Emilio Nouel 20 de octubre de 2018
En
otro sitio he expresado que no solo la política, la economía, la tecnología y
la cultura se han globalizado; también la corrupción gubernamental y el crimen
organizado han trascendido las fronteras nacionales para convertirse en un
problema que atañe a todos los países y sus gobiernos.
Las
dimensiones de estos fenómenos globales y disfuncionales son enormes. Sus
repercusiones políticas, sociales y económicas no pueden ser desestimadas.
Si
bien son dos tipos delictivos que tienen sus motivaciones y especificidades
particulares, los estrechos vínculos entre el delito trasnacional organizado y
la corrupción gubernamental, son innegables, ambos se complementan, uno no
tendría lugar sin el otro. De hecho, la corrupción se ha convertido también en
un crimen globalizado, cuando vemos casos muy sonados en los últimos tiempos,
especialmente, en nuestro hemisferio.
De
allí que grupos de países y organismos internacionales públicos y privados
hayan tenido que abordar el tema, estudiarlo y proponer medidas, acciones y
recomendaciones conjuntas, que apunten a su solución, o al menos, a un control
y/o reducción del problema, mediante políticas públicas e instrumentos
jurídicos concertados que establezcan compromisos y obligaciones para los
Estados, los individuos y las empresas.
En tal
sentido se ha venido imponiendo la necesidad de una estrecha cooperación entre
los gobiernos del mundo para combatir esos graves delitos.
No hay
duda de que son moralmente reprobables y condenables, y en términos legales,
prohibidos y sancionables.
Desde
el punto de vista económico, son también lesivos para los países. El dinero de
procedencia ilícita que se va por los caminos de la delincuencia transnacional
y la corrupción hacia bolsillos particulares, es, principalmente, un recurso
que se sustrae de las colectividades y que podría ser utilizado para satisfacer
muchas de las más sentidas necesidades de las mayorías, en especial, en los
países emergentes o con problemas de pobreza.
Se ha
señalado, con razón, que en el caso de la corrupción de funcionarios públicos
y/o de directivos o empleados de empresas privadas en general, se trata,
igualmente, de una conducta desleal con sus respectivas organizaciones, que
debe ser sancionada.
Hasta
hace pocas décadas estos asuntos eran abordados desde los espacios
estrictamente nacionales. Su tratamiento era una tarea que correspondía a las
autoridades estatales. A sus distintas manifestaciones, había que aplicar,
fundamentalmente, las leyes internas. Para su persecución, represión y sanción
bastaban los cuerpos contralores y policiales establecidos, así como los
códigos, leyes y tribunales nacionales. De hecho, si existe una disciplina
jurídica fundamentalmente conectada con un territorio estatal, esa es el
Derecho Penal.
La
realidad presente es otra. La actividad criminal ha desbordado los límites
político-territoriales de los Estados. La interdependencia global también
potencia al mundo del crimen. Los medios y herramientas que ofrece la
globalización para las iniciativas humanas lícitas, son aprovechados,
igualmente, por el crimen organizado tanto en el sector público como en algunas
empresas privadas que operan en el ámbito internacional.
La
incidencia política y económica del mundo de lo ilícito ha ido cobrando mayor
impacto, alcance y envergadura en un planeta en que las fronteras se han hecho
cada vez más porosas.
Es por
todo ello que se ha impuesto la imperiosa exigencia de suscribir acuerdos,
convenios y tratados que establezcan mecanismos de acciones conjuntas,
intercambio de información, cooperación policial y judicial, y obligaciones
jurídicas, entre otros aspectos, que garanticen resultados eficaces en esa
lucha contra el crimen organizado, cuya letalidad está más que demostrada por
la experiencia.
El
caso del tráfico de influencia transnacional de la empresa brasileña Odebrecht
en nuestro hemisferio, que ha salpicado a varios países; los negociados entre
el gobierno chavista y los gobiernos argentinos de los Kirchner, el brasileño
de Lula y el del Ortega en Nicaragua; la mil millonaria corrupción de la
empresa petrolera PDVSA y su lavado de dinero; las poco transparentes
importaciones de alimentos y la exportación ilegal de metales preciosos desde
Venezuela, entre otros, son ejemplos claros de delitos transnacionales
cometidos por grupos organizados con evidentes vínculos políticos, ideológicos
y económicos.
Emilio
Nouel
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico