorio" y
decide marcarlas para recordar sus nombres.
"Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido
(Aureliano), se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran
las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad." Y es
así como este hombre, tocado por la locura y la curiosidad, piensa que hay que
asignarles funciones a las cosas, pues Macondo sigue viviendo "en una
realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había
de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita".
José Arcadio Buendía construye "la máquina de la memoria que una
vez había deseado para acordarse de los inventos de los gitanos". Había
que preservar del olvido los conocimientos adquiridos en una vida. El
"diccionario giratorio" que inventa consigna las "nociones más
necesarias para vivir." En aquellas 14 mil fichas milagrosas había
encontrado un remedio de urgencia a la realidad de un "pueblo que se
hundía sin remedio en el tremedal del olvido".
Hasta allí, en unas pocas páginas, García Márquez instala en el primer
plano de Macondo el tema de memoria y olvido. Con la soledad y el poder serán
los grandes temas de su fresco literario.
No deja de perturbar, sin embargo, la lectura de un episodio que,
cuarenta y cinco años después, parece el fragmento olvidado de su biografía.
Sabemos que la cura definitiva a la peste vendrá de manos de Melquíades,
el "hombre decrépito" que regresa a morir en Macondo, adonde llegó un
día, por los tiempos de la fundación, con los disparates de sus inventos y el
germen envenenado de la curiosidad que contagia "la desaforada imaginación
de José Arcadio Buendía".
El primero en probar la pócima del gitano, "la sustancia de color
apacible", es el mismo José Arcadio. La luz se le hace de inmediato en su
memoria y Macondo vuelve a la vigilia y a la lucidez, a "la reconquista de
los recuerdos" y al "deslumbrante resplandor de alegría".
Este es uno de los más inquietantes fragmentos de la épica macondiana.
Lo es no solo por el significado que García Márquez le concede a la memoria
individual y colectiva, sino porque, de manera premonitoria, se anticipa a uno
de los episodios de su propia vida, quizá al último episodio trágico que pueda
vivir un escritor: el olvido del mundo y de sí mismo.
La última novela de García Márquez fue Memoria de mis putas tristes
(2004). Dos años antes había publicado Vivir para contarla. En el 2007,
numerosos escritores de lengua española, todos y sin duda los mejores,
ofrecieron en Cartagena de Indias el más grande homenaje que se pueda ofrecer a
un escritor vivo.
Entonces empezó a ser más doloroso saber que Gabo ya no escribiría. El
martes, el día de su cumpleaños, el mundo recordó con gratitud al inmenso
escritor, aún vivo, que edificó uno de los más altos monumentos de la memoria
cultural y humana de América Latina.
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