Mibelis Acevedo D. 29 de agosto de 2017
@Mibelis
¿Cuál es el propósito del régimen,
entonces: que sigamos descendiendo, víctimas de una vorágine que lleva a
sótanos impensables?
“Ayudadme
a ser hombre: no me dejéis ser fiera
hambrienta,
encarnizada, sitiada eternamente”.
Miguel
Hernández, “El hambre”
Como
arrancada de la estremecedora visión del mapa del Inferno que Dante inspiró en
Boticelli: la imagen de la espalda seca, el cuerpo apenas cuerpo, apenas piel y
vértebras del niño que con dos años de vida y justo antes de fallecer en el
Hospital "Domingo Luciani" sólo llevaba consigo sus 4,5 kilos de
peso, embiste con ímpetu artero. “Tener hambre es la cosa primera que se
aprende”, dice el poeta Miguel Hernández; también puede ser la última que se
olvide. Esa disminuida cáscara, exigua y castigada, era síntesis del calvario
transitado durante estos últimos tiempos de Socialismo del siglo XXI en Venezuela:
el patriotismo ondeando como agujereada bandera en la retórica oficial, una
inflamada de embustes que pretenden erigirse en verdad ("En Venezuela no
hay hambre, hay voluntad... aquí no hay crisis humanitaria, hay amor”, afirma
desde su huera tribuna la Presidenta de la ANC) mientras tras el andamiaje, un
país muere de hambre. Literalmente. Así, sin poesía ni blandos prólogos. Sin
atenuantes.
“Supe
de él hace días, antes de que fuera noticia. Sabía que iba a morir”. Otra
historia trunca, otra víctima de la dejadez del Estado y su sentencia precoz:
“Cuántos niños muertos desde la primera alerta temprana que dimos sobre aumento
de la desnutrición aguda en las parroquias más pobres del país”, clamaba
recientemente Susana Raffalli, con la autoridad que brinda ser una de las
expertas en emergencia humanitaria que con mayor tenacidad ha denunciado un
naufragio que le mira directo a los ojos, todos los días. Sólo este año han
muerto 37 niños por hambre, indica la nutricionista; y advierte que, según parámetros
internacionales, tras superar la barrera del 10% de desnutrición severa se está
ante un punto de quiebre, en el mero umbral de la tragedia. En Venezuela, según
informa CÁRITAS, ese nivel está hoy en 11,4%, aunque la misma Raffalli afirma
que en algunos estados la cifra alcanza el 13%.
El
extendido flagelo del hambre, ese demonio temible pero aún ajeno que se nos
aparecía en las historias sobre grandes hambrunas como las causadas por las
guerras, o como la que tras la colectivización forzada trajo el Holomodor
ucraniano, o como la que fue dejando cadáveres ambulantes en Somalia u ojos
insondables cual abismos, enormes y turbadores en los quebradizos niños
etíopes, amenaza a un país que con todo y sus innegables dificultades, sus
índices preocupantes de pobreza durante la era democrática, no registró niveles
de desnutrición aguda mayores del 4% (1989). No es preciso manosear mucho el
análisis para saber que en términos de atención de necesidades básicas –luego
incluso del más generoso boom petrolero de nuestra historia- hoy, con una población
pobre de ingresos que según ENCOVI abarca 82,8%, estamos mucho peor que antes.
Por
eso el frenético mantra que cunde incesante en el metro, en las esquinas, en
las colas de los comercios desabastecidos, en las salas de espera de los
consultorios, en oficinas y casas, en cualquier espacio donde concurren
venezolanos cada vez más sacudidos en cuerpo y alma por los rigores de la
escasez, de la inflación. Atrás queda el recuerdo del reconocimiento que en
2013 y 2015 otorgó la FAO al gobierno bolivariano por sus logros en la
“erradicación del hambre y la pobreza extrema”, (Marcelo Resende, delegado de
la organización, aseguró entonces que “ya el hambre en Venezuela no es un
problema”) logros que a la luz mortecina del presente se tornan sospechosos…
¿cuántos siglos es posible desandar en apenas meses? ¿Qué virtud de Atilas es
tan musculosa como para llevarnos de una pretendida “Hambre Cero” a ser el país
más pobre de Latinoamérica?
El
recelo es cada vez más acuciante, en especial ante la evidencia de que iniciativas
como los CLAP (señalados por las mismas comunidades por irregularidades en la
distribución, por su uso como instrumento de chantaje político o como
habilitadores de un exclusivo círculo de restricción-abastecimiento que impulsa
la corrupción) lejos de aliviar la crisis, la han agravado. ¿Cuál es el
propósito del régimen, entonces: que sigamos descendiendo, víctimas de una
vorágine que lleva a sótanos impensables, hasta que no quede niñez o juventud
en pie, ni nervios en el resto para seguir resistiendo; hasta que el ayuno,
finalmente, nos anestesie del todo? Lo cierto es que esa podría ser una
ambición resbaladiza, más cuando el barco hace aguas por todos lados y las
miradas del mundo exigen cambios de ruta; más cuando la rabia parece ser el
nuevo acicate de las horas. “Tener hambre es la cosa primera que se aprende”,
porfía Miguel Hernández; “por hambre vuelve el hombre sobre los laberintos/
donde la vida habita siniestramente sola/ reaparece la fiera, recobra sus
instintos, sus patas erizadas, sus rencores, su cola”.
He
allí otro tic-tac que urge reconocer, antes de que la bestia nos gane, antes de
que el caos nos apretuje en el más tosco de los infiernos.
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