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jueves, 20 de marzo de 2014

Presentación del libro CURSO DE DERECHO PARLAMENTARIO DE RAMÓN GUILLERMO AVELEDO



Humberto Njaim 18 de marzo de 2012

Discurso pronunciado con motivo de la presentación del libro
Curso de derecho parlamentario
por Ramón Guillermo Aveledo

Academia de Ciencias Políticas y Sociales

El Dr. Ramón Guillermo Aveledo ha sublimado en esencias intelectuales su largo oficio como político y, sobre todo, como parlamentario. Advertimos en él, al revisar su obra, no sólo este Curso de derecho parlamentario, que ahora presentamos, que el oficio lo lleva en la sangre, que se adecua especialmente a sus inclinaciones, idiosincrasia y estilo. Quisiéramos verlo otra vez en esas funciones parlamentarias, donde podría ejercitar nuevamente las facultades de negociación, sindéresis y reposado juicio que ha demostrado en esta época aciaga.

Como lo que ahora celebramos es un libro de texto, un Curso de Derecho Parlamentario, estas virtudes de Aveledo no sólo se despliegan sino que se nota como son un ejercicio de moderación y equilibrio porque el autor está conciente de que en una obra de tal naturaleza está fuera de lugar la desmesura polémica. Así en la Cuarta Parte referida a El Parlamento en Venezuela las violaciones a la normativa y el espíritu del derecho parlamentario aparecen documentadamente registradas y criticadas pero con juicios prudentes que, a veces, parecen quedarse cortos pero, en realidad, provienen un ejercicio de prudencia intelectual.

Oportuna es la obra que hoy se presenta porque si hay algo que está en la mira del proyecto político que disfruta del poder es el Parlamento. Olvidémonos de otras instancias de importancia fundamental pero más fácilmente controlables porque no se originan directamente de la soberanía democrática. Voy a fundamentar esta afirmación de la manera siguiente. Una de las características de nuestra época, en el mundo occidental, es que, habiéndose perdido el norte que proporcionaban las tradiciones o las religiones establecidas, esa actividad tan importante y prominente en nuestras vidas, aunque no queramos hacerle caso, como es la política, se convierte, a través de las ideologías, en el sustituto de las siempre presentes aspiraciones humanas a respuestas firmes y contundentes sobre el sentido de las cosas. Tales respuestas las proporcionan ideologías totales cuyo efecto en la sociedad es perverso. En efecto, la política es importante pero la política es poder y quienes se encuentran en su ejercicio tienden a conservarlo. Ocurre, entonces, una combinación funesta en virtud de la cual la ideología refuerza al poder y el poder refuerza la ideología.

Dado que existe una concepción que se considera verdadera, en cuantos aspectos muestre la existencia, habrá que imponerla a toda costa y los poderosos tendrán una justificación, más que conveniente, para aferrarse al poder. Es lo que confirmamos cuando constantemente se machaca nuestros oídos con las afirmaciones sobre la continuidad del proyecto revolucionario que, a ningún precio, se dejará sucumbir o con las fanfarronerías socarronas que afirmaban la permanencia en el poder del anterior Jefe de Estado por períodos insólitos de tiempo, ignorando como las intenciones pueden ser desmesuradas pero las limitaciones humanas se encargan de ponerles inesperadas restricciones. A su vez, necesita el poder asegurarse que la ideología penetra en los espíritus de forma inescapable que aun a sus partidarios debe causar hartazgo aunque no lo confiesen. Recuerdo que en mi época de estudios en Alemania me preguntaba al visitar Berlin Oriental para qué aquellas pancartas gigantescas, aquellos letreros monumentales, aquellas efigies de los gobernantes o de sus inspiradores ideológicos repartidos y colocados en todas partes, si el poder parecía tan consolidado y establecido. Más no, es que estas sociedades se mantienen en un estado permanente de guerra: la ideología necesita un enemigo interno y si este ya está domeñado existe el externo y si no hay ninguno habrá que inventárselo. Alrededor de este magno recinto podemos presenciar en este momento las consecuencias que en el medio urbano caraqueño y en el de todas las poblaciones venezolanas produce este fenómeno.

