Américo Martín 13 de marzo de 2014
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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Se cruzan en la ciudad de Verona dos
grupos de alegres miembros de la servidumbre de los ricos y muy respetados
señores Capuleto (padre de la inocente Julieta) y Montesco (padre del agraciado
Romeo). El odio entre las dos familias es furioso y de origen desconocido. Ya
se olvidó lo que pudo haberlo motivado, pero con el tiempo se ha incrementado.
El caso es que se detestan. Algún incidente que nadie recuerda desataría el
rencor entre un Capuleto y un Montesco, que fue proyectándose a ambas
parentelas y luego también a sus vastas servidumbres.
Uno de ellos le hace a los rivales una
“higa”. “Higa” sería la señal de la paloma con los dedos de la mano, y mejor
que no: fue como arrojar carbones encendidos en gasolina derramada. Los dos
grupos se van a las manos. El combate es de una violencia incomprensible.
La diferencia entre esa obra de
Shakespeare y el odio que reina en Venezuela es que el nuestro tiene un origen
claro y perfectamente desentrañable, mientras que el que causó la muerte de
Romeo y Julieta, dos maravillosos jóvenes veroneses, no se sabe de dónde pueda
venir.
Hugo Chávez, padre y fundador del odio
que envenena el alma de sus seguidores, se encargó de explicar por qué predicó
una pasión tan negativa y apocalíptica. Para justificar la violación
sistemática de la Constitución y su aspiración de gobernar para siempre y
mediante los más agresivos métodos, hizo ver a los suyos que encabezaba una
revolución proyectada a la Máxima Felicidad, sobre todo para los más pobres.
Ese maravilloso destino estaba siendo saboteado por siniestros personajes al servicio
del imperio, el fascismo, la ultraderecha. Acabar con ellos era indispensable
para que el nuevo Mesías pudiera llevarnos a todos al Cielo en la tierra.
Cambió la Historia para adaptarla a
sus intereses personales, acabó con la libertad de expresión y de medios,
arremetió contra la educación en todos sus niveles, contra la descentralización
del país, contra trabajadores, empresarios y demás productores independientes y
cada vez más contra la libertad y la vida de quienes calificó como fascistas y
agentes del imperio. Es justo decir, que en orden a vidas sacrificadas,
encarcelamiento de disidentes y despliegue de bandas paramilitares deseosas de
aplastar manifestaciones justificadas y absolutamente legales, Maduro, el
sucesor, lo está superando.
Chávez a su modo tuvo éxito. Nadie
puede regatearle su carisma y voluntad de quebrar resistencias. Por eso el
resultado se despliega a la vista. El cerco totalitario contra los venezolanos
se está estrechando, vidas inocentes están siendo segadas por perros rabiosos
armados e impunes, atronando motocicletas.
Pero lo que no podía prever el autor
de este plan fue la capacidad de resistencia del país, sobre todo de sus
jóvenes ¡y no únicamente de ellos! El totalitarismo nunca podrá cerrarse por
completo si se le opone una firme y masiva resistencia, basada en la ley y en
principios como el de la paz, la aspiración de convivencia y la justicia.
Es el drama que estamos viviendo en la atormentada Venezuela de nuestros días.
Como otras quimeras de las que de
tanto en tanto le caen a la desdichada Humanidad, la de Chávez ha arruinado al
país en la forma más insólita. Las cifras son escandalosas. Estamos entre los
tres últimos en crecimiento del continente, junto a Haití. Primero imbatible en
inflación, primero en recesión, primero en homicidios, primero en tamaño de la
deuda, primero en corrupción, entre los primeros en violencia. Y lo más
escandaloso es que ha recibido por años el ingreso fiscal y de divisas más alto
de Latinoamérica.
Estructuralmente el esquema
chavista-madurista no soporta el diálogo. La división es para el gobierno una
necesidad de sobrevivencia. El diálogo es una trampa. A menos que….
A menos que se trate de una trampa
montada por ellos mismos. Porque si la inviabilidad del país se hace
insuperable, como en efecto ha ocurrido, si por fuerza comprenden que no pueden
enfrentar el desastre que han creado, contra la voluntad expresa de medio país,
entonces una forma de dialogar con todas las ventajas y privilegios a favor
sería no hacerlo pero pareciendo que lo hacen.
¿Es el diálogo que promueve Maduro una
trampa? ¿O es acaso una necesidad que se les impone?
Creo que la verdad está repartida
entre las dos preguntas. El diálogo se les impone y al mismo tiempo, como
buenos falsarios, tratan de ir a él de la manera más deshonesta. Y cuando se
les pide prendas de sinceridad como la libertad de los presos, el desarme de
los colectivos, el cese de la represión y del lenguaje escarnecedor, salta el
inocente Maduro a proclamar, solemne, con la mano en el pecho y aire de duque
ofendido que a un Presidente de la República no se le ponen condiciones. ¿Y
quién dijo eso? ¿De dónde salió esa regla?
Llámelas como quiera pero son
evidentes. Dialogar en medio de asaltos a urbanizaciones y barrios, entrando en
hogares con el puñal en la mano, disparando plomo cerrado y gas del bueno no es
honesto, no es serio, no se puede hacer. Sé que algunos de buena fe –los de
mala no merecen que se les mencione- sostienen que con todo hay que dialogar
procurando ampliar rendijas, pero no veo la necesidad de semejante sacrificio.
Porque no dudo que en la otra acera se impondrá en algún momento la
conveniencia de un diálogo sincero y entre iguales.
Sea que descubran la futilidad de las
trampas o que aparezcan nuevos interlocutores.
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