Fernando Mires 4 de noviembre de 2013
El presente trabajo -un ensayo corto y
no un artículo largo- parte de la premisa de que la política, en tanto
representación simbólica no refleja en su práctica toda la riqueza de una determinada
realidad, sino simplemente la que requiere para su representación.
La tarea del analista político no es
por lo tanto servirse de los símbolos como si fueran datos cosificados sino
interrogarse acerca de lo que existe más allá de su reflejo. En otras palabras,
de lo que se trata es de desimbolizar la realidad, aunque lo que se
esconda en cada símbolo no sea de mucho agrado.
El trabajo parte de una revisión
teórica acudiendo al llamado de autores que, para quien aquí escribe, son los
más decisivos en el oficio de revelar la simbología política.
Sobre la base de la convicción de que
la política, al menos la democrática, revela su contextura en sus momentos más
cruciales - y no hay momento más crucial que una elección- serán analizados
tres eventos electorales latinoamericanos de enorme trascendencia para el
futuro político de la región: las elecciones argentinas que tuvieron lugar en
Octubre de 2013, las presidenciales chilenas que tendrán lugar el 17 de
Noviembre de 2013, y las municipales venezolanas del 8 de Diciembre de 2013.
He renunciado explícitamente a extraer
consecuencias finales. Dicha tarea la encomiendo al lector.
1.
Para que nos entendamos mejor, un poco de teoría. Desde Schmitt a
Laclau.
Las tesis de Carl Schmitt, tantos años
después de haber sido formuladas, continúan siendo objeto de discusión entre
quienes nos ocupamos de la política, prueba de que el jurista alemán tocó más
de algún nervio vital. Algunas formulaciones de Schmitt son aceptadas incluso
por declarados anti-schmittianos pues su evidencia no proviene de una lógica
teórica sino de acontecimientos históricos que prueban su factibilidad.
Ya casi nadie, por ejemplo, se atreve
a negar el origen "hobbesiano" de la política que usara Schmitt como
punto de partida, a saber, el de la proveniencia bélica de lo político. Tampoco
el hecho continuamente demostrado de que mientras más cerca de la guerra mayor
es la intensidad de la política del mismo modo como la vida será sentida en
toda su intensidad cuando la muerte muestra su aborrecible presencia. Dicho en
términos hegelianos: la fuerza de la afirmación adquiere todo su sentido frente
a la fuerza de la negación.
La intensidad de la lucha confiere a
la política una dimensión existencial. Lucha por el poder, según Schmitt,
deformada por doctrinas liberales cuyo objetivo es disminuir la fuerza del
antagonismo vital, vale decir, la, para Schmitt, sustancia de la política. De
ahí la aversión declarada por Schmitt a las instituciones liberales, sobre todo
al Parlamento, todas destinadas a amortiguar la intensidad de la confrontación
política.
Según Schmitt, un exceso de
democracia, esto es, de compromisos, de concesiones y de institucionalidad,
conspira en contra de la política la que siempre será lucha por el poder. Pero
no por cualquier poder, sino por el poder del Estado.
Muy conocida es la tesis preliminar de
Schmitt: "El concepto de Estado presupone el concepto de la
política". Afirmación hobbesiana, sin duda, pero no menos evidente en
países en donde los usos democráticos son relativamente débiles.
Podría entonces afirmarse en
consonancia con Schmitt que mientras más débil es la democracia liberal (y la
democracia según Schmitt es siempre liberal) mayores serán las condiciones para
que lo político se exprese en su forma más auténtica, no por cierto en la de
guerra de todos contra todos de Hobbes (es la negación de la política por el
lado opuesto a la democracia) sino en el antagonismo de “Amigos contra
Enemigos”. Ese antagonismo es, a la vez, para Schmitt, el rostro oculto de la
política.
La política según Schmitt puede ser
negada por la guerra o por un exceso de democracia. La democracia, por lo
tanto, no es para Schmitt, como llegó a serlo para Habermas, una condición de
la política sino, llevada a los extremos, su propia negación. Tesis que en parte
asumió Hannah Arendt. Aunque ella, gracias a su reconocida originalidad, no se
pronunció en contra de un exceso de democracia como Schmitt, sino en contra de
un exceso de política, exceso que en su forma más radical llevaría a la
totalización de la política. Dicha totalización no atenta en contra del
individuo (para Schmitt y Arendt el individuo es siempre un dividuo) como
sostiene el liberalismo, sino en contra del mundo de la intimidad, el que para
Arendt es tan importante como el de la política. De ahí que muchas veces
-paradoja arendtiana- cuando vamos a la política lo hacemos para defendernos en
contra de los excesos de la política.
