Por Helena Carpio, 27/03/2014
En noches como la de hoy, ahogadas entre el insomnio que se vuelve rutina y el miedo a un letargo histórico, busco refugio entre letras de ayer. Busco refugio en los recuerdos de mejores tiempos, en la inocencia de mi niñez, en la sabiduría del reloj. Busco claridad en la tinta que se secó, y que se lee desde el retrovisor.
A continuación, segmentos de mi patria, escritos en los últimos años:
Confieso que nací en Venezuela en tiempos de paz.
Confieso que viví en Monagas por 8 años de mi vida, y que mi niñez fue dada por una sabana sin horizonte y por un volante. Confieso que aprendí a manejar sin llegar a los pedales y a pintar la tricolor estrellada sin saber contar hasta siete. Confieso que nunca aprendí a darle la vuelta al mundo con el trompo, pero si se la di a Venezuela con el vidrio abajo y medio cuerpo afuera. Nuestra camioneta recorrió casi dos millones de kilómetros, y confieso que no tomó ni la mitad de eso para que entendiera por qué hay que amar a este país. Por qué hay que luchar por él todos los días.
Confieso que nunca llegué a ver la Cuevas del Guacharo porque las fresas con crema de Caripe nos afincaban los frenos. Confieso que sentí orgullo por Guayana y el sur del sur. Esperaba con ansias los fines de semana para que cuatro ruedas y una chalana – en esas épocas no existía puente para cruzar el Orinoco – me transportaran a las tierras del Guri, Macagua, Alcasa, Venalum, SIDOR, y el poder industrial de un país en progreso. Confieso que he ido a la Gran Sabana cuatro veces, y todavía no puedo creer que sea tan bella. Confieso que crecí en la sombra de Pequiven, Lagoven y una PDVSA saludable, cuando las refinerías no explotaban y cuando sus trabajadores firmaban con orgullo. Confieso que crecí en un país donde la comida solo se pudría en la basura, y donde la luz solo se iba en año nuevo, para regresar más brillante después de medianoche.
Confieso que sentí en la piel el mejor sol del llano. Esa luz tornasolada de las 6 de la tarde, que acompañaba a todo pueblo y sus partidos de dominó, a toda Plaza Bolívar y sus patinatas. Confieso que en Carnavales vi pasar camiones con bomberos postizos, que echaban baldes de agua a cualquier mujer en camisa blanca. Confieso que escondía muecas detrás de las máscaras de Yare, mientras admiraba que un diablo hiciera promesas. Confieso que preferí el chinchorro a la silla y las bolas criollas al monopolio. Confieso que las mejores muñecas eran de Reverón y las tardes mas pasajeras se medían a punta del pabilo de un papagayo. Confieso que el puente mas largo siempre será el de Maracaibo y el más bello, el de Eiffel, en Bolívar. Confieso que en Venezuela los mejores perros calientes le pertenecen a la calle, y los mejores cuentos chinos también. Confieso que las mejores naranjas son de carretera, y las mejores panelas son las de San Joaquín.
Confieso que mi primer turpial fue a los once años, y mi primer juego de beisbol también. Confieso haber querido tener la piel oscura, por culpa de Andrés Eloy y sus angelitos negros, y porque Margarita en verano me sacaba ampollas. Confieso que en Navidad recibía el año con fósforos en una mano y pan de jamón en la otra, rodeada de un horizonte nocturno multicolor y de la familia de la familia de la familia de mi familia.
Confieso que el paraíso está en cada valle que nace a faldas de los Andes, y que la Cordillera de la Costa vive para darle al Norte, una cumbre nacional. Confieso que los cielos mas increíbles le pertenecen al Delta del Orinoco, a Mérida y a su observatorio, y a los llanos de Apure. Es que allí los atardeceres se visten de arcoíris con tonalidades de Manuel Cabré, y las noches cargan escamas de colibrí. Confieso que las mejores playas del mundo están en cada costa Venezolana que besa al mar Caribe, y que antes de morir hay que ver donde el Caroní se hizo amigo del Orinoco. Confieso que Dios escucha desde la cima del Pico Humboldt, porque está cerquita del cielo y porque bueno, los gochos gritan duro.
