Francisco Fernández-Carvajal 22 de octubre de 2018
— Con
las lámparas encendidas.
— La lucha en lo que parece de poca importancia nos mantendrá vigilantes.
—
Alerta contra la tibieza.
I. Tened
ceñidas vuestras cinturas y las lámparas encendidas, y estad como quienes
aguardan a su amo cuando vuelve de las nupcias, para abrirle en cuanto venga y
llame, leemos en el Evangelio de la Misa1.
El tener «ceñida la cintura» es una metáfora basada en las costumbres de los
hebreos, y en general de todos los habitantes de Oriente Medio, que ceñían sus
amplias vestiduras antes de emprender un viaje para caminar sin dificultad. En
el relato del Éxodo se narra la prescripción de Dios a los israelitas de
celebrar el sacrificio de la Pascua con la ropa ceñida, las sandalias
calzadas y el bastón en la mano2,
porque iba a comenzar el itinerario hacia la tierra de promisión. Del mismo
modo, tener las lámparas encendidas indica la actitud atenta,
propia del que espera la llegada de alguien.
El
Señor nos dice una vez más que nuestra actitud ha de ser como la de aquel que está
a punto de emprender un viaje, o de quien espera a alguien importante. La
situación del cristiano no puede ser de somnolencia y de descuido. Y esto por
dos razones: porque el enemigo está siempre al acecho, como león
rugiente, buscando a quien devorar3,
y porque quien ama no duerme4.
«Vigilar es propio del amor. Cuando se ama a una persona, el corazón vigila
siempre, esperándola, y cada minuto que pasa sin ella es en función de ella y
transcurre vigilante (...). Jesús pide el amor. Por eso solicita vigilancia»5.
En Italia, muy cerca de Castelgandolfo, hay una imagen de la Virgen colocada
junto a una bifurcación de carreteras, y tiene la siguiente inscripción: Cor
meum vigilat. El Corazón de la Virgen está vigilante por Amor. Así debe
estar el nuestro: vigilante por amor, y para descubrir al
Amor que pasa cerca de nosotros. Enseña San Ambrosio que si el alma
está adormecida, Jesús se marcha sin haber llamado a nuestra puerta, pero si el
corazón está en vela, llama y pide que se le abra6.
Muchas veces a lo largo del día pasa Jesús a nuestro lado. ¡Qué pena si la
tibieza impidiera verlo!
«¡Cuánto
te amo, Señor, mi fortaleza, mi alcázar, mi libertad! (Sal 17,
2-3). Eres lo más deseable y amable que puede imaginarse. ¡Dios mío, ayuda mía!
Te amaré según me lo concedas y yo pueda, mucho menos de lo debido, pero no
menos de lo que puedo... Podré más si aumentas mi capacidad, pero nunca llegaré
a lo que te mereces»7.
No permitas que, por falta de vigilancia, otras cosas ocupen el lugar que solo
Tú debes llenar. Enséñame a mantener el alma libre para Ti, y el corazón
dispuesto para cuando llegues.
II. Me
pondré de centinela, // haré la guardia oteando a ver qué me dice, // qué
respondo a su llamada8.
San Bernardo, comentando estas palabras del Profeta, nos exhorta: «Estemos
también nosotros, hermanos, vigilantes, porque es la hora del combate»9.
Es necesario luchar cada día, frecuentemente en pequeños detalles, porque en
cada jornada vamos a encontrar obstáculos que nos separan de Dios. Muchas veces
el empeño por mantenernos en este estado de vigilia, bien opuesto a la tibieza,
se concretará en fortaleza para cumplir nuestros actos de piedad, esos
encuentros con el Señor que nos llenan de fuerzas y de paz. Hemos de estar
atentos para no abandonarlos por cualquier imprevisto que se presente, sin
dejarnos llevar por el estado de ánimo de ese día o de ese momento.
Otras
veces nuestra lucha estará más centrada en el modo de vivir la caridad,
corrigiendo formas destempladas del carácter (del mal carácter), esforzándonos
en ser cordiales, en servir a los demás, en tener buen humor...; o tendremos
que empeñarnos en realizar mejor el trabajo, en ser más puntuales, en poner los
medios oportunos para que nuestra formación humana, profesional y espiritual no
se estanque... Este estado de vigilia, como el del centinela que guarda la
ciudad, no nos garantiza que siempre hayamos de vencer: junto a las victorias,
tendremos también derrotas (metas que no alcanzamos, propósitos que no acabamos
de cumplir bien...). Muchos de estos fracasos carecerán ordinariamente de
importancia; otros sí la tendrán, pero el desagravio y la contrición nos
acercarán más aún al Señor, y nos darán fuerzas para recomenzar de nuevo... «Lo
grave –escribe San Juan Crisóstomo a uno que se había separado de la fe– no es
que quien lucha caiga, sino que permanezca en la caída; lo grave no es que uno
sea herido en la guerra, sino desesperarse después de recibido el golpe y no
curar la herida»10.