Pero Schmitt a diferencias de Arendt
no era demócrata y nunca quiso serlo. De ahí su confesa admiración por Lenin y
Hitler, ambos, según él, representantes extremos de la política de la enemistad
la que para Schmitt es la política por excelencia. Tanto el uno como el otro
caudillo, según Schmitt, descorrieron los velos de la política, revelando su
oculto rostro: el de la enemistad total.
La amistad de los contrarios sin la
cual no podemos vivir la vida íntima, es letal para la política. El enemigo,
según Schmitt, no debe ser jamás un amigo.
Sintetizando: Según Schmitt la
democracia y sus instituciones desfiguran el rostro de la política. Según el
liberalismo -sobre todo en el sentido asignado por John Rawls y sus seguidores-
la limitación (amortiguamiento) de la política sería condición de la
democracia. Arendt, a su vez, no se plantea en contra de la intensidad de lo
político, ni tampoco por su limitación, pero sí en contra de su totalización.
Si aceptamos por un momento la tesis
de Schmitt, la enemistad sería condición de la amistad entre quienes se unen en
contra de un enemigo común. A la vez, la enemistad política sería una fuente de
identidad, pues solo frente al enemigo total podemos saber quienes somos. Sin
vosotridad -este es el punto- no habría nosotridad. Por lo tanto, podría
decirse que mientras mayor es el grado de polarización política de una nación,
mayor será su grado de politicidad.
No obstante, hasta una lógica tan
implacable como la de Schmitt contiene puntos que ameritan comprobar su
consistencia. Dichos puntos resultan evidentes si tomamos en conocimiento las
tesis de un filósofo que sin polemizar explícitamente con Schmitt llevó el
discurso de lo político a una ribera que ignoró Schmitt: a la de la lógica de
las diferencias. Me refiero a Charles Taylor.
Según Taylor, en contraposición a
Schmitt, para quien las diferencias eran constitutivas al antagonismo (sin
diferencia no hay antagonismo) las diferencias son pre-constitutivas de lo
político. Dichas diferencias no son para Taylor políticas. Son culturales. Pero
sin esas diferencias culturales -afirma Taylor mirando la cartografía política
de su país, Canadá- no habría diferencias políticas.
Schmitt, ese es el lado débil de su
discurso, no se arriesgó a analizar las diferencias pre-políticas, sobre todo
las culturales. De ese modo convierte a lo político en un determinante
indeterminado, en algo que se explica en sí y de por sí. La política, de
acuerdo a Schmitt, carecería de pre-historia y, por lo mismo, de historia. Es,
si se quiere, un resultado del antagonismo principal en el marco de la lucha
por el poder.
La política surge de las diferencias.
En eso están de acuerdo los dos filósofos. Pero esas diferencias son para
Taylor pre-políticas; es decir no políticas, aunque sí, bajo determinadas
condiciones, politizables. Es por eso que mientras para Schmitt la política
resulta de un enfrentamiento puro, para Taylor resulta de un enfrentamiento no
político que precede al político pero sin el cual lo político nunca podría ser
explicado. Más aún, la diferencia cultural no solo está antes, sino, en sentido
hegeliano (que es en parte el de Taylor), se encuentra integrada en la razón de
ser de lo político.
Diversos analistas están de acuerdo
indirectamente con Taylor al haber advertido que las diferencias entre
republicanos y demócratas en los EE UU menos que políticas son culturales. Con
mucha mayor razón en Canadá, país esencialmente multicultural. En los países
islámicos las diferencias son, además, religiosas o confesionales, como una vez
lo fueron en Europa. Y en América Latina, dictaduras oprobiosas, resistidas por
las clases cultas urbanas, han hundido sus raíces en lo más profundo del mundo
patriarcal agrario. Sin ese dualismo cultural (y no político) la historia
política de América Latina sería inconcebible
En dos puntos coincide, además, Taylor
con Schmitt.
