Por Fernando Mires | 5 de Febrero, 2012
1.
El concepto de poder es relacional y no autoreferente,
es decir, siempre existe en relación con alguien o algo. Podemos así hablar del
poder frente a la naturaleza, frente al destino, frente a los demás; nunca del
poder en sí. Con mucha mayor razón cuando hablamos del poder en la política,
lugar este último donde dirimimos nuestros ideales e intereses juntos y en
contra de los demás. Por el mismo motivo, el sentido político del poder
adquiere relevancia cuando ese poder no lo poseemos (o cuando lo hemos
perdido). De este modo, el poder se revela en toda su intensidad frente a la
ausencia de poder, ausencia que nos impulsa a apoderarnos del poder que no
tenemos para ejercer nuestro poderío, hecho que si se transforma en ejercicio
constante puede hacer imposible la gobernabilidad de las naciones. Fue
precisamente el peligro de la ingobernabilidad el que llevó en el pasado a la
formulación de las llamadas teorías contractuales, particularmente a las de
Hobbes (Leviathan) y Rousseau (contrato social), destinadas a sustentar la
tesis de la delegación del poder -de origen popular o no- en una monarquía
absoluta.
Ahora bien, habiendo sido abolidas las monarquías
europeas, el poder delegado a una instancia estatal no fue disuelto, sino
fragmentado. Como consecuencia de esa fragmentación surgió la necesidad de su
repartición entre –valga la paradoja- diversas instancias de poder, razón que a
su vez hizo posible que la política moderna fuera concebida como una práctica
orientada en el marco de la lucha por el poder. La lucha por el poder trajo a
su vez consigo la necesidad de su reglamentación y fue así como surgieron las
instituciones y constituciones republicanas que todos conocemos. De acuerdo a
tal reglamentación, la república no es una institución de poder sino el campo
en donde tiene lugar la lucha por el poder que es, a su vez el motivo que da
sentido a la política.
“El objetivo de
la política es el poder” –dice el conocido dictamen de Max Weber (1864-1920).
“Y el poder reside en el Estado”, agregaría el gran sociólogo. Por lo tanto,
según Weber, la lucha por el poder político es la lucha por acceder al Estado,
lo que obliga a quienes buscan obtenerlo a asociarse con “partidarios”,
formando partidos. Debido a esas razones, el poder político es un poder
“re-partido” entre partidos que se forman para acceder al poder. En la
“partición y re-partición” del poder entre y en los partidos reside el secreto
de la democracia moderna.
Desaparecida o disminuida en sus dimensiones la lucha
por el poder, la actividad política es convertida en simple práctica
administrativa y burocrática, constatación de Weber radicalizada por Carl
Schmitt (1888-1985), quien confirió a la política un sentido existencial que
surge del antagonismo entre fuerzas diferentes alineadas en una relación de
amigo-enemigo.
Schmitt coincide con Weber en que el objetivo del
poder reside en el Estado, pero agrega que para que el poder sea realizado
plenamente, un enemigo debe intentar derrotar al otro imponiendo así su
soberanía, y si es necesario, sobre la constitución y las leyes. De este modo
“el soberano es quien está en condiciones de dictar el estado de excepción” es
decir, quien está en condiciones de terminar el juego político, aunque no
siempre lo haga.
Sin embargo, Carl Schmitt no llevó a cabo la
diferencia entre una relación de simple dominación y la soberanía política,
tarea que apelando a otra terminología emprendió Antonio Gramsci (1891-1937) al
introducir en el espacio de la lucha por el poder el concepto de hegemonía,
desplazando así el lugar de la lucha política desde el Estado hacia la
“sociedad civil” (concepto hegeliano). La hegemonía, según Gramsci, debe ser
conquistada, antes que nada, en el plano de las ideas. De ahí la importancia
que Gramsci confiere a los por él llamados “intelectuales orgánicos”. En ese
contexto, Gramsci realiza la distinción entre una “clase dirigente” y una
“clase dominante”. Cuando la clase dominante ya no está en condiciones de
dirigir el Estado al haber perdido o no alcanzado su hegemonía sobre la
sociedad, el lugar de la dominación debe ser ocupado por la clase hegemónica, o
dirigente, es decir, para Gramsci la hegemonía es un pre-requisito de la
dominación estatal.
