JORGE G. CASTAÑEDA MAR 26, 2014
Según todos los indicios, la comunidad
internacional se ha resignado a la“apropiación de territorio” de Crimea, como la ha
llamado el Vicepresidente de los Estados Unidos, Joe Biden, por el Presidente
de de Rusia. Una vez que Putin decidió asumir las consecuencias de sus actos,
poco era lo que podían hacer los Estados Unidos, la Unión Europea o las
Naciones Unidas.
Entretanto, América Latina está
experimentando el problema opuesto. Aunque los países de la región tienen los
medios para detener la cada vez mayor catástrofe política, económica y de
derechos humanos en Venezuela, carecen de la voluntad, mientras que la atención
del resto del mundo centrada en Ucrania ha eliminado toda posibilidad de que se
los presione para que actúen.
En Ucrania, los EE.UU. y la UE parecen
haber decidido adoptar una vía de acción sensata –o, mejor dicho, una doble
reacción realista– que probablemente no dará resultados espectaculares, pero,
desde luego, es preferible a la pasividad.
En primer lugar, las sanciones
impuestas hasta ahora –anulaciones de visados, incautaciones o congelaciones de
activos y similares– no devolverán Sebastopol a Ucrania, pero con el tiempo
harán mella al menos en algunos sectores económicos rusos. No se puede predecir
si unirán a los oligarcas o los dividirán ni si los obligarán a sacar su dinero
de Rusia o a llevarlo de vuelta a su país.
Pero la incertidumbre es mucho mejor
que la aquiescencia informada. Ahora mismo no hay, sencillamente, otras
opciones posibles y aplicar toda la panoplia de sanciones desde el principio
dejaría a la UE y a los EE.UU. sin opciones para el futuro.
En segundo –y mucho más importante–
lugar, se ha dirigido al Kremlin un tácito ultimátum antiapaciguamiento: una
mayor expansión en Ucrania provocará sanciones mucho más graves y duras. Puede
que dé resultado o no, pero las decisiones y los anuncios al menos tienen el
mérito de existir y, por tanto, demostrar la disposición del G-7 y otros a
aplicar los principios y los valores con los que Rusia está, en teoría,
comprometida. Está claro que las democracias del mundo carecen de posiciones
perfectas, dada la renuencia, eminentemente razonable, de todo el mundo a
recurrir a la fuerza.
En vista de la ubicación, la historia
y las consiguientes posibilidades de conflictos, no es de extrañar que la
comunidad internacional haya prestado una mayor atención a la crisis en esa
zona que al desastre que está desarrollándose en Venezuela, pero no es
apropiado. Los acontecimientos recientes habidos en Venezuela entrañan tantos
peligros y consecuencias perversas e imprevistas como los de Ucrania y la
comunidad internacional, además de la mayoría de las democracias
latinoamericanas, deben prestarles mucha más atención.
Para empezar, hay que tener en cuenta
la seguridad energética. Venezuela tiene unas de las mayores
reservas de petróleo y de gas del mundo y es una importante
exportadora (aunque menor que hace diez años) y, para bien o para mal, es una
proveedora fundamental para algunos países.
Casi todo el Caribe, la América
central y algunos puertos estadounidenses del golfo dependen del petróleo crudo
venezolano, con poco azufre, para sus centrales eléctricas, refinerías y
condiciones de la balanza de pagos. Cuba es el caso más dramático. Sin el
petróleo venezolano subvencionado y las enormes sumas pagadas a cambio de los
servicios prestados por los médicos de los Castro –algunos excelentes, otros
fraudulentos–, la economía de la isla se hundiría, lo que causaría una oleada
de cubanos que huirían, como ha ocurrido repetidas veces a lo largo del pasado
medio siglo. Ahora bien, esta vez las consecuencias para Florida y México
podrían ser más graves que en las anteriores.
Pero lo que ocurre en Venezuela
importa también por otras razones. La represión selectiva, el encarcelamiento
de dirigentes de la oposición, la censura de la prensa, la escasez de
productos, la inflación y la violencia injustificada –Caracas es una de las
ciudades más peligrosas del mundo– han creado una situación que parece
insostenible a medio plazo.
Las duras medidas económicas y de
seguridad que Venezuela necesita para superar su desastre actual no se
pueden aplicar sin alguna forma de consenso, lo que requiere el fin de la
represión y de la polarización. Lamentablemente, nada de eso parece probable,
si se deja exclusivamente en manos de los venezolanos, que en los quince
últimos años han fracasado repetidas veces a la hora de encontrar soluciones
para sus dilemas. Algunos han propuesto una mediación papal, otros han
propugnado la intervención de un grupo de ex presidentes latinoamericanos.
El problema estriba en que ningún
gobierno latinoamericano, con la excepción del de Panamá, quiere mancharse las
manos. Los tres que cuentan por su tamaño –la Argentina, el Brasil y México–
temen las consecuencias: el Brasil, que sus empresas pierdan contratos; México,
que los venezolanos financien la oposición a sus reformas energéticas; y la
Argentina, la de perder un aliado que sabe demasiado.
Los otros dos países que podemos
considerar relevantes –Colombia y Chile– se niegan a verse involucrados por
diferentes razones. Colombia necesita la cooperación del Presidente
NicolásMaduro para sostener las negociaciones con las guerrillas de las FARC; la
nueva Presidenta de Chile, Michelle Bachelet, siempre ha tenido debilidad por
el “chavismo” y sus payasadas.
En el caso de Crimea, las muertes de
centenares de manifestantes en Kiev y la posible apropiación por Rusia de la
Ucrania oriental han puesto en entredicho principios como el de no
intervención. En América Latina, no: aún se considera que el del número de estudiantes
de Venezuela asesinados por grupos militares patrocinados por el Gobierno
es un asunto que sólo incumbe a los venezolanos, pese a que este país es
parte en todos los instrumentos regionales de legislación internacional sobre
los derechos humanos. Y ninguna mediación exterior es viable sin un mínimo de
censura o critica al extremismo de Maduro, si bien la oposición tiene también
su parte de culpa, por las posiciones radicales y a veces subversivas de
algunas de sus facciones.
Paradójicamente, mientras que las
potencias occidentales probablemente estén impotentes respecto de Ucrania, los
protagonistas de América Latina podrían ejercer una gran influencia en
Venezuela. Las sanciones económicas en Rusia pueden llegar a hacer mella y el
Kremlin puede desistir de perpetrar una mayor invasión, pero a corto plazo la
crisis ucraniana no se verá afectada por una involucración exterior. En
Venezuela, el peligro es igualmente grande para todo el mundo y abordarlo es
mucho más barato y fácil, pero, para hacerlo, hace falta aquello de lo que la
mayoría de los gobiernos latinoamericanos carecen gravemente: lucidez y valor.
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