Frente a esta concepción ha venido desarrollándose, en forma accidentada, otra idea de la política llena de alternativas, percances pero también brillantes triunfos y sorprendente resiliencia, como ahora se acostumbra decir. No se opone, como a menudo se la critica, a la capacidad constructiva del poder sino a su capacidad destructiva que se exacerba cuando hay un empeño de conservarlo a toda costa. No disminuye la dignidad de la política sino advierte el engaño de convertirla en sustituto de aspiraciones cuya realización debe buscarse de otra forma. Abandonada la cárcel de las ideologías totales toma el riesgo de considerar que en algún punto las concepciones plurales y diversas propias de una sociedad compleja podrán solaparse en algún punto que permita acciones conjuntas y una discusión civilizada del inevitable residuo de diferencias. También es una ideología, ciertamente, pero es una ideología de la libertad que acepta sus riesgos pero no frustra sus enormes potencialidades. ¡Qué diferencia con las ideologías totales! No niega que se la discuta, no niega las implacables críticas a las que a menudo se la hace objeto y que tantas veces la hacen lucir precaria e inerme frente a esas críticas.

Pues bien, el Parlamento es la institución donde de manera eminente se actualizan estas ideas, su grandeza, así como también sus miserias. En la dialéctica de las mayorías y las minorías se expresa la divergencia pero también se propicia un espacio para el entendimiento y, no sólo esto, sino que también se trata de un espacio de sociabilidad en el cual a través del intercambio por períodos de tiempo, a veces prolongados, se crean vínculos que disminuyen las fricciones y establecen posibilidades de intercambio más allá de esas divergencias. Los Parlamentos, sin embargo, no tienen buena prensa, sus mismas ventajas se convierten, al mismo tiempo, en flancos de ataque. Se trata de cuerpos colectivos que no disfrutan de la posibilidad del atractivo carismático de los líderes individuales; sus modos de actuación llegan a verse como caldo de cultivo y vitrina de las complicidades de la clase política; su trabajo más efectivo no es tan visible al público como las asambleas, donde el aburrimiento o la dispersión es más visible para los críticos que las brillantes intervenciones las cuales también lucen por su ausencia. El trabajo de un parlamentario de ley es arduo pero incomprendido como se refleja en el escándalo que suscita su remuneración, aspecto que es analizado en esta obra de Aveledo.

No obstante,el Parlamento cuenta con tanta legitimidad, en el sistema presidencialista, como el Presidente. Su carácter de ámbito público hace que las manipulaciones del poder queden manifiestas o, por lo menos, más difíciles de ocultar que en otras instancias. Pero, sobre todo, es un aguijón incómodo contra los abusos de esas instancias por las facultades de control que posee. Es, pues, difícil de desarmar y, al mismo tiempo, vulnerable. No es extraño, así, que si no se puede arremeter directamente contra él, los proyectos totalitarios de nuevo cuño hayan emprendido la estrategia de anularlo en una primera etapa y sustituirlo en una segunda. Lo primera se ha manifestado, entre muchas otras expresiones, con la celebérrima e infame sentencia de la Sala Constitucional que legitimó el llamado parlamentarismo de calle y lo segundo con el frustrado proyecto de reforma constitucional de 2007, con aquella significativa cláusula normativa según la cual el Poder Popular no nace del sufragio ni de elección alguna, sino que nace de la condición de los grupos humanos organizados como base de la población. Tuvimos así ocasión de conocer la sustancia y verdaderos propósitos de una doctrina para la que ya resultaba incómoda la Constitución que llamamos de 1999. Sin embargo, desde 2007 no hubo posibilidad de engaño y el que todavía está engañado es porque así lo quiere. El actual Parlamento venezolano de acuerdo con tal ideología no es sino una etapa de transición, un residuo incómodo que, tarde o temprano habrá ha de ser reemplazado por asambleas que no nazcan de sufragio ni de elección alguna sino de la condición de los grupos humanos organizados, vaya usted a saber lo que esto quiere decir.

Celebramos la obra de Aveledo. No sólo esta sino su dedicación sostenida al tema, realizada admirablemente en forma paralela con su actividad política, y este Curso de Derecho Parlamentario cuando más intensa se ha hecho dicha actividad. Nuestro deseo es que se convierta en factor que ilustre a los venezolanos sobre la importancia de la institución pero, más allá de ello, en razón de la fuerza de las ideas, se convierta en un baluarte intelectual que impida la destrucción final de la democracia y del Parlamento. En esta corporación el tema parlamentario ha sido ocupación de sus individuos de número como lo revela la obra del académico José Guillermo Andueza sobre El Congreso o el trabajo de incorporación de Carlos Leañez Sievert sobre el Control Parlamentario. Fuera de la Academia séame permitido recordar también al malogrado Orlando Tovar Tamayo y su obra pionera casi del mismo título que la que hoy festejamos. Existe, pues, una tradición de estudio en el país sobre el asunto parlamentario que con la obra de Aveledo se profundiza y prolonga. No podemos menos que sentirnos satisfechos de esta feliz circunstancia y desear que, con el transcurso de las sucesivas ediciones que la constancia intelectual del autor nos asegura, llegue a convertirse en un monumental tratado, en un imprescindible clásico.

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