Siguiendo una línea que sólo por momentos pareciera
tener cierta afinidad con la gramsciana, Hannah Arendt (1906-1975) constató que
la teoría política moderna no había especificado con claridad la diferencia
entre el poder político y el poder que deviene de medios no políticos, como por
ejemplo, de la violencia. Esa no-diferencia se encuentra incluso en una palabra
alemana, Gewalt, que quiere decir poder y violencia al mismo tiempo, a
diferencia de otra palabra alemana, Macht, que al venir del verbo machen
(hacer) significa sólo poder (poder hacer) y luego es la más apta para el uso
político.
Pero Hannah Arendt no se limitó a establecer la
diferencia entre violencia y poder sino, además, otorgó a ella un carácter
antagónico. En efecto, según Arendt, quien tiene poder no requiere de la
violencia. A la inversa, el uso de la violencia revela ausencia de poder. La
razón es que el poder se expresa en la política de un modo numérico (y no sólo
hegemónico como en Gramsci). El poder, de acuerdo a Arendt, reside en las
mayorías y- podríamos agregar- las mayorías son siempre hegemónicas. Hannah
Arendt entiende así el concepto de poder no sólo en un sentido político-republicano
sino, antes que nada, en un sentido político-democrático.
En un espacio democrático el poder no es disuelto pero
tampoco reside exclusivamente en el Estado como “instrumento de dominación de
clase”, premisa gramsciana- marxista que fue rebatida de modo implícito por
Hannah Arendt.
Michael Foucault fue también más allá de Gramsci
postulando la tesis de que el poder se encuentra atomizado en instituciones
como las cárceles, las escuelas, la familia, e incluso al interior de nosotros
mismos. Pero Foucault no siempre especificó si él se refería al poder político
o al poder en su sentido más amplio. No obstante, el hecho de que el poder
político no sólo es estatal ni sólo clasista, ha llevado a determinados
autores, entre quienes se cuentan Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, a referirse
a las llamadas articulaciones hegemónicas que ocurren como un desplazamiento
permanente de actores en el campo indeterminado de “lo social” y que por su
heterogeneidad sólo pueden expresarse en el poder a través de significantes
imprecisos y de un modo más bien simbólico.
Siguiendo una línea “arendtiana” y no “gramsciana”
autores como Jacques Ranciere- de modo implícito- y Claude Lefort (1924-2010)
–de modo explícito- han buscado otorgar a la lucha política por el poder un
sentido deliberativo, subrayando el primero que la lucha por el poder requiere
que un contendiente al menos entienda las reglas del juego como “un mal
entendido” (o desacuerdo), el que para que se transforme en un “bien-entendido”
(o acuerdo) precisa de una lucha que tiene lugar mediante la presentación
sintáxica de los argumentos. La lucha política deviene así en lucha sintáxica.
Claude Lefort, a su vez, siguiendo la crítica de Hannah Arendt a las
concepciones políticas totalitarias, postula que el poder político, para que
siga siéndolo, requiere de su no ocupación definitiva.
Según Claude Lefort, la caída de la monarquía, sobre
todo en Francia, dejó un lugar vacío pues, al haber sido la monarquía la
representación virtual del poder divino, el espacio heredado por la modernidad
republicana es un poder vacío (aunque no es un vacío de poder) esto es, un
símbolo de “un poder sobre el poder” que para que exista no debe ser ocupado
por nada ni por nadie. Si el poder político es “vaciado de su vacío”, comienza
la lucha por la libertad. De este modo Lefort refuerza el postulado de Arendt:
“el sentido (último) de la política es la libertad”.
De acuerdo al postulado de Hannah Arendt, podemos
hablar entonces de un poder político que oprime y de otro que nos libera. La
elección entre el uno y el otro es personal y en las condiciones actuales esa
elección se expresa a través del sufragio universal.
2.
Hay, sin embargo, una teoría, o mejor dicho una
doctrina, que intenta contraponer una concepción del poder muy diferente a la
que han sostenido los más importantes representantes de la filosofía política
moderna. Dicha doctrina es la de “la democracia participativa”, doctrina
representada en supuestos “concejos”, que pueden ser, según las circunstancias,
concejos obreros, barriales o comunales. Los fundadores de esa doctrina fueron
Lenin y Trotsky –la palabra rusa “soviets” significa concejos- pero también fue
aplicada por Mussolini y Hitler, sobre todo en los barrios y fábricas.
