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sábado, 27 de octubre de 2018

Política y megalomanía por @EcarriB



Por Antonio Ecarri Bolívar


Hay que ir buscando las causas de la diáspora interna de la oposición venezolana, en cada una de sus manifestaciones, a ver si se pueden corregir esos entuertos; a menos que sean defectos incorregibles y no quede otra sino denunciar esas taras, a ver si las podemos derrotar antes de que sigan haciendo más daño del causado hasta ahora. La psiquiatría, rama de la medicina que estudia el diagnóstico, tratamiento y prevención de las enfermedades mentales, de carácter orgánico y no orgánico, podría venir en nuestro auxilio.

Antes de que me digan que ando pirateándole la ruta a los especialistas, les informo que el tema lo he venido conversando, en tertulias frecuentes, con algunos profesores que son verdaderos expertos en esta rama médica de los amigos y colegas de Freud y compañía. Ellos son los que me exhortan a hacer públicas sus preocupaciones, sobre las manifestaciones externas de este síndrome que observan en la conducta de algunos de nuestros líderes políticos.

Al principio los contrariaba argumentándoles que se trataba de una característica casi innata en las mujeres y hombres que abrazan la carrera de los asuntos públicos, debido, más que todo, a su necesaria exposición en los medios de comunicación. Incluso les contaba el chiste, ya muy conocido, del político que al abrir la nevera de su casa a medianoche, y ver la luz del refrigerador, comenzaba a declarar creyendo, medio dormido, que se trataba de una cámara de televisión. Sin embargo, les veía el ceño adusto y, más bien, me recriminaban que viera las cosas con tanta ligereza, porque era un problema de salud mental más grave de lo que yo creía.

Así fue como uno de los más reputados psiquiatras –obvio el nombre para que algún energúmeno no se vaya a sentir aludido y lo vaya a encarar– me explicaba, palabras más o menos, lo siguiente: Mira Antonio, se dice que estamos en presencia del trastorno de personalidad megalomaníaca cuando la forma de ser de una persona está influida por un concepto grandioso de sí mismo, una exagerada autoestima que les lleva a alterar o filtrar la realidad. Sin embargo, la cosa se agrava, se pone peor, en los casos llamados de “trastorno delirante megalomaníaco”, que acontece cuando una persona, en un momento de su vida, se ve inmersa en un delirio y se ve alguien único, grandioso.


Dentro de ese delirio, continuaba mi amigo, existe un corte brusco con la realidad objetiva. Para estos individuos, su visión de sí mismos y de la realidad es la única posible. La inflexibilidad para reconocer otro tipo de realidad es muy marcada. El individuo puede pasar de un estado de exaltación a sentirse humillado, avergonzado. Florece esa parte escondida que coincide con la baja autoestima o inferioridad. Conviven las dos personalidades, vive una dicotomía, por eso es un trastorno. Y aquí, Antonio, me decía, es cuando el sujeto de marras se pone peligroso para la sociedad debido a su influencia pública.

Me seguían explicando, los otros médicos amigos, que también la megalomanía se considera un síntoma o expresión de trastornos de personalidad como el narcisismo, la psicopatología o trastorno social o el histrionismo, trastorno este último que lleva al individuo a necesitar reconocimiento permanente y ser el centro de atención, además de presentar rasgos dramáticos, susceptibles, emocionales, que rayan en la extravagancia.

Al continuar la tertulia, me precisaban que si alguien tiene afán de ser superior a los demás suele decantarse por profesiones como la política o por buscar convertirse en funcionarios de alto rango. Se da en los dos sexos pero se expresa de forma distinta: el hombre a través del poder, la mujer por la seducción. Aunque algunos hombres, por el narcisismo inherente a la megalomanía, también comienzan a creerse Adonis o Casanovas.

El tratamiento psicológico iría dirigido a hacerles ver que esas creencias de grandeza son falsas. Intentar derribar la pared de lo que ellos perciben y en lo que creen, para hacerles ver que es falso. Obviamente, estos pacientes son una rémora para los partidos políticos, porque no asumen conductas colectivas, en beneficio del grupo, sino solo cuando el partido coincide con sus intereses individuales, pues es lo único que alimenta su ego inflamado. Ahora usted, amigo lector, no caiga en la tentación de buscar personas a quienes encuadrar en conductas similares, porque de que los hay… uff… los hay, como dirían los orientales venezolanos… ¡de más!

Al final les pedí que me confesaran si se trataba de una lucha infructuosa contra esta desviación en nuestra política vernácula, pero me dieron la buena noticia de que sí se puede mejorar la enfermedad y recomiendan, entonces, un tratamiento combinado psicológico y farmacológico con neurolépticos que ayudan a rebajar la intensidad de la idea delirante.

Sin embargo, me dicen que el tema es problemático, en nuestra política actual, porque algunos de estos megalómanos tienen la idea delirante de que hay que participar en elecciones a todo evento y, los otros, que hay que abstenerse siempre. Los últimos son los más peligrosos, porque agreden a quien piense diferente. En este último caso hasta los neurolépticos se hacen ineficaces, porque si los ingieren puede que les ocurra el efecto contrario y ponerse tan violentos que a quien vean optar por un cargo de elección popular podrían ordenar como en el Levítico: “Saca al blasfemo del campamento y que muera apedreado” (Levítico 24:13-16).

Todo según mis amigos científicos, yo guardé discreto silencio y me vine corriendo, asustado,… a echarles el cuento.


26-10-18




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