Primero, en la crítica al liberalismo,
doctrina que al poner al individuo por sobre la comunidad, no reconoce a esta
última como fuente de identidades colectivas, eliminando las diferencias
identitarias en nombre de un ideal abstracto de individualidad. Segundo, en la
crítica a la creencia de que la política se encuentra por encima de las diferencias,
apuntando hacia un también abstracto ideal de bien común.
La gran diferencia reside en el hecho
de que mientras para Schmitt el oculto rostro de la política se revela en el
momento de mayor confrontación, vale decir, en una situación de extrema polaridad,
para Taylor no es así. En el marco de una polaridad extrema las diferencias,
sean culturales o políticas, tienden según Taylor a ser subsumidas bajo el
imperio de un antagonismo superior que las opaca e incluso invisibiliza. Eso
significa que el antagonismo dilatado al máximo, al suprimir diferencias
plurales y convertirlas en duales ocultaría el rostro de la política que,
repetimos, nace en, vive de, y necesita de las diferencias.
¿No expresa cada antagonismo una
diferencia? Por supuesto, pero el tema es otro, y sobre eso insiste Taylor: El
tema es que no todas las diferencias expresan un antagonismo. En cierto modo
ese es también un postulado de otro destacado teórico de la política
contemporánea, me refiero a Ernesto Laclau.
A diferencia de Schmitt y Taylor la
política no ocultaría según Laclau ningún rostro verdadero pues su modo de ser
reside en su propia ambigüedad, en su opacidad y por lo mismo en su ausencia de
esencia (principio de indeterminación). Conclusión a la que llega Laclau
después de haber realizado una más que interesante combinación entre a) Carl
Schmitt de quien toma la noción de antagonismo como medio de realización de lo
político desde el "pueblo" b) Jacques Lacan de quien toma la relación
dislocada (metonímica y metafórica) entre cadenas de significantes que pueden
llegar a anular el significado del significado y c) Antonio Gramsci, de quien
rescata su específico concepto de hegemonía.
De acuerdo a Laclau -en ese punto
sigue Laclau a Schmitt- no hay política sin pueblo. Más aún, el pueblo se
constituye como tal, políticamente. Política y populismo serían, por lo mismo,
casi sinónimos. La razón populista es para Laclau la propia razón de la
política y viceversa.
No obstante, las distintas demandas e
intereses populares no se expresan en la política en su pureza originaria,
sino, de acuerdo a Lacan, como significantes simbólicos construidos por el
imaginario, en el caso de la política, por el imaginario popular. Hay por lo
mismo una dislocación necesaria entre el significante político con su supuesto
significado originario.
Mientras más sean los intereses y
demandas que se expresan en lo político, más ambigua, es decir más simbólica,
será la relación entre significante y significado, hecho que para Taylor sería
un obstáculo para la política. Para Laclau en cambio no es un obstáculo. Es una
condición de la política.
No obstante, una lectura analítica de
los significantes permitirá deducir que a través de ellos tiene lugar una lucha
por la hegemonía tanto al exterior como al interior del material significado.
En consecuencia, no solo los significados producen significantes, ellos mismos,
a su vez, se convierten en significados.
Si embargo, aunque la teoría política
de Laclau es útil cuando se trata de analizar el fenómeno de ascenso populista,
para analizar la fase de descenso populista nos sirve muy poco. Hecho que no
deja de tener importancia.
En efecto, de las tres confrontaciones
electorales más importantes del año 2013 en América Latina en dos de ellas
presenciamos el momento del descenso del fenómeno populista. Y para analizar
ese momento no fue hecha la teoría de Laclau. Ellas son las elecciones
legislativas realizadas en Argentina (27 de Octubre) y las municipales de
Venezuela el 8 de Diciembre. En la tercera confrontación, la del 17 de
Noviembre en Chile y en la cual, como ya se sabe, será elegida presidente
Michelle Bachelet, el fenómeno populista brilla por su ausencia, con lo cual se
demuestra fácticamente que -en contra de la opinión de Laclau- populismo y
política no son necesariamente sinónimos.