Confieso que las bienvenidas más fieles, le pertenecen al llanero – que entre arrugas y cayos, carga el relieve de su tierra en cada mano. Confieso haber conocido a la gente mas trabajadora, honesta y buena en los callejones mas oscuros de este país – y los que se levantaban de sol a sol, bueno, ellos eran ángeles.
Pero también confieso que crecí en una Venezuela con grandes disparidades económicas, y muchos otros problemas – aunque a pesar de todo, era un país donde el progreso se lograba con trabajo honesto, y donde el amarillo, el azul y el rojo solo eran colores en una bandera.
No nací en un país de gas, de balas ni de odio. No nací en un país donde el pasado y sus tragedias, pesaran tanto, que jalaran al futuro por los pies y lo obligaran a gatear. No nací en una democracia de mártires. No nací en un país de militares con acento extranjero. No nací en un país donde el hambre se calmara con promesas y las opiniones con coñazos. No nací en un país donde el calendario fuera anunciante de cementerio y donde el Presidente fuera mensajero de tiberio.
Nunca pensé que un día los funerales se volvieran semanales, que los padres y los amigos se convirtieran en criminales y que las memorias que me hicieron amar a este país, se convirtieran en parte de un pasado que amenaza con no volver.
Todo esto lo confieso, porque hoy en día solo existe en suspiros y susurros – en los remanentes de un pasado que fue enterrado en nombre de una Revolución, y en los sueños del que ama a destiempo.
Por eso, le rezo a mis recuerdos. Para poder tener fuerzas, para jamás odiar, para respetar al que piensa diferente, para encontrar paz, para que mis ideales sean estacas que alumbren en esta oscuridad. Le rezo a mis recuerdos para nunca olvidar al país que me lo dio todo – y para que mi brújula siempre lo encuentre. Rezo para no olvidar lo que nos hace grandes, lo que nos une.
A la final, la patria no es una dirección estampada en el pasaporte, ni un montón de letras bajo “nacionalidad,” la patria es una marca indeleble – es parte de tu identidad. Sin ella, no hay hogar.
Por eso siento la carretera a oriente como mi camino a casa, y aunque se caigan los puentes cada vez que llueve o crece el río, me gusta pensar que podré regresar algún día.
Simón Díaz – el hombre, que fue patria y niñez a la vez – dijo cuando yo era chiquita que, “ser un buen venezolano, no es solamente haber nacido en esta tierra, es respetarla, es abrazarla y es quererla, y es el orgullo que se siente tenerla. Ser un buen venezolano, es todo aquel que cuida y ama nuestro suelo, y lo levanta en un puñado bajo el cielo y grita “Viva, que la patria es lo primero.” Ser un buen venezolano, es sentir que el corazón se nos desboca, y que se eleva desde el pecho hasta la boca, el mas hermoso sentimiento de patriota. Ser un buen venezolano es, adentrarse a conocer toda su historia, es aprenderla y enseñarla por su gloria y mantenerla siempre viva en la memoria.” Por último, Tio Simón, que hoy es mitad sol mitad cielo, nos dijo, “Ser un buen venezolano es recordar aquella voz que nos decía que la moral y que la luz son nuestra guía, que nos dará el despertar de un nuevo día.”
Pues, llegó el alba. Un nuevo día se asoma en el horizonte. Por eso te ruego hermano, que tu luz sea esa: la que nos dio Tío Simón.
Que tu norte sea tan firme y constante como el Ávila; que tu esperanza sea tan profunda como el Mar Caribe; que tu sentimiento de hermandad, hacia tu bando y el enemigo, sea tan inquebrantable como el Tepuy; que tu tolerancia sea tan abismal como las cuevas de Canaima; que tu paciencia sea tan infinita como la sabana; que tus ganas de construir, hagan paredes de contención que frenen este odio que nos inunda; y que tus intenciones de compartir con el que piensa diferente, sean sinceras – que reconozcas al enemigo como aliado. Este país nos vio nacer a ambos. No sobrevive sin sus dos mitades, por eso siempre debemos construir puentes. Sino es imposible invitar al oficialista o al opositor a reconstruir el país, juntos.
Entonces, hermano, te ruego que tu amor por un mejor porvenir y que tu perseverancia por llegar a él, sean tan dignos y tan grandes, como el país que te parió. Ruego que tu voluntad sea siempre civilizadora y que jamás olvides mantener la frente en alto. El que baja la cabeza no ve el camino que se abre adelante.