La implantación de los llamados “concejos”, en sus más
variadas formas, ha sido y es utilizada por todas las dictaduras que han
emergido en nombre de una revolución (real o supuesta). De acuerdo a esa
doctrina, el poder es devuelto (traspasado) al pueblo por una dictadura, poder
que es ejercido teoricamente desde las bases de acuerdo a las líneas
directrices dictadas por el poder central. Esa es la razón por la cual el
llamado poder popular no es más que otro nombre otorgado al corporativismo
estatal, y en todos los casos donde ha intentado aplicarse, no ha significado
otra cosa que la estatización de las organizaciones sociales las que, mediante
ese procedimiento, son puestas al servicio de una dictadura.
El poder político, por su propia naturaleza, es un
poder representativo y por lo mismo delegativo. La democracia participativa,
por el contrario, es una fantasía ideológica que jamás ha podido convertirse en
realidad. En la mayoría de los casos no ha sido más que parte de una estrategia
destinada a preservar y consolidar el poder de la clase dictatorial. Dicho en
otras palabras: sólo sobre la base de una democracia representativa puede
existir participación ciudadana. Sustentar la tesis de la participación en
contra de la democracia representativa significa, en cambio, no sólo anular la
representación; sino, además, convertir la participación (política) de los
ciudadanos en una simple ficción. Y eso significa, a su vez, el fin de la
política.
Pero antes que nada –y sobre ese tema hay que
insistir- el poder de base, representado en supuestos concejos, no es un poder
político.
El poder de los concejos populares no es político en
el sentido de Weber puesto que para Weber la política es el medio para acceder
al poder del Estado y los llamados concejos populares son parte del Estado.
Tampoco es político en el sentido de Schmitt ya que bloquea el enfrentamiento
entre bandos contrarios los cuales son disueltos al interior de las llamadas
asociaciones participativas de base. En ningún caso es político en el sentido
de Gramsci puesto que reducida la actividad ciudadana a la participación en
concejos separados entre sí, termina la lucha por el poder central y sin esa
lucha no puede haber hegemonía de nadie. Mucho menos es político en el sentido
de Arendt, porque anula y oculta el poder de las mayorías. Más aún, la llamada
democracia participativa expresada en concejos populares es el medio del que se
sirven las dictaduras cuando éstas son minoritarias. Y ni siquiera en el
sentido de Foucault el poder concejal puede ser político ya que no sólo
fracciona el poder popular, sino, además, centraliza el poder dictatorial.
Desde ese punto de vista, el poder político es atomizado en una multiplicidad
de micro-unidades que toman la forma de un archipiélago alrededor de un
continente dictatorial. Tampoco es político en el sentido de Mouffe/Laclau dado
que la llamada sociedad, al estar dividada en múltiples compartimentos estancos
-que eso y no más son los llamados concejos populares- no puede articularse
entre sí ni formar movimientos sociales más allá de las “organizaciones de base”.
Por último, no es político en el sentido de Ranciere y Lefort, puesto que el
Estado al estar ocupado, ya no contiene más ese espacio vacío que hace posible
la acción política y la comunicación discursiva.
En síntesis, el llamado poder popular, o de base,
expresión de la así llamada “democracia participativa”, no ha pasado de ser una
instancia derivada de un poder central. En esa instancia para-estatal, sus
participantes obtienen la ilusión de un poder que no tienen, o que en el mejor
de los casos sólo usan en discusiones absolutamente irrelevantes para la vida
política de una nación.
Pero, si el llamado poder popular no es político ¿qué
es? La respuesta es simple: es un poder post-político; vale decir, emerge justo
en el momento en que muere la política. No hay ninguna experiencia histórica
que muestre lo contrario. La democracia participativa no ha sido así más que un
simulacro de participación organizada por un poder ejecutivo que monopoliza
para sí las decisiones legislativas, las judiciales, las culturales y las
militares. O dicho de este modo: la llamada democracia participativa representa
la supresión de “lo político” en nombre de “lo social”. La democracia
participativa, en fin, no es más que una metáfora utilizada por las dictaduras
para llevar a cabo la expropiación política del pueblo por el Estado.
De tal modo, siempre que alguien use el término poder
popular como sustituto del poder representativo, o el de democracia
participativa como sustituto de la democracia delegativa, ya lo sabemos: ese
alguien está postulando la necesidad de una dictadura. Cuidado.
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