2. La máscara cristinista y el
vacío del rostro peronista
En la fase de ascenso del fenómeno
populista los "elementos" que lo conforman se van diluyendo en
significantes simbólicos cada vez más vacíos. A la inversa, en la medida en que
ese mismo fenómeno entra a su fase de descenso (desarticulación,
desintegración, descomposición) las diferencias comenzarán a aparecer por
doquier. Eso es precisamente lo que nos muestran los resultados de las
elecciones legislativas ocurridas recientemente en Argentina.
Malo entonces fue el chiste con el
cual el presidente uruguayo José Mujica pretendió minimizar la derrota sufrida
por Cristina Fernández en las elecciones de Octubre. Dijo Mujica: "Son
todos peronistas. Saque la cuenta, unos sacaron 40 y pico, el otro 30 y pico.
Suman y son 85 y pico %, son todos peronistas. Es siempre la misma, damos la
vuelta y estamos en la misma"...
Chiste malo, porque como viejo
político sabe muy bien Mujica que en esas elecciones no compitió el peronismo
contra el peronismo sino el peronismo cristinista contra el peronismo no
cristinista y eso es algo muy diferente. Chiste malo, porque pretendió anular
una diferencia central de la política argentina. Chiste malo, porque sabiendo
muy bien que el peronismo es un conglomerado de fracciones opuestas entre sí,
hizo como si no lo supiera. Esto último es decisivo.
El peronismo no es un partido, ni
siquiera un movimiento. El peronismo es una agrupación de tribus políticas que
mantienen como referente simbólico un mismo ídolo totémico. En ese sentido, el
peronismo es una invención política verdaderamente genial.
Por una parte, la recurrencia al tótem
común recuerda a las diferentes tribus que todas tienen el mismo origen: Perón
(Adán) y Eva. Eso quiere decir, todos son hijos de Perón y Eva y, por lo mismo,
hermanos. Dicha hermandad ficticia pero necesaria limita la escalación de la
política hacia una violencia que llevaría a una guerra fratricida. Por otra
parte deja la posibilidad abierta para que llegado el momento, cualquiera tribu
se una con otra. Por supuesto, en nombre del "verdadero" peronismo.
Dentro del peronismo no hay
contradicciones insuperables. Cualquier tribu, sea marxista, fascista,
autoritaria, demócrata, puede unirse con la otra. Todas son conectables entre
sí. Por cierto, para que eso funcione se requiere de un código común no escrito
en ninguna parte. De acuerdo a ese código todos los peronistas se dicen
nacionalistas, estatistas y justicieros sociales, aunque no lo sean. Como no
siempre lo fue Perón.
Dentro del peronismo es muy importante
que nadie intente sobrepasar al mito fundacional. Los diferentes caudillos que
ha tenido el peronismo han debido ser, cuando más, subcaudillos. Ninguno,
aunque lo intente, puede gobernar sin referencia al Nombre del Padre. Perón es
el símbolo del poder real, o en exacto sentido lacaniano, el poder fálico que
está sobre y más allá del poder mortal. Fórmula ficticia que permite asumir y
prolongar "la presencia de lo religioso en lo político" (Claude
Lefort) sin nombrar a lo religioso ni mucho menos a Dios. ¿Para qué
nombrar a Dios si tenemos a Perón?
Hay entonces una raya ficticia que
nadie debe pisar dentro del peronismo. Un exceso de arbitrariedad, de
autoridad, de dominación, incluso de populismo, despierta la sospecha de que el
sub líder pretende usurpar el significado simbólico del ídolo totémico.
¿Sucedió eso con Cristina? Parece que sí.
El peronismo bajo la égida de Cristina
estaba amenazado de dejar de ser peronismo para transformarse simplemente en
cristinismo. No extrañe así que en nombre de Perón, pero en contra del
autoritarismo de Cristina, su contradictor interno y externo, Sergio Massa,
logró que Cristina perdiera en los cinco distritos principales de la nación.
Sergio Massa ha logrado levantarse como el defensor del ideal peronista
(cualquiera que sea) en contra de la supuesta usurpación cristinista.
En Argentina, ya no hay duda, ha
nacido un nuevo sub-caudillismo peronista: el de Massa. El massismo puede que
sea el sucesor del cristinismo, así como el cristinismo lo fue del kirchnerismo
y el kirchnerismo del menenismo. El cristinismo está en crisis y con ello,
todo el peronismo.