Todos somos Patria y solo tenemos una. Es hora de trabajar juntos.
Pero también confieso que crecí en una Venezuela con grandes disparidades económicas, y muchos otros problemas – aunque a pesar de todo, era un país donde el progreso se lograba con trabajo honesto, y donde el amarillo, el azul y el rojo solo eran colores en una bandera.
No nací en un país de gas, de balas ni de odio. No nací en un país donde el pasado y sus tragedias, pesaran tanto, que jalaran al futuro por los pies y lo obligaran a gatear. No nací en una democracia de mártires. No nací en un país de militares con acento extranjero. No nací en un país donde el hambre se calmara con promesas y las opiniones con coñazos. No nací en un país donde el calendario fuera anunciante de cementerio y donde el Presidente fuera mensajero de tiberio.
Nunca pensé que un día los funerales se volvieran semanales, que los padres y los amigos se convirtieran en criminales y que las memorias que me hicieron amar a este país, se convirtieran en parte de un pasado que amenaza con no volver.
Todo esto lo confieso, porque hoy en día solo existe en suspiros y susurros – en los remanentes de un pasado que fue enterrado en nombre de una Revolución, y en los sueños del que ama a destiempo.
Por eso, le rezo a mis recuerdos. Para poder tener fuerzas, para jamás odiar, para respetar al que piensa diferente, para encontrar paz, para que mis ideales sean estacas que alumbren en esta oscuridad. Le rezo a mis recuerdos para nunca olvidar al país que me lo dio todo – y para que mi brújula siempre lo encuentre. Rezo para no olvidar lo que nos hace grandes, lo que nos une.
A la final, la patria no es una dirección estampada en el pasaporte, ni un montón de letras bajo “nacionalidad,” la patria es una marca indeleble – es parte de tu identidad. Sin ella, no hay hogar.
Por eso siento la carretera a oriente como mi camino a casa, y aunque se caigan los puentes cada vez que llueve o crece el río, me gusta pensar que podré regresar algún día.
Simón Díaz – el hombre, que fue patria y niñez a la vez – dijo cuando yo era chiquita que, “ser un buen venezolano, no es solamente haber nacido en esta tierra, es respetarla, es abrazarla y es quererla, y es el orgullo que se siente tenerla. Ser un buen venezolano, es todo aquel que cuida y ama nuestro suelo, y lo levanta en un puñado bajo el cielo y grita “Viva, que la patria es lo primero.” Ser un buen venezolano, es sentir que el corazón se nos desboca, y que se eleva desde el pecho hasta la boca, el mas hermoso sentimiento de patriota. Ser un buen venezolano es, adentrarse a conocer toda su historia, es aprenderla y enseñarla por su gloria y mantenerla siempre viva en la memoria.” Por último, Tio Simón, que hoy es mitad sol mitad cielo, nos dijo, “Ser un buen venezolano es recordar aquella voz que nos decía que la moral y que la luz son nuestra guía, que nos dará el despertar de un nuevo día.”
Pues, llegó el alba. Un nuevo día se asoma en el horizonte. Por eso te ruego hermano, que tu luz sea esa: la que nos dio Tío Simón.
Que tu norte sea tan firme y constante como el Ávila; que tu esperanza sea tan profunda como el Mar Caribe; que tu sentimiento de hermandad, hacia tu bando y el enemigo, sea tan inquebrantable como el Tepuy; que tu tolerancia sea tan abismal como las cuevas de Canaima; que tu paciencia sea tan infinita como la sabana; que tus ganas de construir, hagan paredes de contención que frenen este odio que nos inunda; y que tus intenciones de compartir con el que piensa diferente, sean sinceras – que reconozcas al enemigo como aliado. Este país nos vio nacer a ambos. No sobrevive sin sus dos mitades, por eso siempre debemos construir puentes. Sino es imposible invitar al oficialista o al opositor a reconstruir el país, juntos.
Entonces, hermano, te ruego que tu amor por un mejor porvenir y que tu perseverancia por llegar a él, sean tan dignos y tan grandes, como el país que te parió. Ruego que tu voluntad sea siempre civilizadora y que jamás olvides mantener la frente en alto. El que baja la cabeza no ve el camino que se abre adelante.
Todos somos Patria y solo tenemos una. Es hora de trabajar juntos.
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