No
olvidemos que en la lucha en lo pequeño, el alma se fortalece y se dispone para
oír las continuas inspiraciones y mociones del Espíritu Santo. Y es ahí
también, en el descuido de lo que parece de poca importancia (puntualidad,
dedicar al Señor el mejor tiempo para la oración, la pequeña mortificación en
las comidas, en la guarda de los sentidos...), donde el enemigo se hace
peligroso y difícil de vencer. «Hemos de convencernos de que el mayor enemigo
de la roca no es el pico o el hacha, ni el golpe de cualquier otro instrumento,
por contundente que sea: es esa agua menuda, que se mete, gota a gota, entre
las grietas de la peña, hasta arruinar su estructura. El peligro más fuerte
para el cristiano es despreciar la pelea en esas escaramuzas, que calan poco a
poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a
las voces de Dios»11.
III. Es
tan grata a Dios la actitud del alma que, día tras día y hora tras hora,
aguarda vigilante la llegada de su Señor, que Jesús exclama en la parábola que
nos propone: ¡Dichosos aquellos siervos a los que al volver su amo los
encuentre vigilando! Y, olvidando quién es el criado y quién el señor,
sienta a la mesa al criado y él mismo le sirve. Es el amor infinito que no teme
invertir los puestos que a cada uno corresponden: En verdad os digo que
se ceñirá la cintura, les hará sentar a la mesa y acercándose les servirá.
Las promesas de intimidad con Dios van más allá de lo que podemos imaginar.
Vale la pena estar vigilantes, con el alma llena de esperanza, atentos a los
pasos del Señor que llega.
El
corazón que ama está alerta, como el centinela en la trinchera; el que anda
metido en la tibieza, duerme. El estado de tibieza se parece a una pendiente
inclinada que cada vez se separa más de Dios. Casi insensiblemente nace una
cierta preocupación por no excederse, por quedarse en lo suficiente para no
caer en el pecado mortal, aunque se acepta con frecuencia el venial. Y se
justifica esta actitud de poca lucha y de falta de exigencia personal con
razones de naturalidad, de eficacia, de salud, que ayudan al tibio a ser
indulgente con sus pequeños afectos desordenados, apegos a personas o cosas,
caprichos, excesiva tendencia a buscar una mayor comodidad..., que llegan a
presentarse como una necesidad subjetiva. La fuerzas del alma se van
debilitando cada vez más, hasta llegar, si no se remedia, a pecados más graves.
El
alma adormecida en la tibieza vive sin verdaderos objetivos en la lucha
interior que atraigan e ilusionen. «Se va tirando». Se ha dejado el empeño por
ser mejores, o se lleva una lucha ficticia e ineficaz. Queda en el corazón un
vacío de Dios que el tibio intenta llenar con otras cosas, que no son Dios y no
llenan; y un especial y característico desaliento impregna toda la vida de
relación con el Señor. Se pierde la prontitud y la alegría en la entrega, y la
fe queda apagada, precisamente porque se ha enfriado el amor. A un estado de
tibieza le ha precedido siempre un conjunto de pequeñas infidelidades, cuya
culpa –no zanjada– está influyendo en las relaciones de esa alma con Dios.
Tened
ceñidas las cinturas y las lámparas encendidas..., atentos
a los pasos del Señor. Es una llamada a mantenernos alerta, con la lucha diaria
planteada en puntos muy concretos. Nadie estuvo más atento a la llegada de
Cristo a la tierra que su Madre Santa María. Ella nos enseñará a mantenernos
vigilantes si alguna vez sentimos que ese mal sueño hace su presencia en el
alma.
«¡Señor,
qué bueno eres para el que te busca! Y ¿para el que te encuentra?»12.
Nosotros lo hemos encontrado. No lo perdamos.
1 Lc 12,
35-38. —
2 Ex 12,
11. —
3 Cfr. 1 Pdr 5, 8. —
4 Cfr. Cant 2, 5. —
6 Cfr. San
Ambrosio, Comentario al Salmo 18. —
7 San
Bernardo, Tratado sobre el amor de Dios, VI, 16. —
8 Heb 2,
1. —
9 San
Bernardo, Sermón 5, 4. —
10 San
Juan Crisóstomo, Exhortación II a Teodoro caído, 1. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 77. —
12 San
Bernardo, Tratado sobre el amor de Dios, VII, 22.
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