Ahora bien, es en los momentos de
crisis cuando las diversas fracciones peronistas se alinean para iniciar una
feroz batalla por la hegemonía política y recuperar al peronismo en nombre del
peronismo. Ahí aparecen con nitidez las diferencias y ahí asoma, aunque sea por
un lapso, el rostro oculto, no muy hermoso, del peronismo y con ello, el rostro
oculto, aun menos hermoso de la política argentina. Pues las encarnizadas
luchas internas del peronismo son también externas.
Si el gobernador de Tigre, el
peronista Sergio Massa logra imponerse sobre el gobernador de la provincia de
Buenos Aires, el peronista-cristinista Daniel Sciolli, o si el Alcalde de la
Ciudad de Buenos Aires, el semi-peronista Mauricio Macri logra acumular una fuerte
adhesión más allá del peronismo, son posibilidades que no solo tienen que ver
con la lucha hegemónica al interior del peronismo. Lo que está en juego ahí es
la suerte política de toda una nación. Y por si fuera poco de una cuya
incidencia continental es enorme.
El clima de la política argentina no
será envidiable a mediano plazo. El día después de las elecciones legislativas
comenzaron las campañas para las elecciones presidenciales que recién tendrán
lugar el 2015. Durante todo ese largo momento veremos con frecuencia el rostro
menos oculto de la política argentina. En cierto modo, una lástima.
Así como de acuerdo al psicoanálisis
de Donald Witicott el "verdadero yo" necesita de la protección de un
"falso yo", o así como cada cuerpo necesita de una vestimenta para no
exponer su desnudez bajo la luz pública, el rostro oculto de la política
necesita de la protección de un rostro no oculto, del make-up de
Cristina, de los anti-faces de la política, o lo que es lo mismo, de
significantes ambiguos y vacíos (Laclau) pero no por eso menos necesarios. El
simbólico significante es el antifaz (la contra-cara) que cubre el rostro de la
lucha política.
3. El apático rostro de la política
chilena
Es inevitable: el rostro de la
política se presenta casi siempre desfigurado. Hay que hacer a veces esfuerzos
para saber cual es la figura originaria que se esconde detrás del rostro
oculto. Pero sin esa desfiguración no habría política según Laclau. La política
es siempre representación y la representación es -lo dice la palabra- una
presentación sobrepuesta.
Ningún político va a decir jamás, yo
quiero ser elegido porque quisiera aumentar mis ingresos, o porque deseo el
poder, o porque padezco de un serio complejo de inferioridad que necesito
compensar con el aplauso público.
Formulando en idioma freudiano: la voz
del político no es la de su yo sino la de su Superyo. Los políticos suelen ser
superyoicos. La mayoría dice -y lo peor, así lo creen- que van a la
política por sus ideales, a cumplir tareas históricas, a realizar utopías. El
verdadero rostro del político no asoma casi nunca, y si asoma, es un pésimo
político. Así es y así será.
El problema entonces no es la
desfiguración de la política, inherente a su representación, sino el
grado de desfiguración que la política puede soportar. Sucede lo mismo
con cada uno de nosotros. En el carnaval de la vida, cuando asomamos en el
espacio público realizamos actos representativos. En cambio, en el mundo íntimo
somos más auténticos. La intimidad, no la publicidad es el lugar de la verdad.
Esa es la razón por la cual Hannah Arendt proponía luchar públicamente para
salvar los espacios de la intimidad sin los cuales nunca seremos como
somos.
No obstante, un exceso de
simbolización en la política puede ser tan nocivo como una ausencia
simbolizante. En el caso argentino, ya lo vimos, el ideal peronista comporta un
altísimo grado de transfiguración simbólica. El caso opuesto al argentino es el
chileno.
En Chile, en las elecciones
presidenciales del 17 de Noviembre los partidos políticos, por lo menos los de
la Nueva Mayoría, se presentan con un solo objetivo, y así lo dicen: alcanzar
el poder para gobernar. Pocas veces la política ha mostrado de modo tan nítido
una ausencia simbológica tan grande.
