Carlos Hernández 28 de agosto de 2017
Eran
las siete de la noche y el restaurante estaba vacío. La llevé a mi sitio
favorito de la ciudad —es informal, pero acogedor con sillas y mesas de
plástico al aire libre, y música en vivo, a veces—. Las pizzas son las mejores.
Yo
estaba nervioso, no había tenido una cita en mucho tiempo. María es una
estudiante de Ingeniería Eléctrica con un moñito y los labios pintados de rojo.
¿De qué hablar en una cita cuando tu país está derrumbándose? Afuera del
restaurante, fuera de la burbuja en la que yo me quería meter, la gente estaba
protestando y cayendo asesinada por una dictadura sangrienta.
Vivo
en Ciudad Guayana, una urbe industrial, en el sureste de Venezuela. La
oposición no es muy fuerte aquí y la participación en las protestas no ha sido
importante. La mayor parte de la acción que aparece en los titulares de la
prensa ocurre en Caracas, la capital. Pero he hablado con gente que cargó un
muerto, con alguien que pide dinero en la calle, y con alguien torturado por
las autoridades. Yo mismo la he pasado muy mal y protesto. Necesitaba ese
descanso. Después de la votación fraudulenta del 30 de julio, se iba a poner
peor.
Yo
mismo he pasado tiempos duros. Incluso jóvenes profesionales como yo han pasado
hambre y mi hermano mayor casi muere porque no podíamos encontrar una inyección
para tratar una reacción alérgica. Así que me uní a las marchas a los tribunales
para demandar el respeto a la Constitución, pedir la libertad de los
manifestantes que han sido arrestados y honrar a aquellos que han muerto.
Aquel
martes necesitaba un descanso, necesitaba esa cita. El domingo siguiente el
Gobierno efectuaría un fraudulento referendo para crear una asamblea
constituyente que le daría un poder ilimitado para cambiar la Constitución. Las
cosas solo se pondrían peor.
“Ustedes
son los primeros que llegan, están casi abriendo el negocio. ¿Qué desean?”,
preguntó el dueño con una sonrisa mientras, sentado solo en una de las mesas,
tomaba una cerveza y revisaba el celular. Llevaba la cabeza rapada y vestía una
camiseta negra con el logo del negocio, el nombre “Portofino” en letras blancas
con una “P” larga y curveada que formaba la silueta de una guitarra.
Terminaba
de llover, y las mesas y el piso de ladrillos seguían mojados. De las varias
lámparas, solo una servía. Pero la mala iluminación que en otras circunstancias
es agradable, solo acentuaba lo gris del local. Sonaba reggae en el fondo.
“¿Quieren
un par cervezas? Hay Polar.”.
“¿Qué
más hay?”
“Eso
es todo lo que hay. El distribuidor no apareció hoy.”.
“¿Pero
no tienes ni refresco?”.
“Ni
refresco”.
Mucho
menos iban a tener las pizzas.
Ese
martes íbamos por el día de protesta 116 desde que el Tribunal Supremo de
Justicia, controlado por el ejecutivo, había arrebatado sus poderes a la
Asamblea Nacional, y teníamos más de 100 muertos por choques con fuerzas de
seguridad y grupos paramilitares del gobierno.
Ese
martes no era el mejor día para salir. La oposición había anunciado más
protestas y llamado a un paro nacional y a trancar las calles a partir del
miércoles durante 48 horas. El viernes, se realizaría una protesta masiva en
Caracas. Y luego de eso, quién sabe qué. Martes era el día de comprar comida y
prepararse para lo que viniera. El itinerario de protestas había sido anunciado
y prometían que cada día iba a ser más fuerte que el anterior. Era una suerte
de tregua.
Por un
momento, María y yo no supimos si sentarnos en una de las mesas o irnos. No
había mucho que hacer allí, pero no queríamos dejar pasar el día de “tregua” y
de date. Allí mismo, de pie, el dueño comenzó a hablar sobre lo difícil de
mantener el restaurante, como disculpándose por lo triste de su local. “La
gente no se siente segura para salir de sus casas, con todo lo que está pasando
todo el mundo se quiere quedar encerrado”.
Le
respondí que muchos no salían porque no les alcanzaba el dinero y, sin darme
cuenta, ya estábamos hablando del colapso del país, lo que no quería hacer esa
noche. Nos sentamos. Mi hermano, quien pasaría a recogernos en su auto, no
atendía el teléfono. Y el dueño seguía hablando y quejándose de que la crisis
estaba matando el negocio. Dijo que debido a varios tiroteos solo quedaban dos
de los cuatro bares de la calle Caruachi, que él llamaba “calle Tarantino”, por
el número de gente que matan allí.
María
no bebe. Yo pedí una cerveza, como para no desperdiciar el viaje.
“En
estos días contratamos a un comediante de Valencia, pero tuvimos que cancelar
la presentación, no pudo venir porque las calles estaban trancadas”, afirmó y
luego agregó: “Si esto sigue, yo cierro y me voy para Puerto Rico, tengo
familia allá”.
Ese
día por la mañana salí a comprar lo que pude. Los supermercados estaban llenos
de gente haciendo lo mismo. La escasez de comida no era tan grave como el año
anterior, pero solo porque los venezolanos son tan pobres que no pueden
comprar. Compré arroz, plátanos, papas y yuca. Muchos llevaban dos o tres
kilogramos de arroz en los brazos, sus compras para el apocalipsis eran tan
pocas que no era necesario llevar el carrito. Para este momento ya se les debe
haber acabado.
No
sabíamos qué iba a pasar exactamente, pero teníamos miedo.
A las
ocho, ya estábamos listos para irnos. El pana me deja la única cerveza —que
tomé a mitad de precio por no tener cambio suficiente—. Encima de todo tenemos
una crisis de efectivo.
Afuera,
ya los negocios empezaban a cerrar. María y yo decidimos ir al principal centro
comercial de la ciudad; con suerte, conseguiríamos algo que no esté a punto de
quebrar y salvamos la noche. Estaba casi vacío también, pero pudimos ver la
última función de Mujer Maravilla. Estuvimos las dos horas y 20 minutos sin
pensar en el país, las migraciones masivas o la gente comiendo de la basura.
Pero apenas salimos, volvimos a la realidad: ya nos esperaban unos niños
pidiendo dinero para comer.
María
y yo nunca logramos comer esa noche, pero quedamos en vernos de nuevo.
El
domingo de la votación ilegal para la constituyente llegó. Fue un día horrible,
el peor hasta ahora. Se reportaron entre 10 y 16 muertos en todo el país y
muchísimos más heridos. Yo me enteré de la violencia por WhatsApp, escuchando
notas de voz de gente asustada con sonidos de detonaciones en el fondo. Ese día
en Ciudad Guayana, mi ciudad, la ciudad tranquila, hubo varias personas
heridas.
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