Fernando Mires 30 de marzo de 2014
No, no se trata de una analogía. No en
todo caso de una que tome elementos sueltos y construya similitudes ignorando diferencias
entre dos o más fenómenos paralelos. Es algo distinto. Se trata de constatar
como en lugares diferentes del planeta está teniendo lugar una subversión en
contra del difícil avance de la democracia.
No estamos hablando de un hecho nuevo.
En cierto modo siempre ha sido así desde que en los EEUU primero, en Francia
después, estallaron las “revoluciones madres” que dieron origen al occidente
político de nuestro tiempo. A partir de ese momento las contrarevoluciones
antidemocráticas no han cesado, una tras otra, de suceder. Pero hasta ahora,
pese a terribles derrotas parciales, los principios políticos declarados en los
EEUU (1776) y renacidos en las calles de París (1789), han terminado por sentar
su hegemonía en el mundo.
Desde una perspectiva macro-histórica,
la Santa Alianza contraída por Austria, Rusia y Prusia (1815) pretendió
erigirse como el primer dique de contención en contra del proyecto democrático
nacido en dos continentes. Pero fueron las dos grandes contrarevoluciones
antidemocráticas del siglo XX, la nazi y la estalinista, las que estuvieron a
punto de cerrar definitivamente el ciclo democrático en Europa. Mas, pese a
millones y millones de muertos, no lo lograron.
El nazismo fue aplastado por una
alianza militar inter-continental. El estalinismo comenzó a desmoronarse en la
década de los sesenta gracias al “deshielo” de Nikita Kruchev. Las rebeliones
democráticas habidas en Polonia, Hungría y la RDA durante la década de los
cincuenta, y en Checoeslovaquia en 1968, antecedieron a la segunda ola
revolucionaria que culminó con la caída del Muro de Berlín (1990). Gorbachov
hubo de extender el acta de defunción del comunismo mundial. China se
transformó en la segunda potencia capitalista. Las reformas del húngaro Kadar,
las sublevaciones de Solidarnosc y Valesa en Polonia, Carta 77 y Havel en
Checoeslovaquia, y otras similares, parecieron consagrar a la democracia en
Europa Central y del Este.
En América Latina a su vez,
coincidiendo (de modo no casual) con el derribamiento de las tiranías comunistas
europeas, tuvo lugar el declive de las dictaduras militares de Seguridad
Nacional (primero en Brasil, después en Uruguay, Chile y Argentina). Hacia
fines del siglo XX con excepción de Cuba –al igual que Corea del Norte, una
reliquia de la Guerra Fría– ya no había más dictaduras latinoamericanas. El
continente de los militares golpistas parecía seguir -y no por primera vez- el
ejemplo europeo. No pocos pensaron que estábamos llegando al “fin de la
historia”. Evidentemente, no fue así. Aún falta largo trecho por recorrer.
Los primeros decenios del siglo XXl
amanecieron marcados con el signo de la contrarrevolución antidemocrática. En
algunos países de Europa del Este, particularmente en Hungría y Rumania,
fuerzas retrógradas se han hecho del poder. La mayoría de las repúblicas que
constituían la antigua URSS han caído bajo la férula de feroces autocracias, y
Putin no oculta su proyecto de restaurar el antiguo imperio sobre la base de la
Federación Euroasiática formada inicialmente por Rusia, Bielorrusia y
Kasajastán. Georgia ya fue anexada a sangre y fuego (2008) y Crimea es solo el
comienzo de un proyecto de apropiación territorial de Ucrania por parte de la
Rusia de Putin.
La Rusia pro-europea de Gorbachov y
Jelzin ha llegado a su fin. La Rusia de Putin es una nación que práctica –lo
dijo muy bien Ángela Merkel- una política imperial del siglo XlX. Le faltó
agregar: “pero con las armas del siglo XXl”.
No es casualidad que los aliados
extra-continentales más fieles a Putin sean dos gobiernos profundamente antidemocráticos:
el del carnicero Asad de Siria y el del binomio pro-dictatorial Cabello/ Maduro
en Venezuela.
El sistema político venezolano fundado
por Chávez se parece como una gota de agua a otra, al fundado por Putin. En
ambos el Estado ha sido secuestrado por el gobierno; los poderes públicos han
sido sometidos al ejecutivo; los poderes fácticos, particularmente los
militares, dominan por sobre los constitucionales; los grupos para-militares
hacen el trabajo sucio de la policía oficial; los sistemas de represión,
delación y espionaje han sido perfeccionados: en Rusia, gracias al andamiaje
totalitario en el cual se formó el mismo Putin y en Venezuela, gracias a los
servicios de “inteligencia” que proporciona Cuba. Y no por último, en las
elecciones, los opositores han debido enfrentar no a candidatos opuestos, sino
a todo el aparato electoral del Estado.
Del mismo modo, la similitud en la
política exterior que practican ambos gobiernos es notable. No hay tirano en la
tierra que no sea amigo de ambos. A la vez, mientras Rusia es el centro de un
conjunto de satélites subsidiados desde Moscú, Venezuela es el centro de una
alianza conformada por los países del ALBA. Mientras Putin usa el gas como arma
estratégica para neutralizar a las naciones de Europa, Cabello/Maduro usa el
petróleo en América Latina.
Por cierto, hay algunas diferencias.
La principal radica en que mientras Putin enfrenta a un conglomerado de
naciones en las cuales la democracia ha echado raíces profundas, el binomio
Cabello/Maduro recibe el apoyo de naciones en las cuales el ideal democrático
es todavía muy superficial. Pero a la inversa, mientras Putin ha logrado por el
momento aplastar a la oposición democrática interna, el binomio Cabello/Maduro,
sin el encanto populista del comandante finito, solo tiene dos alternativas: O
dialoga de igual a igual con una oposición cada vez más creciente, o elige la
vía ultrarepresiva de las antiguas dictaduras militares.
En cierto modo, Diosdado Cabello,
co-gobernante fáctico de Venezuela, ya eligió la segunda alternativa.
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