El mismo nombre Nueva Mayoría es
delator. ¿Nueva Mayoría, para qué? En cualquier otro país, al título Nueva
Mayoría sería agregado un término adicional. Por ejemplo, Nueva Mayoría para el
Socialismo, o para la Revolución, o para la Libertad, o para el Progreso. Pero
no, en Chile solo se llama Nueva Mayoría y nada más. Y efectivamente es así: ha
sido formada una coalición de partidos de centro (DC) centro izquierda (PPD,
PS) e izquierda (PC, IC, MAS) cuyo único objetivo es construir una mayoría
política aplastante. Ahí no hay nada que simbolizar, representar, significar,
transfigurar, ni sublimar. Se trata simplemente de formar una mayoría de
gobierno y punto.
El rostro de la Nueva Mayoría no puede
ser más auténtico. Ese es en cierto modo el problema. La centro-izquierda
chilena carece de capacidad de simbolización lo que en la política
latinoamericana, no así en la europea, es casi un hecho inédito. ¿Estará
convirtiéndose Chile en un país europeo?
Lo mismo ocurre con la candidata
triunfal. Michelle Bachelet es sin duda una mujer auténtica. No disimula su
extensión, no pavimenta su rostro, y todo lo que dice lo piensa. Jamás va a
caer en un lenguaje insultante. Nunca pronunciará un discurso apoteósico ni se
deslizará en aberraciones ideológicas, étnicas y religiosas, como hacen sus
colegas del ALBA. Dice lo justo, y a veces ni siquiera eso. Bachelet domina,
además, de modo casi perfecto. la retórica del silencio. Durante muchos días no
habla una sola palabra pública, hecho que desespera a sus adversarios y a veces
hasta a sus propios simpatizantes.
Bachelet es todo lo contrario a un
caudillo populista. Algo no poco importante. Porque sin caudillo populista no
hay populismo. Es solo una líder, vale decir, una dirigenta. Nunca será una
caudilla. Y sin embargo, sin Bachelet no habría Nueva Mayoría. Un verdadero
fenómeno.
Bachelet representa, antes que nada,
el consenso. Ella fue elegida para intermediar entre fracciones políticas las
que sin su presencia se arrojarían hasta los platos por la cabeza. Su papel es
conservar la paz en la mayoría para que siga siendo mayoría. En una agrupación
política que no tiene símbolos, ni pasados ni futuros, ella es el símbolo.
Desaparece Bachelet, desaparece la mayoría. Por lo mismo -tanto en el sentido
de la filosofía de Schmitt, de la antropología política de un Taylor y de la
politología de un Laclau- ella está obligada a producir un efecto
despolitizador. No extraña por lo tanto que su campaña política haya sido
realizada sin entusiasmo, sin alegría, sin devoción. Bachelet es el opio
que adormece a su propio pueblo.
Hay quienes opinan que la política en
Chile se ha vuelto una actividad terriblemente aburrida. Opinión que puede ser
verificada por una encuesta dirigida por la socióloga Marta Lagos. Según esa
encuesta Chile es el país cuyos ciudadanos manifiestan menos interés por la
política en toda América Latina. Un 17% sobre la base de una media de 28%. (El
Mostrador.02.11.2013). Lo que no dice la encuesta es qué es lo que más interesa
a los chilenos. No quiero ni pensarlo.
El aburrimiento en política podría ser
visto como algo positivo si los chilenos tuvieran un gran interés por las
artes, la religión, la literatura o la filosofía. Pero si el desinterés por la
cosa pública se manifiesta solo en la reclusión en la vida privada, estaríamos
hablando de una situación política potencialmente peligrosa.
Fue Max Weber quien en su clásico
"Política como Profesión" alertaba en los años veinte del pasado
siglo sobre los efectos negativos del aburrimiento político. Para el gran
sociólogo la política vive del espectáculo y no del letargo. Si la política
pierde su capacidad de entusiasmar -agregaba Weber- todos los caminos se
abrirán para que aparezca ese enemigo mortal de la política que es el demagogo.
Y demagogos no faltan en Chile. Dos o tres de los nueve candidatos presidenciales
merecen ese título.
Cabe agregar que Weber escribió sus
palabras sobre el aburrimiento en política antes de que Hitler hiciera su
aparición en la escena de modo que sin saberlo formuló una profecía. Nadie dice
que en Chile va a suceder algo parecido, pero bien vale la pena tomar en serio
las palabras de Max Weber.
¿Despertará Chile de su letargo
político? ¿Se movilizarán los estudiantes en contra de Bachelet como lo
hicieron en contra de Piñera? ¿O se reunificará la derecha con la intención de
arrebatar a Bachelet el centro político, el mismo que una vez perdiera la
legendaria Unidad Popular? Nadie puede contestar todavía esas preguntas. Lo
único cierto es que -para citar las palabras de un ducho político en la
formidable serie televisiva danesa "Borgen"- : "Las últimas
elecciones todavía no han tenido lugar".
4. Venezuela, de la razón populista
a la razón militarista.
Volvamos a una deducción de Carl
Schmitt: Solo en situaciones de extrema polarización el rostro oculto de la
política asoma hacia la superficie. Si eso fuera cierto querría decir que
Venezuela es el país más politizado de América Latina. Y lo es. Lo testimonia
la ya citada encuesta de Marta Lagos. Según la socióloga, Venezuela se
encuentra muy lejos en el primer lugar de interés ciudadano por la política,
con un 49% sobre una media de 28%. Si Schmitt resucitara y viajara a Venezuela,
sería sin duda el hombre más feliz de la tierra.
En Venezuela, efectivamente, no hay
lugar para posiciones intermedias. Allí quien hable de dialogo o reconciliación
será mirado con lástima. Venezuela se encuentra en estos momentos dividida en
dos mitades irreconciliables. Acerca de cual es la más grande lo sabremos
recién en las elecciones municipales del 8D. Ese es por lo demás el único punto
en el cual chavistas y no chavistas están de acuerdo. Las elecciones del 8D
aunque no son un plebiscito, tendrán un carácter plebiscitario. Nunca había
sucedido algo así en toda América Latina.
En una elección municipal, si es que
uno vota, lo hace más bien por un candidato amigo o conocido de ahí que por lo
general una elección municipal refleja mal el rostro de la política nacional.
No así en Venezuela. Quienes saldrán a votar lo harán por la continuación o por
el fin del autoritarismo chavista representado en Maduro. En otras palabras,
después del 8D cambiará el rostro político de Venezuela.
La formación de dos bloques
antagónicos al gusto de las teorías de Carl Schmitt suele impedir que las
diferencias que surcan a cada bloque sean visibles. En cambio, para el filósofo
de las diferencias, me refiero a Charles Taylor, ese impedimento desactiva el
potencial político de una nación pues las diferencias y no las semejanzas son
para él, decisivas en la política. Venezuela, sin embargo, es un caso especial.
Allí se cumplen dos teorías que desde un punto de vista lógico parecieran
ser incompatibles: la de Schmitt y la de Taylor
En Venezuela hay dos bloques políticos
irreconciliables. Pero el profundo antagonismo que los separa no logra ocultar
las diferencias al interior de ellos. Eso quiere decir que las elecciones del
8D también serán decisivas para reacomodar las placas tectónicas al interior de
cada bloque. La lucha por la hegemonía política tendrá, luego, un sentido
endógeno y exógeno a la vez.
Las diferencias al interior del
bloque chavista aparecieron en la superficie desde el mismo día de la muerte de
Chávez.
Todos saben en Venezuela que entre
Maduro y Cabello no solo hay diferencias tácticas, sino además, estratégicas.
Ellas pasan por configurar el régimen de acuerdo a una alianza más estrecha con
Cuba -es la posición madurista- o bajo la dominación del ejército de acuerdo a
una "doctrina de seguridad nacional" -es la de Cabello-.
Las dos tendencias tienen no obstante
puntos comunes. En primer lugar las dos son militaristas, más cerca de Castro
la de Maduro, más cerca del "gorilismo" tradicional la de Cabello. Y
bien, esas dos tendencias ya existían personificadas en la figura de Chávez.
Muerto Chávez ambas comienzan a disociarse entre sí cambiando con ello el
propio carácter político del chavismo.
El chavismo de Chávez era militarista
y populista a la vez. Pero Maduro y Cabello son más militaristas que
populistas.
La dudosa y mínima victoria de Maduro
en las presidenciales de Abril ha despojado a su gestión de gran parte de su
áurea populista, creciendo paralelamente la impronta militarista. Ello no solo
es así porque Maduro y Cabello hablen el lenguaje destructivo de la guerra sino
porque, además, el peso específico del ejército en el gobierno ha ido
aumentando crecientemente. La creación del CESPPA, entre otras instituciones,
refleja la presencia militar en los asuntos de gobierno.
Por el momento los militares
co-gobiernan. El acceso o no acceso directo al poder puede que sea definido de
acuerdo a los resultados del 8D. Como ocurre con los políticos y con gran parte
de la ciudadanía, los militares también están en posición de espera.
Lo concreto es que uno de los
rostros menos ocultos del chavismo, el militar, ya ha aparecido sobre la plena
superficie.
Por cierto, el chavismo después de
Chávez, como ocurrió con el peronismo después de Perón se ha convertido en una
agrupación totémica. Pero el tótem peronista, a diferencias del chavista, no
era militarista. O para decirlo así: mientras el peronismo siempre fue más
político que militar, el chavismo es, o ha llegado a ser, más militar que
político.
Parodiando a Laclau podríamos afirmar
que en Venezuela la razón populista ha sido desplazada por la razón
militarista. Pero sobre esa segunda razón Laclau no escribió una sola palabra y
por lo tanto su utilidad para analizar el caso venezolano es por el momento
nula.
Sin embargo, no solo el chavismo acusa
diferencias. También estas existen al interior de la oposición las que, al
contrario de las interchavistas, son debatidas públicamente. Para explicar
lo dicho hay que tener en cuenta que la oposición no es solo la MUD.
Al interior de la MUD el tema de la
hegemonía interna ya está resuelto. Los partidos y asociaciones que la
conforman tienden a orientarse hacia un horizonte que podríamos llamar de
centro-centro, centro izquierda e incluso centro-derecha. El predominio de los
partidos socialdemócratas al interior de la MUD es, por lo tanto, expresión
cuantitativa del carácter social y político que caracteriza al conjunto de la
Unidad.
Más allá de la MUD hay, sin embargo,
otras fracciones opositoras. Por una parte, los abstencionistas de siempre. Por
otra, un segmento de ultra-derecha sin ninguna expresión social pero con cierta
resonancia en uno de los más prestigiosos periódicos de la nación. Dicho
segmento está hecho a la medida de lo que Maduro y Cabello quisieran que fuese
toda la oposición. Llámelo usted militaristas, golpistas, neocarmonistas,
neopinochetistas, incluso fascistas. Cualquiera de estos calificativos les
queda bien.
Encaramados como cernícalos sobre el
techo común del antichavismo, la ultraderecha se deja caer cada cierto tiempo sobre
las cabezas de Capriles, Aveledo, Petkoff o cualquiera persona que no comulgue
con sus alucinaciones golpistas. De ahí que un triunfo de la Unidad, el 8D,
podría ser una buena ocasión para marcar la línea divisoria entre una amplísima
oposición democrática y una flaquísima oposición antidemocrática. La
Unidad no necesita de esta última, estorba más que ayuda, resta en lugar de
sumar, y dificulta con su sola presencia que sectores antimilitaristas del
chavismo vean en la oposición una alternativa de recambio político.
Lo más importante, sin embargo,
es destacar que a partir del 8D puede abrirse la posibilidad para que
Venezuela recobre poco a poco su oculto rostro político. Un rostro multicolor,
pluralista, heterogéneo, en una palabra, democrático. Un rostro tan amplio que
incluso el PSUV, convertido en partido institucional por fuerza de las
circunstancias, puede llegar a ser parte de su fisonomía.
¿Y los militares?. No, los militares
no. Ellos deberán volver al lugar desde donde los sacó Chávez y de donde nunca
debieron haber salido. A los cuarteles. A resguardar la soberanía territorial,
que para eso y no para otra cosa les pagan.
Referencias:
Arendt, Hannah, Qué es la
Política?, Paidos, Madrid 1997
Laclau, Ernesto, La Razón
Populista, FCE, Buenos Aires 2005
Schmitt, Carl, El Concepto de
lo Político, Alianza, Madrid 1998
Schmitt, Carl, Sobre el
Parlamentarismo, Tecnos, Madrid 1996
Taylor, Charles, El
Multiculturalismo y la Política del Reconocimiento, FCE, Madrid 2003
Weber, Max, Política como
Profesión, Biblioteca Nueva, Madrid 2007
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